DIRECCIÓN:
Félix Viscarret GUIÓN: Félix Viscarret, Lucía López Coll, Leonardo Padura
(basado en la novela Vientos de Cuaresma del
tercero) MÚSICA: Mikel Salas FOTOGRAFÍA: Pedro J. Márquez MONTAJE: Antonio
Frutos REPARTO: Jorge Perugorría, Carlos Enrique Almirante, Luis Alberto
García, Juana Acosta, Enrique Molina, Vladimir Cruz, Mariam Hernández
Las cuatro primeras novelas que Leonardo
Padura escribió en torno al personaje del inspector Mario Conde (y que en un
principio iban a ser las únicas protagonizadas por el mismo) conforman un ciclo
que se conoce como Las cuatro estaciones,
títulos que pueden leerse de manera independiente, pero tienen una continuidad
emocional, narran una evolución (o involución, depende del momento) anímica a
lo largo de un año (a veces sólo unos días separan la acción de un libro de la
del siguiente), conforman una medida introspección en la personalidad del
protagonista (y de algunos de los secundarios), suponen una narración sobre una
ciudad, sobre un país, un análisis político y social magníficamente imbricado y
sustentado en lo que se cuenta, en la investigación que corresponda, una
vibrante y esplendorosa muestra de aquello que define al género negro desde su mismo
nacimiento pero imprimiéndole un sello personal que satisface y sorprende a
partes iguales a los amantes del mismo o a los ajenos o desconocedores (es un
asunto que se desarrollará dentro de poco en el blog hermano de éste -El arpa
de Bécquer- y, por lo tanto, nos centraremos ahora en lo meramente
cinematográfico y dejamos estas y otras consideraciones literarias para ese
momento, para un texto que, además, contará con las palabras de Leonardo
Padura, con quien el que suscribe tuvo la fortuna, el honor y el placer de
conversar coincidiendo con el estreno en salas del filme del que ahora pasamos
a ocuparnos). Son estos cuatro primeros títulos los que se han adaptado en
sendas películas destinadas a televisión (todas dirigidas por Félix Viscarret),
aunque se ha seleccionado la segunda de la serie, Vientos de La Habana, para ser estrenada en salas comerciales y, de
este modo, presentar el proyecto con todos los honores, decisión a la que no
hay nada que reprochar, todo lo contrario, ya que es fantástico (y necesario)
que se rompan las fronteras, que se abatan los prejuicios, que no se
minusvalore por tantos (esos que, en general, reconocen no ver aquello que no
tienen reparo en criticar con acidez y saña) el trabajo que magníficos
profesionales que demuestran serlo en cada episodio o película desarrollan en
la pequeña pantalla, como si el mero hecho de que un producto esté destinado a
exhibirse en los cines y otro para ser emitido por televisión confiera al
primero una calidad que esas voces amargas no están dispuestas a reconocer en
el segundo (por no dar su brazo a torcer, también porque, como ya se ha
señalado, no se molestan en echar ni un vistazo -cuando se supone que ese es su
trabajo o de eso les gusta presumir-). Lo que puede ser más discutible es la
pertinencia de dar a conocer lo que podríamos llamar un segundo capítulo antes
que el primero.
Si bien la peripecia de Vientos de La Habana (Vientos
de Cuaresma en el original literario) puede seguirse sin dificultad aunque
no se sepa nada de lo que cuenta Pasado
perfecto (la novela en que Leonardo Padura dio a conocer a Mario Conde),
hay aspectos de la intimidad, del carácter del protagonista, de por qué toma
unas decisiones u otras, de por qué mantiene unas relaciones o deja de mantener
otras, hay detalles diseminados aquí y allá que adquieren su verdadera
dimensión y su pleno significado cuando se conoce lo sucedido antes de que
arranque esta, por otro lado, muy interesante historia, este embrollo que
tantas fosas sépticas destapa, este enigma que lleva a Conde a, una vez más,
enfrentarse con su pasado, con lo que no ha resuelto, con lo que sigue
pendiente, con lo que no está saldado, porque el suceso que da origen a la
investigación que afronta en esta ocasión tiene muchos vasos comunicantes,
porque el policía debe resolver un crimen que es otra punta de un iceberg que
nunca sale del todo a la superficie, Cuba en general, La Habana en particular,
el otro gran personaje, un escenario que influye, que se describe y hace sentir
con tratamiento de personaje, explicando su carácter, dando cuenta de sus
latidos cotidianos, de cómo crea y expande atmósfera (o, mejor dicho, en plural
porque el asunto va por barrios -y ahí está el gran cronista que es Padura para
definir tipos, comportamientos, tradiciones, maneras de hablar, poderes
adquisitivos, esferas de poder o connivencias con los que lo detentan que, por
supuesto, marcan diferencias, clases sociales -o lo que se toma por tal-, escalafones,
organigramas, cuando no desarraigo, guetos, segregación), una La Habana que se
describe con pasión, con amor pero sin ocultar sentimientos contradictorios,
una ciudad que ha convertido su aspecto (y su realidad) decadente en un
reclamo, en una virtud, en un atractivo irresistible, una amalgama de colores,
ritmos, voces, cantos y silencios (hay tanto que no debe ser dicho, ni tan
siquiera sugerido) que estallan con frenesí, incontenibles, un auténtico
vendaval sensorial que seduce y arrebata (sin que eso haga olvidar lo que sus
habitantes malviven, ambivalencia permanente que se ha convertido en el rasgo
más definitorio de aquella sociedad). Félix Viscarret filma con solvencia, con
plasticidad, con elegancia, pero con excesiva frialdad, presentando postales,
estampas, lo que pueden ser tomados por meros insertos entre una secuencia y
otra, no se percibe una implicación, una toma de partido (en el sentido de
aportar una mirada), no imprime brío a la acción, parece cifrarlo todo a la
fuerza de la historia, a las relaciones entre los personajes, a las preguntas
que se plantean como punto de partida y a las que van surgiendo a lo largo del
metraje, haciendo aún más palmarias las deficiencias del guión, en realidad la
necesidad de conocer algo de lo que sucedió, de lo que se debe haber contado en
el primer capítulo, aquello que narra con vigor Pasado perfecto.
Estas matizaciones en lo tocante al conjunto
(dicho tanto de este título en sí -una especie de arritmia o, más bien, de falta
de encaje de las piezas, sobre todo por lo indicado con respecto a la
dirección- como remarcando la necesidad de visionar la serie completa y en
orden para poder juzgar lo que se ha concebido y rodado de una sola vez, como
una obra compacta, con el mismo equipo delante y detrás de las cámaras) no son
impedimento para que la intriga se desarrolle con efectividad (no en vano el
propio Padura -con el imprescindible concurso de su esposa, Lucía López Coll-
participa en la adaptación) y sea seguida con interés, algo a lo que ayuda de
manera muy sustancial la interpretación de Jorge Perugorría, quien encarna a un
Mario Conde creíble y emocionante, alejado del original porque lo amolda a su
edad, a sus características físicas, a su modo de hablar, lo recrea y enriquece
(por otro lado, es el único personaje del que su autor apenas aporta datos
descriptivos: deja que cada lector lo imagine como más adecuado le parezca),
pero imprimiéndole un carisma irresistible incluso en sus momentos más bajos, cuando
la autoestima se despeña, cuando se deja atrapar por sus complejos, sus heridas
abiertas, sus mediocridades, sus prejuicios, sus reproches (a otros pero sobre
todo a sí mismo), sus inseguridades, sus frustraciones, esa sombra del pasado
que tantas veces le abate, que tan fundamental es y que aquí asoma algo menos
de lo que sería imprescindible (comprendiendo que a buen seguro, como se viene
diciendo, habrá muchos detalles explicados -porque son necesarios- en la
adaptación de Pasado perfecto, pero
que al ver sólo Vientos de La Habana se
convierten en boquetes por los que un espectador no iniciado se cuela sin
remisión y pierde interés ante lo que resulta incomprensible -o le deja con
preguntas-). A pesar de no tener nada que ver físicamente con su personaje
-éste sí aparece muy bien descrito en las novelas), Carlos Enrique Almirante da
una réplica perfecta a Perugorría y saca adelante un sargento Manuel Palacios
digno de encomio que, a buen seguro, dará muchas satisfacciones cuando puedan
verse los otros episodios, momento en que, tal vez, las carencias atribuidas a
Félix Viscarret no resulten tan palpables (o no sean ciertas y lo parezcan
ahora por, de nuevo, ver una parte desgajada de un todo) y La Habana se imponga
como merece, aporte los ingredientes que las tramas de Leonardo Padura
necesitan.
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