lunes, 2 de mayo de 2016

"PRIMAVERA EN NORMANDÍA": MODELOS NARRATIVOS






TÍTULO ORIGINAL: Gemma Bovery DIRECCIÓN: Anne Fontaine GUIÓN: Pascal Bonitzer, Anne Fontaine (basado en la novela gráfica homónima de Posy Simmonds) MÚSICA: Bruno Coulais FOTOGRAFÍA: Christophe Beaucarne REPARTO: Fabrice Luchini, Gemma Arterton, Jason Flemyng, Isabelle Candelier, Niels Schneider, Mel Raido

   Puesto que, como tantas veces, hablaremos tanto o más de literatura que de cine, es lícito comenzar refiriéndonos al título que han endilgado en España a esta producción francesa, reflejo de la que se tiene en algunos despachos sobre el público, síntoma de la incultura (y del poco amor que hay por su contraria) que rige los destinos de aquello que debería ayudar a desterrarla. ¿Han pensado (aunque el uso de este verbo suponga conceder demasiado a los que demuestran no hacer uso del mismo) los encargados de tomar la decisión que lo de Gemma Bovery era demasiado para el vulgo? ¿Han creído que todos somos de su condición y que no pillaríamos el chiste, la referencia, la fuente de la que se bebe o, algo aún peor, han temido que remontarse a una novela de un tal Gustave Flaubert provocaría que los espectadores rehuyesen la película? Por un lado, en este mundo en que copiamos y pegamos frases, fotos, reflexiones porque nos resultan “bonitas”, en que amplificamos una inexactitud, un error, una mentira en tiempo récord, en que repetimos lo que alguien dijo antes (sin criterio, sin filtro, sin analizar, sin saber si es correcto), en que se habla mucho sobre lo que no se lee, no se ve, no se conoce (e incluso se alardea de ello, aunque los hay que con ese cacareo intentan fingir que sí lo han hecho -pero hay gente a la que se pilla en la impostura con apenas dos palabras-), ¿qué más da que casi nadie conozca a la Madame Bovary original?; por otro, hay muchas adaptaciones cinematográficas (una ciertamente popular, la que dirigió el maestro Minnelli con una inadecuada Jennifer Jones, versión con muchas licencias que mantiene intactas ciertas esencias y que es buena muestra del talante y brío de su director), en España no hace demasiado que pudo vérsela en el teatro en un montaje que tuvo cierta repercusión y una gira larga (con Ana Torrent en la piel de la inmortal creación de Flaubert), ¿de verdad buscaron otra opción porque sólo tres o cuatro (si es que fueron tan generosos) iban a captar de un vistazo lo que el autor ha pretendido con ese título que altera en un par de letras el nombre original? Y, ya puestos, quedándonos sólo en la historia, en lo que se narra, en lo que se ve en pantalla, ¿no se dieron cuenta de que las circunstancias se explican perfectamente, sin dar nada por sabido pero sin tomar a la audiencia por imbécil? No hace falta haber leído Madame Bovary, haberse maravillado con su prosa, haberse dejado arrastrar por ese torbellino de pasiones, haberse sentido cómplice de la pluma acerada de un autor que, como tantos de sus contemporáneos, plasmaba aquello que le era propio, lo que tenía muy cerca, lo que vivía o había vivido, puede uno llegar ante esta película sin haber leído ni media línea de la novela que se evoca y convoca (algo, por cierto, realmente insólito en su país de origen e incluso en España donde la espléndida traducción de Carmen Martín Gaite fue muy vendida) y comprender a la perfección lo que se cuenta, puesto que los guiños que se hacen no resultan herméticos, no responden a un código restringido, habrá quien capte las ironías o haga una doble lectura con suma facilidad, quien incluso anticipe alguno de los giros de la trama o vea venir el chiste antes de que se produzca, pero aquel para el que todo sea inédito no se perderá en el subtexto porque, como tal, no existe, lo esencial queda bien explicado.
   Primavera en Normandía, el título de marras, hace prever uno de esos filmes por los que tanto apego tienen en Francia y que suelen hacer las delicias de esa crítica elitista que reniega de cualquier producto que no puedan sancionar como “intelectual”, un canto bucólico y contemplativo a las satisfacciones de vivir lejos de la ciudad, un compendio de planos estáticos en los que recrear la vista, una sucesión de rutinas, tal vez diálogos cansinos e interminables un tempo lento e incluso inexistente (para algunos plasmar lo cotidiano, lo intrascendente, lo aburrido pasa por hacer lo propio con la audiencia, es decir, todo lo contrario a lo que consiguió Flaubert socavando los cimientos de una sociedad que sólo vivía para la apariencia y recibía cualquier mínima perturbación en la pretendida paz moral en que se imbuía con delectación, en las restricciones impuestas como buenas costumbres, en la repetición infatigable de trivialidades que llamaban vida, cualquier posible atisbo de salirse de la norma como una provocación en toda regla, como una revolución que había que sofocar antes de que incendiase los corazones de tantas víctimas aplastadas por el yugo de la corrección); por fortuna, Gemma Bovery es una comedia muy agradable con una perfecta dosificación de tonos para no despeñarse jamás por lo obvio y/o lo grotesco, que sabe captar la atmósfera que, de una manera u otra, se respiraba en las páginas de Flaubert y que nos es tan reconocible gracias a cineastas como Chabrol (y a otros muchos que nos han provocado más de un bostezo), haciéndonos muy cercano ese pequeño mundo que en realidad es tan ajeno porque retrata con acierto a los personajes y les rodea de un escenario que, con la dosis correcta de idealización, coadyuva a comprender los vaivenes de sus conductas. Sólo hace falta saber que estamos en Ruan, en la Alta Normandía, en el lugar de nacimiento de Gustave Flaubert, que utilizó los paisajes que le rodeaban como escenario (caracterizándolo como si de otro personaje se tratase, confiriéndole personalidad e influjo) para una novela titulada Madame Bovary, que el protagonista masculino de la película es un auténtico letraherido que gusta de respirar el mismo aire que el escritor y sus criaturas (incluso ha dejado su trabajo en el mundo editorial para deleitarse sin freno ni agobios con su pasión: las palabras, la literatura; ha abandonado el tráfago de la gran ciudad para refugiarse en un lugar en que poder dedicar todo el tiempo del mundo a regodearse en sus placeres -su labor como panadero colma sus ansias creadoras y es una ocupación en gran parte mecánica que no interfiere en el tiempo, mucho, que le deja libre-), es un romántico con causa que tiembla al pensar que pisa los parajes que habitaron Emma y su creador, que se empeña en encontrar huellas de ambos a toda costa, que no duda en adaptar su vida con tal de que se parezca a la recogida en las páginas de los libros, que no puede menos que sentirse elegido cuando descubre que su nueva vecina se llama casi como la heroína a la que rinde culto, apenas dos letras la separan de Emma Bovary.
   Anne Fontaine, cineasta que debe su (supuesto) prestigio a una cinta que a este cronista se le pierde en las brumas de la mala memoria (lo que significa que tampoco es que le dejase una impresión demasiado positiva que evocar) -Limpieza en seco (1999)- y a otra con aureola escandalosa que no era para tanto aunque se dejaba ver -Nathalie X (2003)-, había filmado en los últimos años una descafeinada biografía sobre la juventud de aquella que conocerán los siglos como Coco Chanel -Coco, de la rebeldía a la leyenda de Chanel (2009)- con una Audrey Tatou desaprovechada y desacertada a partes iguales y había perpetrado todo un atentado a la obra de Doris Lessing al utilizarla como punto de partida para un filme que debería quedar como máximo ejemplo de falta de sutileza, de inexistencia de elegancia, de ignorancia acerca de lo que resulta sensual, de tosquedad sin límites que, para colmo, contagiaba y asfixiaba a dos maravillosas intérpretes como Naomi Watts y Robin Wright -Dos madres perfectas (2013)-; por fortuna, en la cinta que nos ocupa sabe mantenerse en el lugar adecuado, sin remarcar cada secuencia, sin dejarse llevar por innecesarios alardes, sin querer reclamar su autoría a toda costa, paseando su cámara con sencillez por unos parajes que consiguen un efecto relajante sobre el espectador (incluso sobre un urbanita convencido como es el que suscribe), manejando con acierto una atmósfera intrascendente que incendian las obsesiones del rol encomendado al brillante actor Fabrice Luchini, uno de esos intérpretes que manejan con infinita soltura los resortes de la comedia al no buscar la bufonada ni lo grotesco (recuérdense En la casa (2012), Potiche (2010) o Las chicas de la sexta planta (2010), eso por no irnos más lejos y por no salirnos del género que nos ocupa, puesto que es un maestro en pasar de uno a otro con apenas una mirada), encarnando aquí a un personaje que resulta entrañable y querible a costa de comportarse ridículamente y caer en el más puro patetismo (del que en realidad es consciente, eso multiplica la comicidad y la empatía) al forzar las situaciones con tal de que reproduzcan aquello que escribiese Flaubert, una especie de trasunto de don Quijote, aunque en este caso su colapso mental provenga de hechos reales y no exclusivamente de los espejismos que provoca un cerebro seco por la compulsiva y única lectura de novelas de caballería. Gemma Arterton (tal vez la inglesa más francesa que encontrarse pueda) cumple a la perfección con su cometido de ser una mujer sublimada por la mirada de un hombre mientras que ella tan sólo se limita a hacer su vida (aunque, sin saberlo, avive los impulsos de su vecino al no ser consciente de que está reproduciendo las costumbres de aquella Bovary, amante incluido). Jason Flemyng, Isabelle Candelier y Niels Schneider contribuyen a que la película respire naturalidad y veracidad y a que, de rebote, aumenten las ganas por regresar a las páginas que inspiraron a Posy Simmonds (autora de Gemma Bovery) la novela ilustrada que ha servido para este emocionado homenaje a una obra inmortal, es decir, (re)leer Madame Bovary (tarea que, ni una ni otra, han acometido los que han pensado que es más atractivo y menos complicado titular el filme Primaver en Normandía).

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