TÍTULO ORIGINAL: Gemma
Bovery DIRECCIÓN: Anne Fontaine GUIÓN: Pascal Bonitzer, Anne Fontaine (basado en
la novela gráfica homónima de Posy Simmonds) MÚSICA: Bruno Coulais FOTOGRAFÍA:
Christophe Beaucarne REPARTO: Fabrice Luchini, Gemma Arterton, Jason Flemyng, Isabelle
Candelier, Niels Schneider, Mel Raido
Puesto que, como tantas veces, hablaremos
tanto o más de literatura que de cine, es lícito comenzar refiriéndonos al
título que han endilgado en España a esta producción francesa, reflejo de la
que se tiene en algunos despachos sobre el público, síntoma de la incultura (y
del poco amor que hay por su contraria) que rige los destinos de aquello que
debería ayudar a desterrarla. ¿Han pensado (aunque el uso de este verbo suponga
conceder demasiado a los que demuestran no hacer uso del mismo) los encargados
de tomar la decisión que lo de Gemma
Bovery era demasiado para el vulgo? ¿Han creído que todos somos de su
condición y que no pillaríamos el chiste, la referencia, la fuente de la que se
bebe o, algo aún peor, han temido que remontarse a una novela de un tal Gustave
Flaubert provocaría que los espectadores rehuyesen la película? Por un lado, en
este mundo en que copiamos y pegamos frases, fotos, reflexiones porque nos
resultan “bonitas”, en que amplificamos una inexactitud, un error, una mentira
en tiempo récord, en que repetimos lo que alguien dijo antes (sin criterio, sin
filtro, sin analizar, sin saber si es correcto), en que se habla mucho sobre lo
que no se lee, no se ve, no se conoce (e incluso se alardea de ello, aunque los
hay que con ese cacareo intentan fingir que sí lo han hecho -pero hay gente a
la que se pilla en la impostura con apenas dos palabras-), ¿qué más da que casi
nadie conozca a la Madame Bovary original?; por otro, hay muchas adaptaciones
cinematográficas (una ciertamente popular, la que dirigió el maestro Minnelli
con una inadecuada Jennifer Jones, versión con muchas licencias que mantiene
intactas ciertas esencias y que es buena muestra del talante y brío de su
director), en España no hace demasiado que pudo vérsela en el teatro en un
montaje que tuvo cierta repercusión y una gira larga (con Ana Torrent en la
piel de la inmortal creación de Flaubert), ¿de verdad buscaron otra opción porque
sólo tres o cuatro (si es que fueron tan generosos) iban a captar de un vistazo
lo que el autor ha pretendido con ese título que altera en un par de letras el
nombre original? Y, ya puestos, quedándonos sólo en la historia, en lo que se
narra, en lo que se ve en pantalla, ¿no se dieron cuenta de que las
circunstancias se explican perfectamente, sin dar nada por sabido pero sin
tomar a la audiencia por imbécil? No hace falta haber leído Madame Bovary, haberse maravillado con
su prosa, haberse dejado arrastrar por ese torbellino de pasiones, haberse
sentido cómplice de la pluma acerada de un autor que, como tantos de sus
contemporáneos, plasmaba aquello que le era propio, lo que tenía muy cerca, lo
que vivía o había vivido, puede uno llegar ante esta película sin haber leído
ni media línea de la novela que se evoca y convoca (algo, por cierto, realmente
insólito en su país de origen e incluso en España donde la espléndida
traducción de Carmen Martín Gaite fue muy vendida) y comprender a la perfección
lo que se cuenta, puesto que los guiños que se hacen no resultan herméticos, no
responden a un código restringido, habrá quien capte las ironías o haga una
doble lectura con suma facilidad, quien incluso anticipe alguno de los giros de
la trama o vea venir el chiste antes de que se produzca, pero aquel para el que
todo sea inédito no se perderá en el subtexto porque, como tal, no existe, lo
esencial queda bien explicado.
Primavera en Normandía, el título de
marras, hace prever uno de esos filmes por los que tanto apego tienen en
Francia y que suelen hacer las delicias de esa crítica elitista que reniega de
cualquier producto que no puedan sancionar como “intelectual”, un canto
bucólico y contemplativo a las satisfacciones de vivir lejos de la ciudad, un
compendio de planos estáticos en los que recrear la vista, una sucesión de
rutinas, tal vez diálogos cansinos e interminables un tempo lento e incluso
inexistente (para algunos plasmar lo cotidiano, lo intrascendente, lo aburrido
pasa por hacer lo propio con la audiencia, es decir, todo lo contrario a lo que
consiguió Flaubert socavando los cimientos de una sociedad que sólo vivía para
la apariencia y recibía cualquier mínima perturbación en la pretendida paz
moral en que se imbuía con delectación, en las restricciones impuestas como
buenas costumbres, en la repetición infatigable de trivialidades que llamaban
vida, cualquier posible atisbo de salirse de la norma como una provocación en
toda regla, como una revolución que había que sofocar antes de que incendiase
los corazones de tantas víctimas aplastadas por el yugo de la corrección); por
fortuna, Gemma Bovery es una comedia
muy agradable con una perfecta dosificación de tonos para no despeñarse jamás
por lo obvio y/o lo grotesco, que sabe captar la atmósfera que, de una manera u
otra, se respiraba en las páginas de Flaubert y que nos es tan reconocible
gracias a cineastas como Chabrol (y a otros muchos que nos han provocado más de
un bostezo), haciéndonos muy cercano ese pequeño mundo que en realidad es tan
ajeno porque retrata con acierto a los personajes y les rodea de un escenario
que, con la dosis correcta de idealización, coadyuva a comprender los vaivenes
de sus conductas. Sólo hace falta saber que estamos en Ruan, en la Alta
Normandía, en el lugar de nacimiento de Gustave Flaubert, que utilizó los paisajes
que le rodeaban como escenario (caracterizándolo como si de otro personaje se
tratase, confiriéndole personalidad e influjo) para una novela titulada Madame Bovary, que el protagonista
masculino de la película es un auténtico letraherido que gusta de respirar el
mismo aire que el escritor y sus criaturas (incluso ha dejado su trabajo en el
mundo editorial para deleitarse sin freno ni agobios con su pasión: las
palabras, la literatura; ha abandonado el tráfago de la gran ciudad para
refugiarse en un lugar en que poder dedicar todo el tiempo del mundo a
regodearse en sus placeres -su labor como panadero colma sus ansias creadoras y
es una ocupación en gran parte mecánica que no interfiere en el tiempo, mucho,
que le deja libre-), es un romántico con causa que tiembla al pensar que pisa los
parajes que habitaron Emma y su creador, que se empeña en encontrar huellas de
ambos a toda costa, que no duda en adaptar su vida con tal de que se parezca a
la recogida en las páginas de los libros, que no puede menos que sentirse
elegido cuando descubre que su nueva vecina se llama casi como la heroína a la
que rinde culto, apenas dos letras la separan de Emma Bovary.
Anne Fontaine,
cineasta que debe su (supuesto) prestigio a una cinta que a este cronista se le
pierde en las brumas de la mala memoria (lo que significa que tampoco es que le
dejase una impresión demasiado positiva que evocar) -Limpieza en seco (1999)- y a otra con aureola escandalosa que no
era para tanto aunque se dejaba ver -Nathalie
X (2003)-, había filmado en los últimos años una descafeinada biografía
sobre la juventud de aquella que conocerán los siglos como Coco Chanel -Coco, de la rebeldía a la leyenda de Chanel (2009)-
con una Audrey Tatou desaprovechada y desacertada a partes iguales y había
perpetrado todo un atentado a la obra de Doris Lessing al utilizarla como punto
de partida para un filme que debería quedar como máximo ejemplo de falta de
sutileza, de inexistencia de elegancia, de ignorancia acerca de lo que resulta
sensual, de tosquedad sin límites que, para colmo, contagiaba y asfixiaba a dos
maravillosas intérpretes como Naomi Watts y Robin Wright -Dos madres perfectas (2013)-; por fortuna, en la cinta que nos
ocupa sabe mantenerse en el lugar adecuado, sin remarcar cada secuencia, sin
dejarse llevar por innecesarios alardes, sin querer reclamar su autoría a toda
costa, paseando su cámara con sencillez por unos parajes que consiguen un
efecto relajante sobre el espectador (incluso sobre un urbanita convencido como
es el que suscribe), manejando con acierto una atmósfera intrascendente que
incendian las obsesiones del rol encomendado al brillante actor Fabrice Luchini,
uno de esos intérpretes que manejan con infinita soltura los resortes de la
comedia al no buscar la bufonada ni lo grotesco (recuérdense En la casa (2012), Potiche (2010) o Las chicas
de la sexta planta (2010), eso por no irnos más lejos y por no salirnos del
género que nos ocupa, puesto que es un maestro en pasar de uno a otro con
apenas una mirada), encarnando aquí a un personaje que resulta entrañable y
querible a costa de comportarse ridículamente y caer en el más puro patetismo
(del que en realidad es consciente, eso multiplica la comicidad y la empatía)
al forzar las situaciones con tal de que reproduzcan aquello que escribiese
Flaubert, una especie de trasunto de don Quijote, aunque en este caso su colapso mental provenga de hechos reales y no exclusivamente de los espejismos que provoca un cerebro seco por la compulsiva y única lectura de novelas de caballería. Gemma Arterton (tal vez la inglesa más francesa que encontrarse pueda) cumple a la perfección con su cometido de ser una
mujer sublimada por la mirada de un hombre mientras que ella tan sólo se limita
a hacer su vida (aunque, sin saberlo, avive los impulsos de su vecino al no ser
consciente de que está reproduciendo las costumbres de aquella Bovary, amante
incluido). Jason Flemyng, Isabelle Candelier y Niels Schneider contribuyen a
que la película respire naturalidad y veracidad y a que, de rebote, aumenten las
ganas por regresar a las páginas que inspiraron a Posy Simmonds (autora de Gemma Bovery) la novela ilustrada que ha
servido para este emocionado homenaje a una obra inmortal, es decir, (re)leer Madame Bovary (tarea que, ni una ni
otra, han acometido los que han pensado que es más atractivo y menos complicado
titular el filme Primaver en Normandía).
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