TÍTULO ORIGINAL: La grande bellezza
DIRECCIÓN: Paolo Sorrentino GUIÓN: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello MÚSICA:
Lele Marchitelli FOTOGRAFÍA: Luca Bigazzi MONTAJE: Cristiano Travaglioli
REPARTO: Tony Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Carlo Buccirosso, Iaia
Forte, Pamela Villoresi
Hay obras que necesitan ser contextualizadas, insertadas dentro de una
tradición, tenidas en cuenta como piezas de un conjunto, aunque sean
perfectamente comprensibles como entes autónomos, aunque no resulte necesario
tener ese conocimiento previo para apreciarlas y valorarlas, el hecho de saber
de dónde vienen, cuáles son o pueden ser sus referentes, ayuda a ser más
justos, a que nuestro juicio pueda apuntalarse con mayor propiedad, a que la
lectura entre líneas resulte más sencilla, a captar lo que tan sólo se insinúa,
queda en el sustrato, lo que constituye un regalo, un añadido, un extra para el
que posee estos datos, lo que no invalida la lectura, el disfrute, el gusto que
pueda experimentar el resto de los espectadores; por otro lado, mal vamos
cuando una película, cualquier manifestación artística, no se explica por sí
misma porque se coloca por encima de los demás, porque busca su distinción a
través de lo elitista, de lo destinado a los iniciados y, en realidad, ese es
uno de los temas en torno a los que gira esta sorprendente, a ratos divertida,
a ratos cínica, en algunos momentos dispersa y en otros reiterativa, pero en
líneas generales brillante y reveladora cinta titulada La gran belleza. Hay que tener en cuenta que llega desde Italia,
uno de los países con siglos de historia (por no decir uno de los lugares en
los que nació casi todo lo que es este mundo hoy en día), poseedor de un corpus
cultural sólido, inspirador, vigente, siempre nuevo y con elementos por
descubrir, un país en el que casi cada calle, cada paisaje, cada baldosa, cada
piedra podrían aportar datos dignos de estudio, un país (en concreto, la ciudad
de Florencia y, especificando más aún, la iglesia de Santa Maria della Croce)
capaz de ser origen del síndrome que provoca la contemplación de tanta belleza,
más de la que puede soportarse de un solo vistazo, conocido con el nombre del
escritor que lo experimentó (Stendhal) y definió sus síntomas cuando pudo
recuperarse. De una experiencia similar a la del autor de Rojo y negro parte este filme que, al modo del maestro Fellini en La dolce vita (1960) o en Roma (1972) –en realidad, en gran parte
de su filmografía, pero estos son las más claros antecedentes de la cinta que
ahora nos ocupa-, se dedica a diseccionar a una parte de la sociedad, esa que
al vivir rodeada de cultura, arte, posibilidades económicas, al serle fácil el
acceso a todo ello no lo aprecia, no lo tiene en cuenta, sólo lo utiliza como
envoltorio, vaciándolo de contenido, vaciándose ellos mismos, diletantes,
vividores, falsos intelectuales, siempre dando vueltas a la nada, a su ombligo,
a lo poderosos e importantes que se sienten, a lo valorados que son por el
resto, al prestigio atesorado que es tan sólo una fachada, una máscara, una
mera apariencia.
Es una gran ironía (tal vez prevista por Paolo Sorrentino) que los que
más están ensalzando y aplaudiendo esta película sean, precisamente, aquellos a
los que señala, a los que deja a la intemperie, a los que retrata inmisericordemente,
a los que quita la máscara, a los que despoja del disfraz, a los que dinamita:
esos que se enredan en palabras cuyo verdadero significado desconocen, esos que
no saben explicar lo que les gusta o les disgusta, esos que se escudan en un
lenguaje incomprensible (también, fundamentalmente, para ellos mismos) que usan
como parapeto, como pedestal, esos que se sienten superiores por citar (errónea
o desacertadamente la mayoría de las veces) a autores a los que no han leído,
esos que no analizan ni profundizan, tan sólo roban opiniones aquí o allá o
mantienen la que les hace quedar bien, la que les sirve como código para
acceder a las zonas vedadas al común de los mortales. Uno de los máximos
aciertos del director y guionista es demoler este edificio (tan frágil y etéreo
por vacuo como las casitas de los dos primeros cerditos del cuento) desde
dentro, utilizando para ello a un personaje (un espléndido Tony Servillo)
lúcido y cínico con todo y todos (empezando por él mismo, por su inmerecido
rango de intelectual, por su prosa huera), un observador que utiliza la materia
gris para darse cuenta del humo que le rodea, del profundo vacío que anida en
las cabezas, del hueco en el que han olvidado poner el corazón, que no duda en
alzar la voz y llamar a las cosas por su nombre, que se sabe incomprendido por
el resto de la camarilla porque ninguno de sus componentes va a hacer jamás el
más mínimo ejercicio intelectual que deje al aire su bien protegido trasero (en
realidad, están incapacitados para pensar en algo que no sea su supuesta altura
moral, su ejemplaridad, su corralito). Paolo Sorrentino demuestra haber
meditado mucho en lo que quiere contar y en cómo quiere contarlo, ofreciendo
una dirección barroca, torrencial, con diferentes velocidades y tonos, consiguiendo
algunas de las secuencias más delirantes y explosivas de los últimos tiempos
(esa fiesta inicial, prodigio de montaje, ejemplo de concisión narrativa, de
perfecta elección de las imágenes para que queden muy claras las intenciones y
la primera aproximación a los personajes, medida, coreografiada no sólo por lo
que se ve en la pista de baile, deslumbrante, impactante, cuidada hasta el
último detalle, a buen seguro envidiada por Baz Luhrmann –y con el aporte
extracinematográfico que supone en España la elección de un tema de Raffaela
Carrá-), una variedad visual que ayuda al carácter caleidoscópico del filme,
que le aporta riqueza, interpretaciones, significados diferentes dependiendo de
qué sea lo que llame la atención a cada espectador; integrado en la mejor
tradición del cine italiano, al igual que Fellini o Visconti, Sorrentino no
pone el freno: lo cuenta todo, se desparrama, se repite, tiende a lo rococó, no
elimina lo prescindible, alargando más allá de lo estrictamente necesario, pero
sabe retomar el pulso, recuperar el brío, evitar las tentaciones de seguir por
un camino que conduciría al inevitable desplome, para que Tony Servillo sea el
perfecto cicerone de este recorrido por una vida muelle, dulce sólo en
apariencia, amarga si uno se detiene a paladearla, desaprovechada,
desperdiciada, por la que se transita con desgana, con apatía, a la que cuesta
denominar “vida” porque pudiera parecer un burdo reflejo distorsionado similar
a los que se veían en la caverna platoniana: sólo es posible apreciar y dar el
valor debido a algo cuando se conoce su antónimo, su carencia, su cruz, cuando
el placer, el triunfo, las recompensas se obtienen con esfuerzo, con trabajo,
con aplicación, cuando uno consiente en que los sentimientos broten, se
expresen, no se mecanicen, cuando el cuerpo abandona su verticalidad, cuando la
mente se ve incapaz de asimilar todos los estímulos, cuando se pierde la
capacidad de expresión, cuando el éxtasis nos paraliza, nos impide respirar, en
definitiva, cuando reaccionamos sin racionalizar, sin llevar pensado lo que
vamos a decir, cuando consentimos que la belleza (la que detectamos como tal
sin que nadie nos la señale) nos arrebate e inunde. A pesar de sus arritmias,
de sus digresiones, de sus encallamientos, el filme de Sorrentino es una
experiencia e incluso una venganza para aquellos que gustan del arte sin tener
en cuenta lo que se supone que deben opinar, sin dejarse influir más que por
los verdaderos maestros, por los que uno reconoce como creadores, como
artistas, pertenezcan o no a la casta de “lo que se lleva”, “lo in”, lo
bendecido por una elite que vive de la pose, de fagocitar lo que puede
imprimirles grandeza, del oropel que intentan robar a los verdaderamente
brillantes.
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