viernes, 17 de enero de 2014

"LA GRAN BELLEZA": DOLCE FAR NIENTE


 
 
TÍTULO ORIGINAL: La grande bellezza DIRECCIÓN: Paolo Sorrentino GUIÓN: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello MÚSICA: Lele Marchitelli FOTOGRAFÍA: Luca Bigazzi MONTAJE: Cristiano Travaglioli REPARTO: Tony Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Carlo Buccirosso, Iaia Forte, Pamela Villoresi


   Hay obras que necesitan ser contextualizadas, insertadas dentro de una tradición, tenidas en cuenta como piezas de un conjunto, aunque sean perfectamente comprensibles como entes autónomos, aunque no resulte necesario tener ese conocimiento previo para apreciarlas y valorarlas, el hecho de saber de dónde vienen, cuáles son o pueden ser sus referentes, ayuda a ser más justos, a que nuestro juicio pueda apuntalarse con mayor propiedad, a que la lectura entre líneas resulte más sencilla, a captar lo que tan sólo se insinúa, queda en el sustrato, lo que constituye un regalo, un añadido, un extra para el que posee estos datos, lo que no invalida la lectura, el disfrute, el gusto que pueda experimentar el resto de los espectadores; por otro lado, mal vamos cuando una película, cualquier manifestación artística, no se explica por sí misma porque se coloca por encima de los demás, porque busca su distinción a través de lo elitista, de lo destinado a los iniciados y, en realidad, ese es uno de los temas en torno a los que gira esta sorprendente, a ratos divertida, a ratos cínica, en algunos momentos dispersa y en otros reiterativa, pero en líneas generales brillante y reveladora cinta titulada La gran belleza. Hay que tener en cuenta que llega desde Italia, uno de los países con siglos de historia (por no decir uno de los lugares en los que nació casi todo lo que es este mundo hoy en día), poseedor de un corpus cultural sólido, inspirador, vigente, siempre nuevo y con elementos por descubrir, un país en el que casi cada calle, cada paisaje, cada baldosa, cada piedra podrían aportar datos dignos de estudio, un país (en concreto, la ciudad de Florencia y, especificando más aún, la iglesia de Santa Maria della Croce) capaz de ser origen del síndrome que provoca la contemplación de tanta belleza, más de la que puede soportarse de un solo vistazo, conocido con el nombre del escritor que lo experimentó (Stendhal) y definió sus síntomas cuando pudo recuperarse. De una experiencia similar a la del autor de Rojo y negro parte este filme que, al modo del maestro Fellini en La dolce vita (1960) o en Roma (1972) –en realidad, en gran parte de su filmografía, pero estos son las más claros antecedentes de la cinta que ahora nos ocupa-, se dedica a diseccionar a una parte de la sociedad, esa que al vivir rodeada de cultura, arte, posibilidades económicas, al serle fácil el acceso a todo ello no lo aprecia, no lo tiene en cuenta, sólo lo utiliza como envoltorio, vaciándolo de contenido, vaciándose ellos mismos, diletantes, vividores, falsos intelectuales, siempre dando vueltas a la nada, a su ombligo, a lo poderosos e importantes que se sienten, a lo valorados que son por el resto, al prestigio atesorado que es tan sólo una fachada, una máscara, una mera apariencia.

   Es una gran ironía (tal vez prevista por Paolo Sorrentino) que los que más están ensalzando y aplaudiendo esta película sean, precisamente, aquellos a los que señala, a los que deja a la intemperie, a los que retrata inmisericordemente, a los que quita la máscara, a los que despoja del disfraz, a los que dinamita: esos que se enredan en palabras cuyo verdadero significado desconocen, esos que no saben explicar lo que les gusta o les disgusta, esos que se escudan en un lenguaje incomprensible (también, fundamentalmente, para ellos mismos) que usan como parapeto, como pedestal, esos que se sienten superiores por citar (errónea o desacertadamente la mayoría de las veces) a autores a los que no han leído, esos que no analizan ni profundizan, tan sólo roban opiniones aquí o allá o mantienen la que les hace quedar bien, la que les sirve como código para acceder a las zonas vedadas al común de los mortales. Uno de los máximos aciertos del director y guionista es demoler este edificio (tan frágil y etéreo por vacuo como las casitas de los dos primeros cerditos del cuento) desde dentro, utilizando para ello a un personaje (un espléndido Tony Servillo) lúcido y cínico con todo y todos (empezando por él mismo, por su inmerecido rango de intelectual, por su prosa huera), un observador que utiliza la materia gris para darse cuenta del humo que le rodea, del profundo vacío que anida en las cabezas, del hueco en el que han olvidado poner el corazón, que no duda en alzar la voz y llamar a las cosas por su nombre, que se sabe incomprendido por el resto de la camarilla porque ninguno de sus componentes va a hacer jamás el más mínimo ejercicio intelectual que deje al aire su bien protegido trasero (en realidad, están incapacitados para pensar en algo que no sea su supuesta altura moral, su ejemplaridad, su corralito). Paolo Sorrentino demuestra haber meditado mucho en lo que quiere contar y en cómo quiere contarlo, ofreciendo una dirección barroca, torrencial, con diferentes velocidades y tonos, consiguiendo algunas de las secuencias más delirantes y explosivas de los últimos tiempos (esa fiesta inicial, prodigio de montaje, ejemplo de concisión narrativa, de perfecta elección de las imágenes para que queden muy claras las intenciones y la primera aproximación a los personajes, medida, coreografiada no sólo por lo que se ve en la pista de baile, deslumbrante, impactante, cuidada hasta el último detalle, a buen seguro envidiada por Baz Luhrmann –y con el aporte extracinematográfico que supone en España la elección de un tema de Raffaela Carrá-), una variedad visual que ayuda al carácter caleidoscópico del filme, que le aporta riqueza, interpretaciones, significados diferentes dependiendo de qué sea lo que llame la atención a cada espectador; integrado en la mejor tradición del cine italiano, al igual que Fellini o Visconti, Sorrentino no pone el freno: lo cuenta todo, se desparrama, se repite, tiende a lo rococó, no elimina lo prescindible, alargando más allá de lo estrictamente necesario, pero sabe retomar el pulso, recuperar el brío, evitar las tentaciones de seguir por un camino que conduciría al inevitable desplome, para que Tony Servillo sea el perfecto cicerone de este recorrido por una vida muelle, dulce sólo en apariencia, amarga si uno se detiene a paladearla, desaprovechada, desperdiciada, por la que se transita con desgana, con apatía, a la que cuesta denominar “vida” porque pudiera parecer un burdo reflejo distorsionado similar a los que se veían en la caverna platoniana: sólo es posible apreciar y dar el valor debido a algo cuando se conoce su antónimo, su carencia, su cruz, cuando el placer, el triunfo, las recompensas se obtienen con esfuerzo, con trabajo, con aplicación, cuando uno consiente en que los sentimientos broten, se expresen, no se mecanicen, cuando el cuerpo abandona su verticalidad, cuando la mente se ve incapaz de asimilar todos los estímulos, cuando se pierde la capacidad de expresión, cuando el éxtasis nos paraliza, nos impide respirar, en definitiva, cuando reaccionamos sin racionalizar, sin llevar pensado lo que vamos a decir, cuando consentimos que la belleza (la que detectamos como tal sin que nadie nos la señale) nos arrebate e inunde. A pesar de sus arritmias, de sus digresiones, de sus encallamientos, el filme de Sorrentino es una experiencia e incluso una venganza para aquellos que gustan del arte sin tener en cuenta lo que se supone que deben opinar, sin dejarse influir más que por los verdaderos maestros, por los que uno reconoce como creadores, como artistas, pertenezcan o no a la casta de “lo que se lleva”, “lo in”, lo bendecido por una elite que vive de la pose, de fagocitar lo que puede imprimirles grandeza, del oropel que intentan robar a los verdaderamente brillantes.   

 

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