DIRECCIÓN: Javier Calvo, Javier Ambrossi GUIÓN:
Javier Calvo, Javier Ambrossi (inspirado en su obra de teatro homónima) MÚSICA:
Leiva FOTOGRAFÍA: Migue Amoedo MONTAJE: Marta Velasco REPARTO: Macarena García,
Anna Castillo, Belén Cuesta, Gracia Olayo, Richard Collins-Moore
La
capacidad de sorpresa es algo que se tiene o no se tiene, da igual lo mucho que
uno se estruje el cerebro para conseguirla (o tan sólo intentarlo), da igual
que una determinada ocurrencia funcione en una ocasión, incluso da igual que lo
que se ofrezca sea realmente novedoso si el público no lo recibe/percibe como
un soplo de aire fresco, como algo inédito/insólito en un panorama, por
desgracia, muy castigado por repeticiones, clichés, fórmulas gastadas y demás
“homenajes” (subterfugio tras el que resguardarse cuando te pillan copiando -no
diremos plagiando por no ofender a quien no lo merezca ni meter a todos en el
mismo saco-); tal vez, como elemento fundamental para alcanzar esa meta, no
deba perderse de vista la falta de pretensiones (y la de prejuicios), dejar
fluir la imaginación y la creatividad sin querer demostrar nada, cifrándolo
todo a lo que debería ser básico, es decir, la historia que se cuenta, el modo
en que se hace, los personajes que la viven, presentársela al público sin
parafernalia que tape carencias u opaque virtudes: por supuesto que el
envoltorio (digámoslo así) es parte de la obra (teatral o cinematográfica), pero
hay que armonizarlo con el contenido, eliminar lo superfluo, comprender que lo
innecesariamente ostentoso (en forma y también en fondo), bien por vacío o
porque se convierte en el asunto principal (como sucede con tanto proclamado
“autor” como anda suelto -sea en la rama artística que sea-), no suele sumar
sino lo contrario. Podríamos hablar también del deseo de gustar, ese que tantas
veces lleva a los artistas a traicionarse a sí mismos, a no apartarse de las
convenciones, a repetir y repetirse, a diseñar su público objetivo con escuadra
y cartabón, anhelo comprensible (ya lo dijo Lorca, aunque pronunciada por
García Márquez la frase se hizo histórica: “Escribo para que me quieran”) que
puede cegar el discernimiento y la inventiva y que, al igual que el éxito, es
escurridizo y no se atiene a fórmulas.
En
mayo de 2013 llegaba a la cartelera madrileña, tímida y modestamente, un musical
de pequeño formato que, tras ocho funciones en el hall del Teatro Lara en las
que se agotaron las localidades y por las que cosechó ovaciones cerradas y
elogios encendidos entre la crítica especializada, pasó a la sala principal del
local, donde aún se sigue representando en este momento. Sin duda, el cóctel
formado por las canciones de Whitney Houston (columna vertebral de la función,
musicalmente hablando) y otros temas muy populares (más algún aporte escrito ex
profeso por Alberto Jiménez), el descubrimiento de su verdadera sexualidad que
llevan a cabo dos personajes, el hecho que sirve para dar título al conjunto y
las dosis adecuadas de irreverencia (en todos los sentidos, en seguida lo
veremos) y transgresión convertían (convirtieron) a La llamada en una magnífica sorpresa puesto que, hubieses escuchado
lo que hubieses escuchado, te hubiesen contado lo que te hubiesen contado,
supieses lo que supieses (o creyeses saber), jamás habrá relato por muy
entusiasta que sea que reproduzca lo que era vivir una de sus funciones,
experimentar el inevitable y mágico subidón de adrenalina, dejarse inundar por
la alegría en estado puro, arrebatarse con la atmósfera de buen rollo y emoción
que contagiaba a toda la platea (y ahí quería uno llegar al señalar lo de saber
gustar, puesto que cuando visité el Lara -ya en pleno delirio, cuando la función
era un triunfo absoluto- en el patio de butacas había, literalmente, gente de
todas las edades, desde chiquillos que daban palmas y coreaban los temas
archiconocidos hasta señoras -especialmente, aunque también señores- de la
generación de nuestras madres que seguían la representación con suma atención,
hacían ostensible su cariño y apoyo a los personajes, aplaudían enfervorecidas
puestas en pie al final -para ser justos, hay que señalar que un espectador,
sólo uno, un caballero que recordaba bastante a aquel Martínez que Kim crease
para El Jueves en traje, gesto y
maneras se levantó airadamente, aunque en silencio, y abandonó la sala en un
momento dado-). Y es que ver descender al Dios cantarín que sólo puede
imaginarse y creerse (en todos los aspectos, de nuevo: verosímil y digno de
veneración) con la espléndida presencia y garganta de Richard Collins-Moore desde
las alturas del Lara es para postrarse de rodillas y seguirle sin titubeos, La llamada cautiva desde ese primer
momento y ya no da tregua y lo más plausible y estimulante es que en su
traslación a la gran pantalla no ha perdido ni un ápice de sus virtudes y
consigue volver a sorprendernos, a emocionarnos, a hacernos cosquillas en el
corazón, a contagiarnos ritmo, a allanarnos el camino, a reivindicarnos a
nosotros mismos y a nuestras pasiones.
Javier Calvo y Javier Ambrossi han asumido la adaptación de su exitosa
obra (y la dirección de su primer largometraje) con la misma sencillez, la
misma falta de pretensiones vacuas, sin ninguna afectación, plasmando fielmente
el espíritu festivo de su creación, como si la contasen por primera vez, sin
irse por las ramas ni perderse en experimentos, respetando lo que el público
espera (y, hay que hacer hincapié en ello, consiguiendo reacciones prístinas,
como si no se supiese qué viene a continuación -privilegio de las obras
destinadas a perdurar y ésta lo es, no estamos descubriendo nada-),
insuflándole nueva vida sin necesidad de manipulaciones o añadidos, colocándose
detrás de la cámara con la misma actitud desprejuiciada con la que sacaron
adelante lo que a más de uno tuvo que parecerle una locura (o un espanto o algo
aún más fuerte que no reproduciremos aquí) cuando conocía la sinopsis, la idea
central, el asunto (o asuntos) que desarrollaba, ensanchando la horma del
género aunque La llamada sea un
híbrido perfecto, un ejemplo modélico de lo que debe ser un auténtico musical,
en el que tanta importancia narrativa tienen los diálogos como las canciones,
dejando que la música llegue cuando es imprescindible, no sobrecargando el
libreto sin ton ni son (nunca mejor dicho), ahí es donde la irreverencia se
hace más presente y patente en contra de lo que tantos (sin comprobarlo o
yéndose antes de la conclusión) temen y hasta denuncian, en el modo en que
Ambrossi y Calvo, Calvo y Ambrossi, se pliegan a una estructura clásica pero le
ajustan las costuras y rompen algún molde. La otra, la supuesta irreverencia
religiosa, perdonen que hable en primera persona, no la veo por ningún sitio,
se trata con un tacto exquisito el asunto de las apariciones, el de la creencia
en una vida espiritual/celestial, el de la vocación religiosa, jamás se
ridiculiza a ningún personaje, se hace chiste a veces, cuando conviene, pero
más con ellos que de ellos en sí, por las situaciones que viven, por lo que les
sucede, las cuatro mujeres que centran nuestro interés están escritas e
interpretadas con cariño, respeto e inteligencia, sin excesos, sin caricaturas,
con verdad.
La película
reúne al reparto original, al que estrenó la función, actrices que no han hecho
sino crecer al mismo tiempo que lo hacía este fenómeno teatral, conformando un
elenco de primeras figuras, de nombres destacados en cine, teatro y/o televisión,
una absoluta envidia para cualquier cartel; tal vez sea Macarena García la que
sale peor parada en la aventura cinematográfica, en el sentido de que la potencia
y emoción que destila la historia de reconocimiento y amor que viven (la una
hacia la otra -y viceversa-, pero trabajando al mismo compás y con la misma
intención, formando un frente común sumamente poderoso) los personajes que
habitan con brillantez y grandeza Anna Castillo y Belén Cuesta anula en parte a
la protagonista, aunque la magia que anida en sus ojos y el modo insuperable en
que expresa sus dudas, sus miedos, su incomprensión de lo que está
experimentando le ayudan a recuperar gran parte de la fuerza y el magnetismo
que derrochaba en directo (aunque aquí hace un trabajo muy meritorio y
satisfactorio, lo que conseguía en el teatro es inalcanzable porque la
pantalla, querámoslo o no, siempre marca una cierta distancia); Gracia Olayo
aprovecha al máximo sus apariciones, vuelve a hacer una absoluta creación,
controla su inagotable y desbordante vis cómica para adecuarla a su rol,
logrando que cada frase sea antológica y sea rubricada con una sonora carcajada
(y algún que otro aplauso, según el momento); junto a estas cuatro estrellas,
al igual que en escena, Richard Collins-Moore, no podía ser de otra manera, demuestra
una vez más que es Dios (sin más, sin necesidad de adjetivos). Por fortuna,
como ya se señalaba antes, los autores y directores no caen en el clásico error
de añadir gags, personajes, incorporar estrambotes que funcionen como lastres
(María Isabel Díaz está a punto de serlo, lo cierto es que podría ser
prescindible, pero no abusan de su presencia y el peligro se diluye muy rápido),
utilizan con sabiduría los desopilantes cameos de Esty Quesada, popular como
Soy Una Pringada, Llum Barrera y el impagable trío que quiere llevarse a las
chicas del campamento de excursión (y lo hace), confían ciegamente (como debe
ser) en el material original, ese que demuestra estar magníficamente engrasado
y que apenas se resiente en su paso al cine (el único punto un poco oscuro
-porque tampoco llega a ser totalmente negro- serían los números musicales -con
la excepción de Todas las flores- que
merecerían otro tipo de realización, un montaje menos precipitado, una planificación
que permitiese aún más el lucimiento de los intérpretes). Y el máximo acierto
es que, si uno no conoce el espectáculo original, puede que no comprenda cómo
eso se contaba en el teatro y la mejor respuesta también la encontrarán en la
cartelera porque, por si lo han olvidado, La
llamada continúa representándose y pueden atenderla y dejarse sorprender
una vez más.
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