TÍTULO ORIGINAL: Carol DIRECCIÓN:
Todd Haynes GUIÓN: Phyllis Nagy (basado en la novela homónina de Patricia
Highsmith) MÚSICA: Carter Burwell FOTOGRAFÍA: Edward Lachman MONTAJE: Affonso
Gonçalves REPARTO: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson, Kyle Chandler,
John Magaro, Jake Lacy
Hay obras de arte con las que uno establece una conexión inmediata y que
se percibe duradera, imprescindible e inquebrantable ya desde el primer
momento, películas (puesto que eso es lo que nos convoca, concretemos) que nos
inundan, nos invaden, se apoderan de nosotros desde la primera secuencia, que
nos llegan muy adentro (sea por la razón que sea) desde los títulos de crédito,
que nos atrapan y cautivan antes de haberse hecho realidad en un visionado
completo, que se transforman en parte fundamental de nuestro bagaje como
espectadores, que adquieren la categoría de favoritas sin discusión, que nos
parecen “de toda la vida” (y lo son para siempre) aunque sólo haga minutos que
terminó la proyección, en realidad es una sensación que se ha instalado en
nosotros durante la misma y que no ha hecho sino materializarse y afianzarse
según hemos consumido fotogramas (aunque ya no existan como tales -uno es
antiguo y nostálgico por elección-). Puede ser que este éxtasis, esta revelación,
esta realidad (acepta muchas definiciones, cada cual tendrá la suya, pero el
que la ha experimentado la reconoce e identifica como similar a la propia por
mucho que sea algo muy personal y profundo -y, si se quiere, intransferible,
pero sí comparable, equiparable, melliza de la de otros-), puede ser que esta
emoción haya estado precedida por las buenas expectativas provocadas por un
proyecto, por unos creadores, por unos nombres a las que se rinde culto y se
tributa respeto y admiración o que el factor sorpresa haya tenido mucho que ver
con ese a modo de epifanía estremecedor e inapelable que nos transforma y
enriquece (lamento que a alguien pueda sonarle cursi o exagerado o incluso
estúpido, tal vez es que nunca se ha dejado conmover por el arte, tal vez ha
adormecido su sensibilidad -quiero creer que todo el mundo la posee en mayor o
menor grado, aunque haya quien se empeñe en demostrar lo contrario-), sea como
sea, como bien dijo Lope de Vega, “el que lo probó, lo sabe”, y cada uno lleva
grabado con tinta indeleble el momento en que aquello le sucedió con, por
ejemplo, Matar un ruiseñor (1962), El color púrpura (1985), Cuando vuelvas a mi lado (1999) o Volver (2006).
En el caso de Carol, las
expectativas estaban en lo alto por muchas razones, pero precisamente ese
detalle (nada baladí) iba haciendo que el miedo a la decepción se agrandase e
incluso atenazase el ánimo en el momento de, por fin, ocupar una butaca frente
a la pantalla para conocer el nuevo trabajo de Todd Haynes, nombre que por sí
sólo ya justificaba que se esperase la película con tantos impaciencia y
anhelo. El cineasta californiano se había revelado como el único relevo posible
para nombres señeros e indiscutibles del melodrama (aunque lo suyo trasciende
el género, ahora lo veremos, es cierto que no oculta ni disimula su
predilección por el mismo, un terreno muy pantanoso del que pocos salen airosos
-algo que incluso sucedía en la época clásica y esplendorosa del mismo-, bien
porque tanto se empeñan en evitarlo que pierden pie desde el principio, bien
por trivializarlo o exagerarlo reduciéndolo a sus elementos más artificiosos y
esquemáticos), Haynes había sido considerado con toda justicia el heredero del
grandioso Douglas Sirk gracias a ese título a contracorriente conocido como Lejos del cielo (2002), toda una
gratísima sorpresa, un regalo para los sentidos (aunque con un guión que a
ratos se desinflaba), una obra inesperada en el artífice de títulos tan
alejados de esas estética y sensibilidad como Safe (1995) y Velvet Goldmine
(1998) (aunque el hecho de debutar en la dirección de largometrajes
inspirándose en el mundo de Jean Genet -Posion
(1991)- era toda una declaración de intenciones en el sentido de hacer en
cada momento lo que le apeteciese, motivase e interesara). Sin negar, como
decíamos, su claro referente, homenajeándole con delectación y rendición,
Haynes imprimía a sus imágenes una fuerza sutil y transgresora que transformaba
lo que hubiera podido ser un meritorio ejercicio de mimetismo en una perfecta
simbiosis entre el melodrama elegante, arrebatado y sin concesiones de Sirk y
una manera de hacerlo cercano, absolutamente contemporáneo, sin manipular su
esencia, respetando su tono, magnificando su exquisitez, calzándose como un guante
la suntuosidad propia del maestro de origen alemán y añadiendo su propio sello
sin perturbar lo formal, logrando una mixtura en la que resultaba imposible
distinguir las partes, obrándose el milagro de que el conjunto, aun pudiendo
pasar por un Sirk sin despertar sospechas entre los más entendidos y adoradores
del mismo, tenía personalidad independiente precisamente por lo mucho que
evocaba y se asemejaba al original del que se partía (no puede dejar de
señalarse y aplaudir el aporte magistral que suponían la gloriosa
interpretación de Julianne Moore, la primorosa dirección artística de Peter
Rogness, la fastuosa fotografía de Edward Lachman y la envolvente partitura del
imprescindible Elmer Bernstein en lo que fue su última composición para la gran
pantalla, elementos sin los cuales la apuesta de Haynes no hubiese podido
golpear ni entusiasmar del modo en lo que lo hizo). Con algunos de estos
cómplices (por desgracia, Bernstein había fallecido, pero con la llegada de
Carter Burwell al equipo la ausencia fue menos palpable) y, como viene
demostrando en los últimos años, encontrando a la única intérprete posible para
echar sobre sus hombros todo el peso dramático, para que su rostro guíe y
despierte las diferentes emociones que el espectador va a ir experimentando,
para que horade en los sentimientos de su personaje y lo encarne hasta la
médula, sin fisuras, con una contención bien medida y nada esforzada que
romperá los diques sólo cuando sea necesario (en este caso, hablamos de una
Kate Winslet estremecedora, que arrasa e impacta, que obnubila y deja
ojiplático), reuniendo estos y otros elementos, Todd Haynes regaló uno de los
productos audiovisuales (da igual para qué consumo estuviese destinado, no
importa el formato sino el resultado) más impresionantes y magistrales de los
últimos años: Mildred Pierce (2011),
adaptación de la novela de James M. Cain que en 1945 llevase a la gran pantalla
Michael Curtiz y valiese un Oscar a una Joan Crawford que pocas veces alcanzó
la brillantez aquí lograda.
Por lo tanto, era una gratísima noticia que Haynes regresase con su
nuevo proyecto a épocas pasadas, en concreto a los años 50 del siglo XX -los
mismos que recreó en Lejos del cielo-,
y más que lo hiciese adaptando a una de las escritoras más perturbadoras y
emocionantes que la centuria anterior haya alumbrado, escogiendo su novela más
personal, la que publicó bajo seudónimo, la que socavaba con más ahínco la
hipocresía de la sociedad de la época, la que taladraba los cimientos de lo que
algunos se empeñaban en proclamar e imponer como normas de comportamiento, la
que sacaba a la luz los dramas ocultos bajo las fachadas de respetabilidad y
comportamientos ajustados a lo que se consideraban buenas costumbres, la novela
que narraba el auténtico despertar sexual de la autora, joven empleada en unos
grandes almacenes que se enamora de una mujer casada prisionera de un
matrimonio que debe mantener las apariencias y no dar escándalo. Carol (aunque publicada y aún hoy en día
conocida como El precio de la sal,
ese es el título que Highsmith escogió cuando aceptó firmarla con su nombre 37
años después de su aparición) es una novela rompedora al hablar de la
homosexualidad sin tapujos, evitando al mismo tiempo que su posible rencor, su
miedo, su rebeldía, alteren el ritmo pausado de la narración, consiguiendo su
transgresión más profunda al huir del drama desgarrador, al defender y explicar
cómo dos personas del mismo sexo pueden cimentar y disfrutar una relación sin
que el desprecio, los insultos, la intolerancia de los otros les afecten, resultando
más combativa y activista al eludir el enfrentamiento directo, la provocación
más burda, los estereotipos reduccionistas que incluso hoy en día siguen
lastrando muchas de las creaciones que abordan este asunto de una manera u
otra, manejando, como es seña de identidad en la autora, la ambigüedad de
comportamientos, los lugares más recónditos del alma, los múltiples
significados que una frase anodina o una rutina pueden tener para los que la
reciben u observan. La guionista Phyllis Nagy -quien sólo tenía en su haber,
como escritora y directora, una olvidable y lastimosa película para televisión
llamada Mrs. Harris (2005)- ha sabido
respetar la opresión latente que vibra en cada página de Carol, dotándola de ese halo de misterio e inquietud que tan caro
le es a la autora, variando la estructura original para acercarla al cine
negro, contando la historia como un gran flashback, sembrando dudas a la vez
que ofrece certezas, provocándonos preguntas que ya surgían durante la lectura
pero abordándolas y tratándolas de manera diferente, respetando la cadencia de
la prosa de Highsmith, adecuándose a la manera en que Todd Haynes pasea su
cámara por rostros y lugares, siendo la columna vertebral perfecta para que el
cineasta levante un nuevo edificio que es un portento de buen gusto, elegancia
y magnificencia, en que los años 50 cobran vida con precisión y verosimilitud,
donde cada color tiene un porqué, donde ningún elemento está de más, donde el
preciosismo y la exquisitez están al servicio de lo que se narra, donde hay
tiempo para admirarse con la apabullante dirección artística de Jesse Rosenthal
(una novedad en el equipo técnico habitual, confiemos en que se convierta en
asiduo), con la acariciante fotografía de Edward Lachman, con el preciso (y
precioso) montaje de Affonso Gonçalves, con la soberbia partitura de Carter Burwell,
pero sin que ningún elemento fagocite a los demás o provoque distracciones
porque, de nuevo, Todd Haynes hace encajar cada pieza con suma facilidad,
produciendo en el espectador un bienestar y una admiración que no dejan de
crecer durante toda la proyección, trabajando las corrientes subterráneas, inquietando,
conmoviendo, indignando, removiendo, provocando con honestidad, haciendo
partícipe al espectador (y no imponiéndole y forzándole con brío impostado, exagerando
un supuesto estilo, dejando al descubierto todo el artificio porque lo que
importa es que se note lo que aquello ha costado).
El colofón, el remate, las últimas palabras han de ser, necesariamente,
para las intérpretes que actúan como vigas maestras, como muros de carga, las que,
sin aspavientos ni morisquetas, sin grandilocuencias ni desafueros, dotan al
filme de emociones, de pasiones, de humanidad, de verdad, de vida (sin
olvidarnos de esa espléndida roba planos llamada Sarah Paulson, quien está
pidiendo a gritos un protagonista que la merezca): poco hay que no se haya
dicho sobre Cate Blanchett, actriz con aura y aureola propias (uno puede dar fe
de ello al haber tenido el honor de compartir conversación durante unos minutos
y percibir el halo que desprende) que sabe ajustárselas a cada personaje,
transformándose sin necesidad de maquillajes exorbitantes o caracterizaciones estrambóticas,
dejando pequeñas las palabras “elegante”, “exquisita”, “distinguida” y otros
términos que puedan utilizarse (o que hayamos utilizado para encomiar a Haynes,
puesto que estaban destinados a encontrarse en un producto de este tipo -ya
habían trabajado juntos en aquella rareza conocida como I´m Not There (2007), en la que Blanchett salía todo lo airosa que
podía de la extravagancia que la rodeaba-). Que Rooney Mara sea capaz de no
quedar opacada ante semejante despliegue ya es mucho, pero es que además está
tan maravillosa como su compañera en un rol endiablado y muy poco agradecido,
puesto que todo debe suceder a su alrededor, incluso con ella en el epicentro,
sin que aparentemente nada le afecte, su trabajo parece reducirse a unas
cuantas miradas, a ocupar un lugar, a llenar un espacio, pero sin la
sensibilidad que despliega, sin la fragilidad que ofrece, sin su sutil pero
inapelable transformación anímica, la película no alcanzaría las cotas excelsas
a las que llega. Todd Haynes confía en sus actrices, no hay duda, su materia
prima más básica son esos rostros capaces de dibujar sentimientos con apenas un
parpadeo, una sonrisa, un sonrojo, un enarcar de cejas, pero en ocasiones aleja
su cámara para atraparlas en lo que las rodea, para que las sintamos
empequeñecidas por todos los obstáculos que han de superar, a punto de ser
aplastadas, para que el peso que soportan se materialice, para que aún
comprendamos mejor sus silencios, sus incoherencias, sus titubeos, lo que no
hace falta contar, lo que queda claramente explicado, tanto dolor, tanto amor
cerceando, tanto corazón avasallado, tanta injusticia sufrida, tanto delito
amparado por los biempensantes, por los alienados, por los que necesitan un
guión escrito por otros para vulgarizar la vida (y controlar la de los demás).
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