sábado, 16 de abril de 2016

"CAROL": EXQUISITEZ EMOCIONANTE





TÍTULO ORIGINAL: Carol DIRECCIÓN: Todd Haynes GUIÓN: Phyllis Nagy (basado en la novela homónina de Patricia Highsmith) MÚSICA: Carter Burwell FOTOGRAFÍA: Edward Lachman MONTAJE: Affonso Gonçalves REPARTO: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson, Kyle Chandler, John Magaro, Jake Lacy

   Hay obras de arte con las que uno establece una conexión inmediata y que se percibe duradera, imprescindible e inquebrantable ya desde el primer momento, películas (puesto que eso es lo que nos convoca, concretemos) que nos inundan, nos invaden, se apoderan de nosotros desde la primera secuencia, que nos llegan muy adentro (sea por la razón que sea) desde los títulos de crédito, que nos atrapan y cautivan antes de haberse hecho realidad en un visionado completo, que se transforman en parte fundamental de nuestro bagaje como espectadores, que adquieren la categoría de favoritas sin discusión, que nos parecen “de toda la vida” (y lo son para siempre) aunque sólo haga minutos que terminó la proyección, en realidad es una sensación que se ha instalado en nosotros durante la misma y que no ha hecho sino materializarse y afianzarse según hemos consumido fotogramas (aunque ya no existan como tales -uno es antiguo y nostálgico por elección-). Puede ser que este éxtasis, esta revelación, esta realidad (acepta muchas definiciones, cada cual tendrá la suya, pero el que la ha experimentado la reconoce e identifica como similar a la propia por mucho que sea algo muy personal y profundo -y, si se quiere, intransferible, pero sí comparable, equiparable, melliza de la de otros-), puede ser que esta emoción haya estado precedida por las buenas expectativas provocadas por un proyecto, por unos creadores, por unos nombres a las que se rinde culto y se tributa respeto y admiración o que el factor sorpresa haya tenido mucho que ver con ese a modo de epifanía estremecedor e inapelable que nos transforma y enriquece (lamento que a alguien pueda sonarle cursi o exagerado o incluso estúpido, tal vez es que nunca se ha dejado conmover por el arte, tal vez ha adormecido su sensibilidad -quiero creer que todo el mundo la posee en mayor o menor grado, aunque haya quien se empeñe en demostrar lo contrario-), sea como sea, como bien dijo Lope de Vega, “el que lo probó, lo sabe”, y cada uno lleva grabado con tinta indeleble el momento en que aquello le sucedió con, por ejemplo, Matar un ruiseñor (1962), El color púrpura (1985), Cuando vuelvas a mi lado (1999) o Volver (2006).
   En el caso de Carol, las expectativas estaban en lo alto por muchas razones, pero precisamente ese detalle (nada baladí) iba haciendo que el miedo a la decepción se agrandase e incluso atenazase el ánimo en el momento de, por fin, ocupar una butaca frente a la pantalla para conocer el nuevo trabajo de Todd Haynes, nombre que por sí sólo ya justificaba que se esperase la película con tantos impaciencia y anhelo. El cineasta californiano se había revelado como el único relevo posible para nombres señeros e indiscutibles del melodrama (aunque lo suyo trasciende el género, ahora lo veremos, es cierto que no oculta ni disimula su predilección por el mismo, un terreno muy pantanoso del que pocos salen airosos -algo que incluso sucedía en la época clásica y esplendorosa del mismo-, bien porque tanto se empeñan en evitarlo que pierden pie desde el principio, bien por trivializarlo o exagerarlo reduciéndolo a sus elementos más artificiosos y esquemáticos), Haynes había sido considerado con toda justicia el heredero del grandioso Douglas Sirk gracias a ese título a contracorriente conocido como Lejos del cielo (2002), toda una gratísima sorpresa, un regalo para los sentidos (aunque con un guión que a ratos se desinflaba), una obra inesperada en el artífice de títulos tan alejados de esas estética y sensibilidad como Safe (1995) y Velvet Goldmine (1998) (aunque el hecho de debutar en la dirección de largometrajes inspirándose en el mundo de Jean Genet -Posion (1991)- era toda una declaración de intenciones en el sentido de hacer en cada momento lo que le apeteciese, motivase e interesara). Sin negar, como decíamos, su claro referente, homenajeándole con delectación y rendición, Haynes imprimía a sus imágenes una fuerza sutil y transgresora que transformaba lo que hubiera podido ser un meritorio ejercicio de mimetismo en una perfecta simbiosis entre el melodrama elegante, arrebatado y sin concesiones de Sirk y una manera de hacerlo cercano, absolutamente contemporáneo, sin manipular su esencia, respetando su tono, magnificando su exquisitez, calzándose como un guante la suntuosidad propia del maestro de origen alemán y añadiendo su propio sello sin perturbar lo formal, logrando una mixtura en la que resultaba imposible distinguir las partes, obrándose el milagro de que el conjunto, aun pudiendo pasar por un Sirk sin despertar sospechas entre los más entendidos y adoradores del mismo, tenía personalidad independiente precisamente por lo mucho que evocaba y se asemejaba al original del que se partía (no puede dejar de señalarse y aplaudir el aporte magistral que suponían la gloriosa interpretación de Julianne Moore, la primorosa dirección artística de Peter Rogness, la fastuosa fotografía de Edward Lachman y la envolvente partitura del imprescindible Elmer Bernstein en lo que fue su última composición para la gran pantalla, elementos sin los cuales la apuesta de Haynes no hubiese podido golpear ni entusiasmar del modo en lo que lo hizo). Con algunos de estos cómplices (por desgracia, Bernstein había fallecido, pero con la llegada de Carter Burwell al equipo la ausencia fue menos palpable) y, como viene demostrando en los últimos años, encontrando a la única intérprete posible para echar sobre sus hombros todo el peso dramático, para que su rostro guíe y despierte las diferentes emociones que el espectador va a ir experimentando, para que horade en los sentimientos de su personaje y lo encarne hasta la médula, sin fisuras, con una contención bien medida y nada esforzada que romperá los diques sólo cuando sea necesario (en este caso, hablamos de una Kate Winslet estremecedora, que arrasa e impacta, que obnubila y deja ojiplático), reuniendo estos y otros elementos, Todd Haynes regaló uno de los productos audiovisuales (da igual para qué consumo estuviese destinado, no importa el formato sino el resultado) más impresionantes y magistrales de los últimos años: Mildred Pierce (2011), adaptación de la novela de James M. Cain que en 1945 llevase a la gran pantalla Michael Curtiz y valiese un Oscar a una Joan Crawford que pocas veces alcanzó la brillantez aquí lograda.
   Por lo tanto, era una gratísima noticia que Haynes regresase con su nuevo proyecto a épocas pasadas, en concreto a los años 50 del siglo XX -los mismos que recreó en Lejos del cielo-, y más que lo hiciese adaptando a una de las escritoras más perturbadoras y emocionantes que la centuria anterior haya alumbrado, escogiendo su novela más personal, la que publicó bajo seudónimo, la que socavaba con más ahínco la hipocresía de la sociedad de la época, la que taladraba los cimientos de lo que algunos se empeñaban en proclamar e imponer como normas de comportamiento, la que sacaba a la luz los dramas ocultos bajo las fachadas de respetabilidad y comportamientos ajustados a lo que se consideraban buenas costumbres, la novela que narraba el auténtico despertar sexual de la autora, joven empleada en unos grandes almacenes que se enamora de una mujer casada prisionera de un matrimonio que debe mantener las apariencias y no dar escándalo. Carol (aunque publicada y aún hoy en día conocida como El precio de la sal, ese es el título que Highsmith escogió cuando aceptó firmarla con su nombre 37 años después de su aparición) es una novela rompedora al hablar de la homosexualidad sin tapujos, evitando al mismo tiempo que su posible rencor, su miedo, su rebeldía, alteren el ritmo pausado de la narración, consiguiendo su transgresión más profunda al huir del drama desgarrador, al defender y explicar cómo dos personas del mismo sexo pueden cimentar y disfrutar una relación sin que el desprecio, los insultos, la intolerancia de los otros les afecten, resultando más combativa y activista al eludir el enfrentamiento directo, la provocación más burda, los estereotipos reduccionistas que incluso hoy en día siguen lastrando muchas de las creaciones que abordan este asunto de una manera u otra, manejando, como es seña de identidad en la autora, la ambigüedad de comportamientos, los lugares más recónditos del alma, los múltiples significados que una frase anodina o una rutina pueden tener para los que la reciben u observan. La guionista Phyllis Nagy -quien sólo tenía en su haber, como escritora y directora, una olvidable y lastimosa película para televisión llamada Mrs. Harris (2005)- ha sabido respetar la opresión latente que vibra en cada página de Carol, dotándola de ese halo de misterio e inquietud que tan caro le es a la autora, variando la estructura original para acercarla al cine negro, contando la historia como un gran flashback, sembrando dudas a la vez que ofrece certezas, provocándonos preguntas que ya surgían durante la lectura pero abordándolas y tratándolas de manera diferente, respetando la cadencia de la prosa de Highsmith, adecuándose a la manera en que Todd Haynes pasea su cámara por rostros y lugares, siendo la columna vertebral perfecta para que el cineasta levante un nuevo edificio que es un portento de buen gusto, elegancia y magnificencia, en que los años 50 cobran vida con precisión y verosimilitud, donde cada color tiene un porqué, donde ningún elemento está de más, donde el preciosismo y la exquisitez están al servicio de lo que se narra, donde hay tiempo para admirarse con la apabullante dirección artística de Jesse Rosenthal (una novedad en el equipo técnico habitual, confiemos en que se convierta en asiduo), con la acariciante fotografía de Edward Lachman, con el preciso (y precioso) montaje de Affonso Gonçalves, con la soberbia partitura de Carter Burwell, pero sin que ningún elemento fagocite a los demás o provoque distracciones porque, de nuevo, Todd Haynes hace encajar cada pieza con suma facilidad, produciendo en el espectador un bienestar y una admiración que no dejan de crecer durante toda la proyección, trabajando las corrientes subterráneas, inquietando, conmoviendo, indignando, removiendo, provocando con honestidad, haciendo partícipe al espectador (y no imponiéndole y forzándole con brío impostado, exagerando un supuesto estilo, dejando al descubierto todo el artificio porque lo que importa es que se note lo que aquello ha costado).
   El colofón, el remate, las últimas palabras han de ser, necesariamente, para las intérpretes que actúan como vigas maestras, como muros de carga, las que, sin aspavientos ni morisquetas, sin grandilocuencias ni desafueros, dotan al filme de emociones, de pasiones, de humanidad, de verdad, de vida (sin olvidarnos de esa espléndida roba planos llamada Sarah Paulson, quien está pidiendo a gritos un protagonista que la merezca): poco hay que no se haya dicho sobre Cate Blanchett, actriz con aura y aureola propias (uno puede dar fe de ello al haber tenido el honor de compartir conversación durante unos minutos y percibir el halo que desprende) que sabe ajustárselas a cada personaje, transformándose sin necesidad de maquillajes exorbitantes o caracterizaciones estrambóticas, dejando pequeñas las palabras “elegante”, “exquisita”, “distinguida” y otros términos que puedan utilizarse (o que hayamos utilizado para encomiar a Haynes, puesto que estaban destinados a encontrarse en un producto de este tipo -ya habían trabajado juntos en aquella rareza conocida como I´m Not There (2007), en la que Blanchett salía todo lo airosa que podía de la extravagancia que la rodeaba-). Que Rooney Mara sea capaz de no quedar opacada ante semejante despliegue ya es mucho, pero es que además está tan maravillosa como su compañera en un rol endiablado y muy poco agradecido, puesto que todo debe suceder a su alrededor, incluso con ella en el epicentro, sin que aparentemente nada le afecte, su trabajo parece reducirse a unas cuantas miradas, a ocupar un lugar, a llenar un espacio, pero sin la sensibilidad que despliega, sin la fragilidad que ofrece, sin su sutil pero inapelable transformación anímica, la película no alcanzaría las cotas excelsas a las que llega. Todd Haynes confía en sus actrices, no hay duda, su materia prima más básica son esos rostros capaces de dibujar sentimientos con apenas un parpadeo, una sonrisa, un sonrojo, un enarcar de cejas, pero en ocasiones aleja su cámara para atraparlas en lo que las rodea, para que las sintamos empequeñecidas por todos los obstáculos que han de superar, a punto de ser aplastadas, para que el peso que soportan se materialice, para que aún comprendamos mejor sus silencios, sus incoherencias, sus titubeos, lo que no hace falta contar, lo que queda claramente explicado, tanto dolor, tanto amor cerceando, tanto corazón avasallado, tanta injusticia sufrida, tanto delito amparado por los biempensantes, por los alienados, por los que necesitan un guión escrito por otros para vulgarizar la vida (y controlar la de los demás).

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