viernes, 31 de enero de 2014

"12 AÑOS DE ESCLAVITUD": LATIGAZO DE BUEN CINE






TÍTULO ORIGINAL: 12 Years a Slave DIRECCIÓN: Steve McQueen GUIÓN: John Ridlet (basado en el libro autobiográfico de Solomon Northup) MÚSICA: Hans Zimmer FOTOGRAFÍA: Sean Bobbitt MONTAJE: Joe Walker REPARTO: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong´o, Benedict Cumberbatch, Sarah Paulson, Brad Pitt, Paul Dano, Paul Giamatti

   Ya hemos hablado en muchas ocasiones de lo estimulante que es la continua sorpresa (para bien y para mal) que es enfrentarse a la evolución de un artista, el deseo de que sea imprevisible, que no podamos intuir por dónde va a ir en su siguiente obra, el reconocimiento de un estilo que se sigue depurando, que no se anquilosa, que no se estanca; en esta ocasión, el anterior título de Steve McQueen, el tan encumbrado, ovacionado y glosado Shame (2011), una de las películas más huecas y pretenciosas que uno recuerda (se supone que de eso quería hablar pero, precisamente, quedó prisionera de ese mundo de apariencias, de entes sin contenido, de toallas arrojadas, de derrotados por sí mismos), no hacía albergar ninguna esperanza para el espectador fatigado por ese regodeo en sí mismo, por una dirección lastimosa sólo preocupada por no poder ser acusada de clásica, deviniendo en un ejercicio de ausencia de estilo que desdibujaba cualquier atisbo de verdad, despojando a los personajes de emociones, conformando una burbuja a la que se le veían las intenciones desde el primer minuto pero que consiguió que la crítica sesuda agotase dos o tres diccionarios. Lo cierto es que conocer la naturaleza del proyecto provocó un gran despiste y no permitía adivinar por dónde podrían ir los tiros, aunque con lo visto en el filme citado, todo hacía pensar que, para huir de lo que suele ser habitual en el acercamiento que el séptimo arte ha hecho al tétrico e infame lacra de la esclavitud, el degradante modo en que se construyó un país (más de uno, aunque ahora nos centremos en EEUU porque es lo que toca), McQueen volvería a recurrir a trucos manidos para seguir engrandeciendo su aureola de artista, situándose en el extremo opuesto de lo que la por derecho propio mítica serie de televisión Raíces (1977) transformó en categoría, casi en un subgénero. Pero, por fortuna, por mucho que uno tenga sus filias y fobias, no perder la capacidad ni las ganas de asombrarse, de cambiar el discurso mantenido, de descubrir, no llevar la crítica hecha de casa y no cambiar ni una coma, supone que el arte siga ganando la partida y, de repente, sin tener que desdecirte de nada (porque cada película es una aunque las firme la misma persona), te encuentres elogiando sin reparos y con encomio al que hace nada denostabas e incluso repudiabas, y esa ha sido la experiencia vivida ante 12 años de esclavitud.
   Steve McQueen no tiene miedo, todo lo contrario, en remover los cimientos sobre los que se sustenta EEUU -tal vez porque nació en Londres, a buen seguro porque comparte raza, ancestros, pasado con los protagonistas reales de la historia que cuenta-, en poner al país frente al espejo para que mire su miseria moral, sus vergüenzas, su consentimiento, una rémora de la que aún no está limpio por mucho que ciertos hitos, realidades, logros, normalizaciones, se vendan y utilicen como propaganda, como demostración de que las cosas han cambiado (por desgracia, sólo en parte y sólo para algunos). El mayor mérito del cineasta es hacer esta denuncia, remover (más que conmover) a la platea, sin caer en el tremendismo, en lo obvio, sugiriendo, adoptando un estilo descarnado, sobre todo en su frialdad, en su distanciamiento, en su sequedad, provocando escalofríos, encogimientos de alma, dolores, tal vez lágrimas (nada buscadas ni propiciadas), sin manipulaciones ni ampulosidades, sin embellecimientos ni correcciones, apelando a la inteligencia, empatía y comprensión de la audiencia con honestidad, confiando en un reparto que ofrece algunas de las interpretaciones más contundentes e impresionantes que puedan verse en pantalla en estos momentos, entregados a sus roles sin maniqueísmos y sin preocuparse de cómo van a ser recibidos. En un año en que la Academia de Hollywood ha ninguneado, olvidado, no sabido apreciar a unos cuantos actores (en masculino) para aupar a lo más alto (en una tendencia ya clásica) a otros por desaforar, disfrazarse, cambiar su apariencia (suma muchos puntos lo de camuflar, ocultar, perder la galanura, la belleza, el físico habitual), Chiwetel Ejiofor aparece como la mejor opción para alzarse con la estatuilla por una de esas “no interpretaciones” que paladear, degustar a sorbos, sin precipitación: sobrecogedores sus múltiples matices con apenas una mirada, con esos ojos que no comprenden lo que está sucediendo pero han de aceptarlo para evitar males mayores, impactantes su forma de caminar como si quisiera ser invisible, no estorbar, mimetizarse con el ambiente, evitar que el amo caiga en la cuenta de su existencia y le castigue sólo por estar ahí; es apabullante el modo en que se aferra a la vida, al mínimo y más que frágil hilo que le permite seguir respirando aún con dificultad, al borde de la asfixia, en una de las secuencias más estremecedoras de los últimos años (y casi de cualquiera), unos minutos largos y agónicos para el que los contempla, sumado a la manera en que McQueen construye la escena, definiendo claramente sus intenciones, la incomodidad que quiere provocar, cómo maneja los silencios, lo que lo queda flotando, las preguntas que brotan en el espectador, para que el filme no caiga en el discurso, en el proselitismo, en lo redundante, pero defienda claramente su causa y convenza incluso a los reticentes o acomodados. De ese modo, aunque en un primer acercamiento pueda parecer un personaje positivo, el hacendado al que da vida Benedict Cumberbatch (ese camaleón que parece no tener límites y que se ha convertido en imprescindible) pone al descubierto la postura fácil y cómoda que muchos mantuvieron y mantienen, protestando lo justo pero aceptando las bondades que reciben de una situación injusta sin actuar como podrían para que el panorama cambiase, mostrando humanidad sólo cuando les conviene, regalando misericordia en pequeñas cantidades, supliendo con rezos y golpes de pecho lo que el mensaje en que creen les impele a hacer (o reinterpretándolo torticeramente, colocando su crueldad bajo el designio divino); así quedan también retratados los que sólo se ocupaban (doce años después, todo hay que decirlo) de aquel que era ciudadano libre y tenía derechos (aunque minimizados por el color de su piel), como queda demostrado cuando las fuerzas de la ley aparecen preguntando por Solomon, pero sólo por él, mientras el resto de esclavos asisten a su liberación sin que nadie se interese por ellos (es lo mismo que narra Garson Kanin en su gozoso y revelador libro sobre Katharine Hepburn y Spencer Tracy al referirse a cómo se aceptaba como algo natural que los negros sólo pudieran entrar en determinados teatros más que como parte del espectáculo, jamás como público).
   Michael Fassbender, actor que hasta el momento a uno le parecía tan sólo un físico, una presencia sin verdadera entidad, plano y sin capacidad para transmitir emociones, consigue algunos momentos verdaderamente brillantes en los que es una olla a punto de entrar en ebullición, una amenaza que aterroriza sólo por su posibilidad, sin duda el único de entre los secundarios seleccionados que hace méritos para ser un digno ganador del Oscar; Lupita Nyong´o se adecúa perfectamente al tono que el director quiere, no se excede en el personaje en que más podría hacerse, contiene el melodrama que no aportaría (antes al contrario, restaría fuerza y empaque), pero en la que sin duda es su gran momento de lucimiento, otra de esas oportunidades en que McQueen planifica con tiento, con el ojo de gran director, insinuando, instalando el pavor en el patio de butacas con un montaje prodigioso, la contención juega un tanto en su contra, sobre todo porque en segundo plano una escalofriante Sarah Paulson roba la función con apenas un encogimiento de hombros y con una mirada plagada de odio y desprecio (sólo por unos minutos merecería premios y todos los parabienes posibles). Aunque parta como gran favorita, aunque habrá de recoger alguna recompensa en forma de estatuilla dorada (eso sería, al menos, lo deseable), parece muy complicado que 12 años de esclavitud sea bendecida por Hollywood como la mejor cinta del año, especialmente por su tono incluso desabrido, muy áspero, dejando muy clarito hacia quién dirige sus dardos, todo un revulsivo que muchos sólo están dispuestos a fingir que beben y aceptan, un puñetazo de gran cine para el resto del mundo.     

No hay comentarios:

Publicar un comentario