TÍTULO ORIGINAL: Quartet DIRECCIÓN:
Dustin Hoffman GUIÓN: Ronald Harwood (basado en su obra de teatro homónima)
MÚSICA: Dario Marianelli FOTOGRAFÍA: John de Borman MONTAJE: Barney Pilling
REPARTO: Maggie Smith, Tom Courtenay, Billy Connolly, Pauline Collins, Michael
Gambon, Dame Gwyneth Jones, Sheridan Smith, Andrew Sachs
Han sido muchos los actores que, en un momento dado, han querido
experimentar las sensaciones al otro lado de la cámara, algunos combinando casi
desde los inicios de su carrera (y sin casi) las dos actividades (Orson Welles,
Woody Allen), otros como prueba o por sacarse una espinita, sólo como aventura
(aunque el nombre que viene a la cabeza, Charles Laughton, tal vez no quiso
repetir desolado ante el menosprecio sufrido por su obra maestra –la única- La noche del cazador (1955)) o como
labor esporádica (Tom Hanks), algunos para llevar mejor las riendas de su
carrera o potenciar su lucimiento (Barbra Streisand, Laurence Olivier, Warren
Beatty –sobre todo lo segundo, incluso cuando sólo actúa como productor y
dirige otro-), los hay que buscan imbuirse de prestigio -más o menos inflado-
(Kevin Costner, Mel Gibson, Jodie Foster), para otros es una evolución natural
y terminan arrinconando su carrera actoral o colocándola en segundo término
(Clint Eastwood) y los hay que sienten esa inquietud y no se quedan con las
ganas, pero miden muy bien sus pasos (George Clooney) y, además, separan con
acierto unas labores de las otras (el modelo perfecto es Robert Redford,
especialmente con aquella deslumbrante ópera prima –Gente corriente (1980)-, uno de esos títulos que aumenta sus
valores según pasa el tiempo); ya veremos los siguientes pasos de Ben Affleck,
quien, por el momento, sigue recogiendo las mieles muy merecidas por su trabajo
en Argo (2012), reconocimiento del
Sindicato de Directores incluido, aunque haya sido apeado de la carrera por el
Oscar (y es hiriente comprobar cómo dos de los nominados –David O. Russell y
Benh Zeitlin- no merecen tal honor, mientras que Steven Spielberg llega a la
final por una de sus direcciones más decepcionantes a pesar de algunos logros).
Y en éstas, a los 75 años, el veterano intérprete Dustin Hoffman decide debutar
como director y lo hace confiando en lo que más y mejor conoce: las personas,
es decir, los actores.
Sorprende gratamente que sepa mantenerse en la sombra, llevando la
batuta con mimo y cuidado, sin pretender llamar la atención, confiando en la
afinación de los instrumentos, delegando en la legendaria escuela británica
para que el concierto (perdón, la película –uno no puede evitar dejarse llevar
por la melodía que emana de la pantalla y se pierde en metáforas-) transcurra
con placidez, casi susurrado, a sotto
voce, con la apabullante sencillez y naturalidad que despliegan todos los
intérpretes, derrochando y propiciando empatía, encanto, carisma, despertando
cariño, emoción, ternura, sin énfasis, sin trampas, con entrega, honestidad,
amabilidad y buen gusto. Porque si hubiese que buscar una sola palabra para
definir El cuarteto, esa sería sin
duda elegancia: en la manera de abordar la vejez, incluso la decrepitud, cómo
las fuerzas se van perdiendo, el vigor no puede ser el mismo, las facultades se
ven mermadas, pero nadie –empezando por uno mismo- puede ni debe hacernos
sentir inservibles, muebles que deben esperar su turno en el desguace, y no
necesita discursos facilones o irreales, sandeces y/o conformismos muy al
estilo de El lado bueno de las cosas (2012),
evocando historias de monjes y Ferraris, dioses y Harleys o las fábulas de esos
autores llenos de palabrería ñoña y vana, previsible y simplona, muy poco o
nada analítica, la prosa placebo de Albert Espinosa, Jorge Bucay, Alejandro
Jodorowsky o Paulo Coelho, todo un acierto el texto de Ronald Harwood, sin
meandros ni recovecos, sin tremendismos ni patetismos, sin chanzas ni
groserías, directo y pleno; elegancia en la puesta en escena, sobria, precisa,
sin tentaciones artísticas ni extravagancias autorales, sin complejos, dejando
que las imágenes sean acunadas por la música, tanto por la medida partitura de
Dario Marianelli como por las composiciones de Verdi, Beethoven o Gilbert y
Sullivan que alegran nuestros oídos durante la proyección (el mejor y más
brillante ejemplo de la simbiosis lograda entre imágenes y banda sonora podemos
hallarlo en los rutilantes títulos de crédito); y, como ya decíamos, elegancia
en cómo Hoffman pone y cede el foco a lo verdaderamente importante, al mayor
capital de la película, a las estrellas que nunca van de tales, al cuartero y
sus acompañantes.
Alguien que siempre ha tendido si no a la sobreactuación sí al
abigarramiento, a que se le note el esfuerzo, la en ocasiones excesiva preparación
para abordar un rol que deviene en cierto mecanicismo, los muchos ensayos
–desde Cowboy de medianoche (1969) a
su segundo Oscar por Rain Man (1988),
numerito incluido a la hora de recibirlo-, que tiende a barroquizar sus interpretaciones
–regalando otras simplemente sensaciones, de Lenny (1974) a Tootsie (1982),
por citar sólo dos-, sabe detenerse a admirar, apreciar y valorar –y poner en
conjunto- las aparentes “no actuaciones” de algunos de los nombres más
prestigiosos de la escena y la pantalla, actores que son siempre el personaje,
que nunca desafinan ni desentonan, que con un mínimo gesto transmiten
emociones, rodeando a su cuarteto de divos (en el mejor sentido del término y
sin ningún toque peyorativo) de personas que han echado los dientes sobre las tablas
(con mención especial de Andrew Sachs, Michael Gambon y Dame Gwyneth Jones),
logrando esa verdad que tantas veces queda fuera del celuloide. Pero cada uno
de ellos merece su propio párrafo.
Maggie Smith nació regia, señorial, actriz de peso, intérprete
inconmensurable; vayamos al momento que vayamos de su trayectoria siempre nos
tropezaremos con su solvencia, su clase, su magisterio, su capacidad para
engullirse todo y anular a los demás desde la contención, la distinción, la
gracia. Da igual que nos fijemos en ella en Otelo
(1965), en Una habitación con vistas (1985)
o en Gosford Park (2001), todo por no
citar una de sus cumbres, su primer Oscar, Los
mejores años de Miss Brodie (1969), no importa que haga drama, comedia o
combine diferentes tonos: siempre es prodigiosa, esplendorosa, adorable. No
contenta con la continua lección que supone su Lady Violet en la no menos
maravillosa serie Downton Abbey (2010-2012)
-¡Ya se está cocinando la cuarta temporada!-, Maggie Smith se muestra en El cuarteto pletórica, bellísima,
combinando fragilidad, miedo, pudor, la coraza con la que intenta
salvaguardarse y no resultar herida, con un aire de prima donna ególatra y altiva que, al modo de la inolvidable Anne
Bancroft de Paso decisivo (1977), no
necesita cantar (o hacer playback) para resultar creíble, basta con su forma de
tomar aire para entonar un Cumpleaños
feliz para que nos la creamos triunfando en cualquier liceo del mundo.
Tom Courtenay demuestra su madurez, su oficio, su experiencia,
resultando sutil, casi etéreo, queriendo ser prescindible aunque no puede
evitar que su corazón mande y perdone más de lo que le gustaría, siendo un
cordero que no engaña a nadie a pesar de la piel de lobo con la que se recubre
un tanto ostentosamente. El que fuese único intérprete candidato al Oscar por Doctor Zhivago (1965), prodigioso en La soledad del corredor de fondo (1963)
o parte integrante del espléndido clan de Last
Orders (2001) demuestra que aún le queda cuerda para rato.
Billy Connolly sale airoso y con la nota más alta del reto de ser el
personaje estrambótico, ordinario, ampuloso en gestos, como sólo puede hacerlo
un actor de amplio recorrido y con tanta sabiduría acumulada, capaz de medirse
con la enorme Judi Dench de Su majestad
Mrs. Brown (1997) y salir incólume de la (aparente) osadía.
Pauline Collins, una actriz que dosifica sus apariciones en pantalla,
que no se prodiga todo lo que debiese y merece, a la que tuvimos la fortuna de
gozar hace unos años en una de las más brillantes adaptaciones que se han hecho
de alguna de las obras de Dickens, la miniserie Casa desolada (2005), que nos supo a poco en Conocerás al hombre de tus sueños (2010) cuando Woody Allen parece
el más adecuado para hacerle un traje a medida, que resultó tan frustrante como
todo lo demás en la tristemente fallida Albert
Nobbs (2011), la para siempre genial Shirley Valentine de la cinta homónima
que tantas alegrías depara –y en la memoria de los que tuvieron la fortuna de
disfrutarla en teatro-, la por derecho propio mítica Sarah de la igualmente
memorable Arriba y abajo (1971-1975),
ofrece aquí una interpretación absolutamente magistral, casi milagrosa, alejada
de cualquier estereotipo, sin caer en lo chusco ni en lo lacrimógeno, equilibrando
siempre los tonos extremos y opuestos de su personaje. Verla perdida en la
nebulosa de sus recuerdos, sin ser consciente de lo que le rodea, de lo que
sucede en ese momento, y cómo Maggie Smith, sin apearse de su superioridad, sin
pretender redimirse, pero volcándose en su compañera, le tiende una mano, el
brazo, le da su apoyo y la sujeta a la realidad supone un viaje emocional y
emocionante para cualquier espectador.
El cuarteto es de uno de esos
títulos que debería tener telón final para que la platea pudiese tributarle la
ovación merecida, sonora, larga, recompensa inevitable ante el despliegue de
talento, aplausos que acompañarían la música de Verdi y las fotos que rememoran
la primera actuación de cada componente del elenco, el mejor homenaje a una
generación gloriosa que, por fortuna, de vez en cuando puede seguir asomando la
cabeza y ganando adeptos.
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