TÍTULO ORIGINAL: Beasts of the
Southern Wild DIRECCIÓN: Benh Zeitlin GUIÓN: Lucy Alibar, Benh Zeitlin (basado
en la obra de teatro Juicy and Delicious,
original de la primera) MÚSICA: Dan Romer, Benh Zeitlin FOTOGRAFÍA: Ben
Richardson MONTAJE: Crockett Doob, Affonso Gonçalves REPARTO: Quvenzhané
Wallis, Dwight Henry, Levy Easterly, Lowell Landes, Pamela Harper
Como comentábamos no hace demasiado al hablar sobre El lado bueno de las cosas (2012), Hollywood parece arrepentirse en
algunos momentos de ser lo que es (como si, a pesar de todo, no fuese una suma
de individualidades –aunque, en realidad, los versos sueltos nunca han sido
demasiado bien vistos: priman los números por encima de la creatividad y el
concepto de industria que se aplica por allí tiende a la uniformidad y coarta
la libertad de cada uno-) y vuelve sus ojos hacia pequeñas producciones, en
muchas ocasiones salidas de los grandes estudios y con nombres destacados a
ambos lados de la cámara (sobre todo frente a ella), pero en otras se trata de
óperas primas o de trabajos sacados adelante muy artesanalmente, con mucho
esfuerzo, gracias al concurso de personas que creen el proyecto, a veces
estrellas que buscan “redimirse” con un producto de calidad, en otras “curritos”
de muchos años que encuentran su oportunidad para labrarse un prestigio y un
futuro; suelen resultar especialmente bendecidos a la hora de los reconocimientos
los protagonistas de estas películas, especialmente si son populares, premiando
más la entrega y el desprendimiento (es decir, la rebaja de su caché) que la
calidad de su interpretación –recuérdese a la exagerada y espantosamente
caracterizada Charlize Theron en Monster (2003)-,
sirviendo en otros casos como plataforma de lanzamiento -así obtuvo el
certificado de gran actriz Jennifer Lawrence por Winter´s Bone (2010) o empezó a ser reconocida Melissa Leo tras
participar en Frozen River (2008); de
esta forma llamó la atención Hilary Swank, quien pasó de ser la Karate Kid
femenina a merecer los elogios más encendidos gracias a su estremecedora y
apabullante transformación en Boys Don´t
Cry (1999). Pero, y no es algo nuevo –no hay más que recordar que la
triunfadora de los Oscar en 1955 fue Marty,
producción nacida para televisión a la que sólo una carambola llevó a la gran
pantalla o cómo Carros de fuego (1981)
batió a Rojos (1981)-, también puede
suceder que la oleada de entusiasmo lleve a una cinta pequeña hasta lo más
alto, a ser la sorpresa en las candidaturas de los Oscar (tras arrasar en el
Festival de Cannes, aunque fuera de la sección oficial) y lograr de una tacada
ser seleccionada para competir por los máximos galardones, que es lo que ha
sucedido este año con Bestias del Sur
salvaje.
La película narra una historia que se supone transcurre en uno de los
lugares que sufrió los estragos del huracán Katrina (hay ecos, reminiscencias,
metáforas, evocaciones, pero no realidades), ya que inventa una ubicación
geográfica (La Isla de Charles Doucet, conocida por sus habitantes como “La
Tina”) aunque es clara la inspiración en las poblaciones bayous que los meandros del Mississippi forman en Louisiana. A
través de los ojos y los pensamientos de una niña de seis años se cuenta la
lucha de unos cuantos vecinos por sobrevivir en medio de una naturaleza
absolutamente hostil y en unas condiciones peores que pésimas, peleando por
cada bocanada de aire, sufriendo los continuos embates de la meteorología y de
las autoridades, viviendo en el filo de la navaja, en peligro de extinción, condenados
al ostracismo, a la marginalidad, y a pesar de todo llamando y sintiendo como
hogar unas chapas, unas maderas, unas telas, todo raído y roído, rodeados de
podredumbre, de detritos, enarbolando eso que se ha dado en llamar “la ética
del perdedor”, no consintiendo que su orgullo y dignidad se tambaleen; en
realidad, el guión busca la complicidad del espectador mediante todos los
trucos que provocarían arcadas y espanto en cualquier película que fuese tildada
y menospreciada como “convencional” por la crítica, recurriendo a una niña como
receptora principal de los efectos de las tragedias que le rodean, en las que vive
inmersa (tanto las familiares, las propiamente suyas, como las naturales, las
que sufren todos) y sacando a flote (nunca mejor dicho) a sus personajes contra
viento y marea, no dejándose doblegar, al más puro estilo de cualquier filme “de
superación personal”, no aproximándose ni de lejos (y de una forma u otra cuenta algo similar) a la contundencia y veracidad desplegadas por Agustín Díaz Yanes en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995).
El debutante Benh Zeitlin ocupa una de las plazas con opción al Oscar a
la mejor dirección del año que en teoría pertenecía a Kathryn Bigelow, Ben
Affleck, Tom Hooper o Paul Thomas Anderson, aunque sólo los dos primeros pueden
reclamarla con auténtico merecimiento. Queriendo dar a la narración un toque de
realismo mágico, ser un reflejo de lo que piensa, imagina y siente una criatura
de seis años, se supone que huyendo de lo tremebundo, pretendiendo esbozarlo y
dejarlo en el ánimo del que contempla, no recurriendo a los clichés de lo
trágico, el director se pierde en arabescos, en imágenes que podrían resultar
muy potentes pero que apelotona y mezcla con agitación, sin centrar su cámara
en nada en concreto, desenfocando casi permanentemente rostros, paisajes,
animales, habitáculos, optando por el desencuadre como recurso continuo para
evitar que le acusen de preciosista y, sin embargo, queriendo transmitir
imágenes poéticas, metafóricas, soñadas, trasladar las palabras de la narradora
a la pantalla pero pendiente tan sólo de epatar, de dejar su sello, su huella,
su rúbrica, su carácter de autor total, puesto que ha desempeñado diferentes
oficios en el mundo del cine a pesar de su corta edad (montador, fotógrafo,
compositor) y, de hecho, aquí firma el guión junto a la autora de la obra
teatral en la que se inspira y también la banda sonora, insólitamente apeada de
las nominaciones al Oscar cuando es el tipo de partitura (no queda otra que
denominarla de ese modo) que suele encandilar a los académicos, los cuales se
pirran por todo lo que les suene folclórico o sea minimalista, pasan de un
extremo a otro sin despeinarse, depende del momento.
Otra de las hazañas logradas por Bestias
del Sur salvaje es la de tener como protagonista a la actriz más joven
nominada al Oscar (justo el año en que Emmanuelle Riva bate el récord en el
otro extremo): con sólo nueve años (que aún eran menos cuando rodó la
película), Quvenzhané Wallis lleva sobre sus pequeños hombros el peso de la
cinta y sale muy airosa del reto, especialmente a la hora de narrar, de la voz
en off, ese escollo en que tropiezan actores de largo recorrido, contando con
enorme naturalidad, como si cantase El
patio de mi casa, aunque lo que se ve en pantalla apenas case con su tono.
Claramente superior a Jennifer Lawrence, su nominación no deja de tener un
regusto amargo porque viene dada más por su edad y por hacer historia (algo de
lo que gusta mucho la Academia) y porque se han quedado fuera nombres como los
de Helen Mirren, Laura Linney, Viola Davis o Maggie Gyllenhaal, aunque es el
auténtico soplo de aire fresco, el verdadero aliento que imprime algo de vida a
un filme que consigue el efecto contrario a lo que busca, que aleja al
espectador, que tampoco le cautiva por lo lírico, por lo bucólico, que queda
anegado por el feísmo, aunque en realidad ni a eso llega porque su desenfoque
parece crear una corriente nueva que impide fijar la mirada en nada concreto.
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