TÍTULO ORIGINAL: The
Revenant DIRECCIÓN: Alejandro G. Iñárritu GUIÓN: Mark L. Smith, Alejandro G.
Iñárritu (basado en parte en la novela The
Revenant: A Novel of Revenge de Michael Punke) MÚSICA: Alva Noto, Ryuichi
Sakamoto FOTOGRAFÍA: Emmanuel Lubezki MONTAJE: Stephen Mirrione REPARTO:
Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Will Poulter, Forrest Goodluck,
Paul Anderson
Permítase la digresión inicial y que se tome
el rábano por las hojas para paliar, con el grano de arena que el que suscribe
puede aportar, la prácticamente nula atención que se prestó a un título que
hubiese merecido mejor suerte: Deuda de
honor (2014), el segundo largometraje dirigido por Tommy Lee Jones
estrenado en cines, obra compacta, con aliento épico tomado de los clásicos, un
prodigio de sequedad y economía narrativa que golpeaba al espectador sin
concesiones ni truculencias, sin énfasis ni pretensiones artísticas (las que sí
lastraban su por el contrario laureado y encomiado debut en esas lides, la
plúmbea y alambicada Los tres entierros
de Melquiades Estrada (2005), tal vez beneficiada del excesivo prestigio
otorgado al a ratos interesante -y apasionante- escritor Guillermo Arriaga,
prisionero de sus hallazgos y sus reiteraciones). Un filme que, con una
secuencia breve, sustentada por una Hilary Swank que volvía a dejar clara su
categoría actoral (esa que, por desgracia, podríamos definir como guadianesca
pero que cuando encuentra el cauce adecuado resulta incontestable), sabía estremecer,
remover, aterrorizar, helar la sangre en las venas porque el frío, el hambre,
las calamidades, la reducción de una persona a su estado más primitivo y
salvaje, el instinto de supervivencia teñido de pánico aparecía expresado sin
artificios, sin manierismos, sin virtuosismos, con un naturalismo desbordante y
lacerante, sólo con una actriz (que, precisamente por todo ello, podía lucirse
como tal, sin necesidad de glorificar o subrayar el esfuerzo físico) que
husmeaba entre la nieve buscando alguna raíz que rumiar y acallar los embates
de su cuerpo reclamando un mínimo alimento. De ese modo habíamos vivido el
laberinto mental, el errar físico y anímico, el goce de la comunión con la
naturaleza y lo implacable de su acción cuando se vuelve hostil, cuando trata al
ser humano como intruso, como depredador que destruye y no sabe convivir y
complementar, había tiempo para las luces y las sombras en ese prodigio que
alumbró el talento de Sydney Pollack y que conocemos como Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), un filme en que el
escenario se nos muestra como un auténtico personaje que expresa sus
sentimientos, testigo sabiamente recogido de la grandeza y hondura de un
maestro que lo sigue siendo precisamente porque, como él mismo se presentó,
sólo se preocupó por hacer “películas del Oeste” aunque fuesen mucho más,
hablamos, por supuesto, del irrepetible John Ford de, por ejemplo, Centauros del desierto (1956) -han sido
otros los que han nombrado primero y en vano al magnífico tuerto para alabar El renacido y, para colmo, la Academia
ha refrendado este vínculo, como veremos a continuación-.
Comenzar como se ha hecho para abordar un
breve análisis de la nueva película de Alejandro G. Iñárritu (que es como firma
ahora: reduciendo su primer apellido a la inicial) no es tan peregrino como
pueda pensarse, puesto que hay mucho de Guillermo Arriaga (el laureado
guionista de la ópera prima cinematográfica de Tommy Lee Jones) en la creación
y desarrollo de la figura que hoy es (dicho sin tono peyorativo pero tampoco glorificador)
el mexicano afincado en Hollywood, aquella manera de narrar como a hachazos,
rompiendo la cronología en mil pedazos, jugando con el tiempo, uniendo piezas
inconexas y muy lejanas como si las unas fuesen sucesión de las otras,
utilizando una estructura de puzle que a ratos funcionaba a la perfección pero
que en otras terminaba por convertirse en lo meramente importante, en lo que se
quería destacar, en lo que se narraba más allá del contenido, en desperdiciar
la sorpresa, en rizar el rizo por encima de la propia historia (y así, por
ejemplo, la ópera prima de Arriaga como director, Lejos de la tierra quemada (2008), era fácilmente desmontable por
el espectador conocedor de su obra anterior, en realidad toda pivota en torno
al mismo recurso, previsible y muchas veces innecesario). Pero tanto Amores perros (2000) como 21 gramos (2003) e incluso Babel (2006), con ser la más irregular
dentro de la trilogía debida al trabajo conjunto de Arriaga e Iñárritu, tenían
tiempo para el reposo, para lo sutil, para espacios en los que oxigenarse (o
asfixiarse como en el espeluznante y espléndido tramo central del primer filme
citado, narrado con la mesura necesaria para crear una atmósfera irrespirable,
una opresión que se aposentaba en el estómago del espectador llevándole hasta
el pánico sólo a través de lo que se sugería), los momentos trepidantes,
incontrolables o furiosos tenían un contraste en aquellos en que el ritmo se
hacía más cadencioso, incluso se detenía (¡Cómo olvidar esa secuencia en que
una impresionante Adriana Barraza vaga por el desierto de California!), aunque
la querencia por lo excesivo era palpable, aunque por momentos podía caer en lo
puramente efectista, el Iñárritu de aquellos tiempos justificaba artísticamente
el brío, los movimientos de cámara, la pirotecnia visual, todo quedaba
integrado en el conjunto. Tras la estrepitosa ruptura del tándem en que uno se
presentaba como guionista y el otro como director (aunque se cuenta que fue
precisamente la autoría de Babel -a
quién se debía qué, cómo se figura en los créditos- la que provocó el
distanciamiento definitivo), Iñárritu optó por una narración más lineal en la
que lo importante fuese cómo se contaba la historia, en que su personalidad
destacase y brillase por encima de lo más, en la búsqueda del alarde continuo
que enardeciese a la platea y, sobre todo, lograse el aplauso de la crítica,
perdiendo la autenticidad en aras de un esfuerzo técnico que ahoga la fluidez del
relato, subraya cada imagen, recarga la puesta en escena y se empeña en mostrar
el truco y en que éste se note más allá de lo meramente cinematográfico, es
decir, de lo que se ve en la pantalla.
Tras la estomagante Biutiful (2010) y la falsaria Birdman
o (La inesperada virtud de la ignorancia) (2014) -citar su título completo
ya deja claro lo pretencioso de la propuesta-, Iñárritu ha rodado una odisea
que, a fuerza de acumular, pierde matices, aristas, capacidad para sorprender,
todo es excesivo desde el primer momento y se recrea en ello, alarga hasta la
extenuación lo que sería impactante en dosis más pequeñas, fatigando no por lo
que los personajes sufren sino por forzar al público sin comedimiento ni
elegancia, sin sentido épico ni del humor, por recargar más allá del barroco (e
incluso del rococó), por impregnar de su inmenso e inagotable ego cada plano,
por cercenar las múltiples posibilidades del material (y de los intérpretes)
para dejar clara su supuesta grandeza (esa que la Academia ha equiparado a la
de John Ford y Joseph L. Mankiewicz al hacerle igualar la hazaña de obtener el
Oscar a la mejor dirección dos años consecutivos), la que también se supone es
gloria para el cine mexicano, cuando este país jamás ha obtenido una estatuilla
en la categoría de película de lengua no inglesa y tanto él como Alfonso Cuarón
por Gravity (2013) (por mucho que
este título entusiasme al que esto escribe, los hechos son los hechos) han
obtenido sus galardones por productos estadounidenses -ni tan siquiera
coproducciones-. Que una y cien veces se recuerde el indudable infierno sufrido
durante el rodaje (en parte por su afán de traspasar cualquier límite), que se
hable más sobre lo que pesaba la piel de oso que arrastra Leonardo DiCaprio,
que lo importante y plausible parezca el hecho de las temperaturas extremas que
se alcanzaron en algunos momentos o de la nieve que se fundió obligando al
equipo a cambiar de hemisferio para completar el filme, todas estas anécdotas
que tanto divierten e interesan a los curiosos, a los historiadores, al que
quiere saber algo más sobre una película no deben interferir ni condicionar lo
que uno experimenta o considera. Habrá quien traiga ahora a colación Apocalypse Now (1979), cuando la comparación
aún deja más a las claras la prioridad de Iñárritu, puesto que cuando uno se
sumerge en el delirio pergeñado por Francis Ford Coppola se olvida de todo lo
sabido, no hace falta conocer lo que sólo puede ser calificado como epopeya
vivida durante el proceloso y titánico rodaje para admirarse y dejarse
arrastrar por la intensidad y vibraciones que desprenden sus fotogramas,
mientras que El renacido no deja de
forzar la maquinaria sin dejar que cada uno viva su propio proceso. De ahí que
la tantas veces ensalzada secuencia del ataque del oso (portentosa
especialmente en los momentos en que la cámara se queda quieta) quede al final
un tanto diluida porque a cada rato se ofrece otra que pretende ser tan o más
impactante lo que provoca una cierta ansiedad por extenuación, porque se
fagocitan emociones, se impide que los actores sean algo más que arquetipos,
meros presencias, volúmenes con los que jugar, y en ese sentido el peor parado
es Leonardo DiCaprio, precisamente en el momento en que la Academia ha decidido
olvidar su resquemor y considerarle el estupendo intérprete que es; tras ser
ninguneado por su magnífica creación en Infiltrados
(2006) o su estremecedor recital en Revolutionary
Road (2008), el Oscar ha llegado a sus manos por el indudable desgaste
físico, por el esfuerzo, por la apariencia, por el envoltorio, por lo
ostentoso, por lo externo, por el suflé que es Iñárritu, la vacuidad en estado
puro a la que algunos consideran estilo.
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