TÍTULO ORIGINAL: The Two Faces of
January DIRECCIÓN: Hossein Amini GUIÓN: Hossein Amini (basado en la novela
homónima de Patricia Highsmith) MÚSICA: Alberto Iglesias FOTOGRAFÍA: Marcel
Zyskind MONTAJE: Nicolas Chaudeurge, Jon Harris REPARTO: Viggo Mortensen, Kirsten
Dunst, Oscar Isaac, Daisy Bevan, David Warshofsky
Patricia Highsmith fue una escritora que rompió todos los moldes, que recuperó
para el género policíaco la calidad, profundidad y cuidada elaboración que
muchos le negaban, que huyó de cualquier etiqueta inventando las suyas propias,
las que se han convertido en categoría, en referente, en manera de construir
una historia, las que llevan asociado su apellido, reinventándose una y mil
veces, sin caer en clichés, fórmulas, reiteraciones, poseedora de un estilo
limpio, ameno, envolvente con el que trenzar atmósferas opresivas, ominosas,
aterradoras, centrando su atención en esos detalles anodinos, intrascendentes,
incluso estúpidos, en frases que se dicen inconscientemente, en actitudes
inexplicables que sin embargo son cotidianas, en rutinas que sólo tienen
sentido para el que las sigue, en el gesto menos intencionado, en todo lo que
observado por otros puede constituir una señal de peligro, una alerta que pone
en riesgo la normalidad, una tara que advierte, que provoca desconfianza, un
movimiento que los de alrededor consideran extraño, en definitiva, cualquier
mínima perturbación que puede ser indicativa de una amenaza cuyos estragos
pueden ser letales, dibujando personas que, por mucha respetabilidad que destilen,
siempre parecen dispuestos a cruzar al otro lado, a saltarse la frontera de lo
moral para, en muchas ocasiones sin ser capaces de evitarlo, sin poseer los
recursos para ello, sin ser conscientes de cómo va creciendo lo que era un
mínimo copo de nieve hasta que el alud es imparable, dejarse arrastrar por el
delito, por lo reprobable, siendo una maestra a la hora de crear tipos
amorales, sin conciencia, imperturbables cuando asesinan, cuando perpetran la
fechoría, gente aparentemente encantadora, educada, culta, sociable, una
experta en profundizar hasta los rincones más ocultos de cualquiera de nosotros
(por mucho que queramos negar su existencia).
Una de sus características más definitorias y reseñables, la que la aupó
a lo más alto desde su debut literario en 1950 –su ópera prima, la espléndida Extraños en un tren fue llevada al cine
por el maestro Hitchcock sólo un año después, reconociendo una conexión entre
ambos más allá de lo meramente formal o estilístico-, su sello más
idiosincrásico es el de suministrar al lector más información de la que poseen
los personajes, precisamente para hacerle navegar por la ambigüedad que puede
impregnar, como antes señalábamos, el instante más pueril, para que nada
resulta ni parezca claro, para asistir con angustia e incluso horror al modo en
que todo se enmaraña y el inocente se ve incapaz de demostrar que lo es,
arrastrado por una vorágine de malentendidos que desembocan en un callejón sin
salida; esto se combina con el modo en que, a pinceladas rápidas pero certeras,
a veces como de pasada pero posando el dato en el ánimo del lector, Highsmith
va dejando caer pormenores sobre la psicología de sus creaciones, rasgos que,
contemplados bajo el prisma de la sospecha (porque todo lo parece en sus
páginas: nos ha enseñado a ponerlo en cuarentena, a sospechar de cualquiera incluso
aunque parezca dejar claro que sus intenciones son nobles –eso sí, siempre con
las cartas sobre la mesa y siendo muy honesta, sin insólitos golpes de timón,
innecesarios porque el absurdo es, querámoslo o no, nuestra manera de vivir-),
en un clima de creciente recelo, incapaces de frenar la escalada de suspicacia,
malicia, violencia, parece que son evidencias irrebatibles, estigmas que
devienen en comportamientos asociales, sociópatas, diversos grados de vileza.
Hossein Amini, con el acierto demostrado en su meritoria y plausible adaptación
de una de las magnas obras de Henry James en Las alas de la paloma (1997), olvida todo el envaramiento,
pedantería y burda imitación que le valieron los parabienes más encendidos por
su guión para la sobrevalorada Drive (2011)
–en la que hasta el hieratismo de Ryan Gosling era una pura mueca- para ofrecer
uno de los acercamientos más certeros y fieles al universo de la Highsmith (con
el permiso del maestro antes citado a pesar de las imposiciones para rebajar un
poco un tono, de Claude Chabrol quien, en realidad, la toma como punto de
partida, como inspiración para centrarse en sus propias obsesiones y de Anthony
Minghella quien, a pesar del error de casting que supone transformar a Ripley
en Matt Damon, supo ponerse al servicio de la historia y no al revés como
hicieron otros), recreando una atmósfera que, tras aparecer como idílica,
lúdica, ideal para la vacación, para el flirteo, para la diversión, va
haciéndose sofocante, implacable, fagocitando a los que la habitan,
colocándolos contra las cuerdas, moviendo el suelo bajo sus pies, dejando caer
las piezas del dominó con parsimonia y calma, dejando que los acontecimientos
se vayan sucediendo sin querer evitarlos, imprimiendo una tensión emocional,
sentimental, personal, humana, que es el mayor logro de la escritora, por lo
que sus narraciones no pierden vigencia ni frescura, que es lo que Amini sabe
reproducir, recrear, elaborar para que resulte imposible despegar los ojos de
la pantalla.
Viggo Mortensen consigue evitar durante parte del metraje esa aureola de
gran actor tendente al esfuerzo, a la transformación física, a exhibir
supuestos recursos, a alardear de ellos, a que se le vea el truco, componiendo
con buen gusto y sin excesos el personaje más al límite, el estafador al que se
descubre como tal en los primeros minutos, la espoleta que enciende todo lo
demás, el delincuente al que su esposa apoya, secunda, cree, no hace preguntas,
instalada en esa amoralidad que se rechaza socialmente pero en la que casi
cualquiera está dispuesto a caer si hay un rédito económico y se sale impune del lance (base primordial de buena parte de la producción de Patricia Highsmith). Kirsten Dunst
cumple con su cometido, el de ser gozne, eje, bisagra, tercer ángulo, aunque la
función tiene claramente un dueño y señor, un intérprete que, paso a paso, sin
alharacas pero con pie firme, va revelando en cada nuevo trabajo lo que ya era
posible atisbar en Ágora (2009) y lo
que confirmó sin ambages en la cansina y pagada de sí misma –demasiado habitual
en los hermanos Coen esa fatuidad formal que lastra sus películas- A propósito de Llewyn Davis (2013): es
un actor de gran solidez, capaz de mostrar el alma de sus roles con una mirada,
un gesto, un movimiento, que aborda su cometido con enorme inteligencia,
adecuándose a lo que es preciso, colocando su atractivo físico en segundo
término sin necesidad de disfraces, caracterizaciones o demás cualidades
exógenas a lo meramente interpretativo, potenciándolo cuando la ocasión –como ésta-
lo requiere, jugando con lo equívoco, lo oscuro, imbuyéndose de lo que la
escritora plasmó en sus páginas, haciéndole deseable como un futuro Ripley. El
filme es una de esas experiencias que devuelven, reafirman, consolidan,
recuerdan por qué nos gusta tanto ir al cine y es una muestra de cómo hacer una
película al modo clásico sin que eso suponga restarle un ápice de brío,
energía, presteza, velocidad (¡Cómo si no los hubiese en el Hollywood dorado!),
sabiendo dosificar los ingredientes y sin quedarse en un vulgar remedo estático
y sin vida; podríamos decir que hemos recuperado un guionista y ganado un
director y, además, se ha hecho justicia con una escritora necesaria.
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