sábado, 5 de marzo de 2016

"EL RENACIDO": VENDIENDO LA PIEL DEL OSO





TÍTULO ORIGINAL: The Revenant DIRECCIÓN: Alejandro G. Iñárritu GUIÓN: Mark L. Smith, Alejandro G. Iñárritu (basado en parte en la novela The Revenant: A Novel of Revenge de Michael Punke) MÚSICA: Alva Noto, Ryuichi Sakamoto FOTOGRAFÍA: Emmanuel Lubezki MONTAJE: Stephen Mirrione REPARTO: Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Will Poulter, Forrest Goodluck, Paul Anderson

   Permítase la digresión inicial y que se tome el rábano por las hojas para paliar, con el grano de arena que el que suscribe puede aportar, la prácticamente nula atención que se prestó a un título que hubiese merecido mejor suerte: Deuda de honor (2014), el segundo largometraje dirigido por Tommy Lee Jones estrenado en cines, obra compacta, con aliento épico tomado de los clásicos, un prodigio de sequedad y economía narrativa que golpeaba al espectador sin concesiones ni truculencias, sin énfasis ni pretensiones artísticas (las que sí lastraban su por el contrario laureado y encomiado debut en esas lides, la plúmbea y alambicada Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005), tal vez beneficiada del excesivo prestigio otorgado al a ratos interesante -y apasionante- escritor Guillermo Arriaga, prisionero de sus hallazgos y sus reiteraciones). Un filme que, con una secuencia breve, sustentada por una Hilary Swank que volvía a dejar clara su categoría actoral (esa que, por desgracia, podríamos definir como guadianesca pero que cuando encuentra el cauce adecuado resulta incontestable), sabía estremecer, remover, aterrorizar, helar la sangre en las venas porque el frío, el hambre, las calamidades, la reducción de una persona a su estado más primitivo y salvaje, el instinto de supervivencia teñido de pánico aparecía expresado sin artificios, sin manierismos, sin virtuosismos, con un naturalismo desbordante y lacerante, sólo con una actriz (que, precisamente por todo ello, podía lucirse como tal, sin necesidad de glorificar o subrayar el esfuerzo físico) que husmeaba entre la nieve buscando alguna raíz que rumiar y acallar los embates de su cuerpo reclamando un mínimo alimento. De ese modo habíamos vivido el laberinto mental, el errar físico y anímico, el goce de la comunión con la naturaleza y lo implacable de su acción cuando se vuelve hostil, cuando trata al ser humano como intruso, como depredador que destruye y no sabe convivir y complementar, había tiempo para las luces y las sombras en ese prodigio que alumbró el talento de Sydney Pollack y que conocemos como Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), un filme en que el escenario se nos muestra como un auténtico personaje que expresa sus sentimientos, testigo sabiamente recogido de la grandeza y hondura de un maestro que lo sigue siendo precisamente porque, como él mismo se presentó, sólo se preocupó por hacer “películas del Oeste” aunque fuesen mucho más, hablamos, por supuesto, del irrepetible John Ford de, por ejemplo, Centauros del desierto (1956) -han sido otros los que han nombrado primero y en vano al magnífico tuerto para alabar El renacido y, para colmo, la Academia ha refrendado este vínculo, como veremos a continuación-.
   Comenzar como se ha hecho para abordar un breve análisis de la nueva película de Alejandro G. Iñárritu (que es como firma ahora: reduciendo su primer apellido a la inicial) no es tan peregrino como pueda pensarse, puesto que hay mucho de Guillermo Arriaga (el laureado guionista de la ópera prima cinematográfica de Tommy Lee Jones) en la creación y desarrollo de la figura que hoy es (dicho sin tono peyorativo pero tampoco glorificador) el mexicano afincado en Hollywood, aquella manera de narrar como a hachazos, rompiendo la cronología en mil pedazos, jugando con el tiempo, uniendo piezas inconexas y muy lejanas como si las unas fuesen sucesión de las otras, utilizando una estructura de puzle que a ratos funcionaba a la perfección pero que en otras terminaba por convertirse en lo meramente importante, en lo que se quería destacar, en lo que se narraba más allá del contenido, en desperdiciar la sorpresa, en rizar el rizo por encima de la propia historia (y así, por ejemplo, la ópera prima de Arriaga como director, Lejos de la tierra quemada (2008), era fácilmente desmontable por el espectador conocedor de su obra anterior, en realidad toda pivota en torno al mismo recurso, previsible y muchas veces innecesario). Pero tanto Amores perros (2000) como 21 gramos (2003) e incluso Babel (2006), con ser la más irregular dentro de la trilogía debida al trabajo conjunto de Arriaga e Iñárritu, tenían tiempo para el reposo, para lo sutil, para espacios en los que oxigenarse (o asfixiarse como en el espeluznante y espléndido tramo central del primer filme citado, narrado con la mesura necesaria para crear una atmósfera irrespirable, una opresión que se aposentaba en el estómago del espectador llevándole hasta el pánico sólo a través de lo que se sugería), los momentos trepidantes, incontrolables o furiosos tenían un contraste en aquellos en que el ritmo se hacía más cadencioso, incluso se detenía (¡Cómo olvidar esa secuencia en que una impresionante Adriana Barraza vaga por el desierto de California!), aunque la querencia por lo excesivo era palpable, aunque por momentos podía caer en lo puramente efectista, el Iñárritu de aquellos tiempos justificaba artísticamente el brío, los movimientos de cámara, la pirotecnia visual, todo quedaba integrado en el conjunto. Tras la estrepitosa ruptura del tándem en que uno se presentaba como guionista y el otro como director (aunque se cuenta que fue precisamente la autoría de Babel -a quién se debía qué, cómo se figura en los créditos- la que provocó el distanciamiento definitivo), Iñárritu optó por una narración más lineal en la que lo importante fuese cómo se contaba la historia, en que su personalidad destacase y brillase por encima de lo más, en la búsqueda del alarde continuo que enardeciese a la platea y, sobre todo, lograse el aplauso de la crítica, perdiendo la autenticidad en aras de un esfuerzo técnico que ahoga la fluidez del relato, subraya cada imagen, recarga la puesta en escena y se empeña en mostrar el truco y en que éste se note más allá de lo meramente cinematográfico, es decir, de lo que se ve en la pantalla.
   Tras la estomagante Biutiful (2010) y la falsaria Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (2014) -citar su título completo ya deja claro lo pretencioso de la propuesta-, Iñárritu ha rodado una odisea que, a fuerza de acumular, pierde matices, aristas, capacidad para sorprender, todo es excesivo desde el primer momento y se recrea en ello, alarga hasta la extenuación lo que sería impactante en dosis más pequeñas, fatigando no por lo que los personajes sufren sino por forzar al público sin comedimiento ni elegancia, sin sentido épico ni del humor, por recargar más allá del barroco (e incluso del rococó), por impregnar de su inmenso e inagotable ego cada plano, por cercenar las múltiples posibilidades del material (y de los intérpretes) para dejar clara su supuesta grandeza (esa que la Academia ha equiparado a la de John Ford y Joseph L. Mankiewicz al hacerle igualar la hazaña de obtener el Oscar a la mejor dirección dos años consecutivos), la que también se supone es gloria para el cine mexicano, cuando este país jamás ha obtenido una estatuilla en la categoría de película de lengua no inglesa y tanto él como Alfonso Cuarón por Gravity (2013) (por mucho que este título entusiasme al que esto escribe, los hechos son los hechos) han obtenido sus galardones por productos estadounidenses -ni tan siquiera coproducciones-. Que una y cien veces se recuerde el indudable infierno sufrido durante el rodaje (en parte por su afán de traspasar cualquier límite), que se hable más sobre lo que pesaba la piel de oso que arrastra Leonardo DiCaprio, que lo importante y plausible parezca el hecho de las temperaturas extremas que se alcanzaron en algunos momentos o de la nieve que se fundió obligando al equipo a cambiar de hemisferio para completar el filme, todas estas anécdotas que tanto divierten e interesan a los curiosos, a los historiadores, al que quiere saber algo más sobre una película no deben interferir ni condicionar lo que uno experimenta o considera. Habrá quien traiga ahora a colación Apocalypse Now (1979), cuando la comparación aún deja más a las claras la prioridad de Iñárritu, puesto que cuando uno se sumerge en el delirio pergeñado por Francis Ford Coppola se olvida de todo lo sabido, no hace falta conocer lo que sólo puede ser calificado como epopeya vivida durante el proceloso y titánico rodaje para admirarse y dejarse arrastrar por la intensidad y vibraciones que desprenden sus fotogramas, mientras que El renacido no deja de forzar la maquinaria sin dejar que cada uno viva su propio proceso. De ahí que la tantas veces ensalzada secuencia del ataque del oso (portentosa especialmente en los momentos en que la cámara se queda quieta) quede al final un tanto diluida porque a cada rato se ofrece otra que pretende ser tan o más impactante lo que provoca una cierta ansiedad por extenuación, porque se fagocitan emociones, se impide que los actores sean algo más que arquetipos, meros presencias, volúmenes con los que jugar, y en ese sentido el peor parado es Leonardo DiCaprio, precisamente en el momento en que la Academia ha decidido olvidar su resquemor y considerarle el estupendo intérprete que es; tras ser ninguneado por su magnífica creación en Infiltrados (2006) o su estremecedor recital en Revolutionary Road (2008), el Oscar ha llegado a sus manos por el indudable desgaste físico, por el esfuerzo, por la apariencia, por el envoltorio, por lo ostentoso, por lo externo, por el suflé que es Iñárritu, la vacuidad en estado puro a la que algunos consideran estilo.

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