TÍTULO ORIGINAL: Deux jours, une nuit
DIRECCIÓN: Jean-Pierre y Luc Dardenne GUIÓN: Jean-Pierre y Luc Dardenne
FOTOGRAFÍA: Alain Marcoen MONTAJE: Marie-Hélène Dozo REPARTO: Marion Cotillard,
Fabrizio Rongione, Catherine Salée, Baptiste Sornin, Pili Groyne, Simon Caudry
En
momentos de pavorosa crisis no sólo en lo laboral/económico sino en lo social,
en los valores, en lo ético, en aquello que nos reconoce como mínimamente
humanos, en lo que se supone nos hace superiores al resto de seres vivos,
cuando cualquier atisbo de esperanza, de confianza, de salvación, de
tranquilidad, parece una quimera, cuando se dicta que hay que conformarse con
lo que se tiene, que hay que aceptar la esclavitud como modo de supervivencia,
cuando no se puede confiar en los que se supone han de dar ejemplo y procurar
el bienestar de los demás, cuando ni tan siquiera se cumple la vieja máxima de
“pan y circo” para alimentar los estómagos agradecidos, cuando nos enseñan a
balar al ritmo y conveniencia del que pastorea el rebaño, cuando hay que
guardar silencio cómplice con tal de conservar lo mínimo, cuando se considera
enemigo al que es un igual, cuando cada cual busca su propio beneficio sin
temblarle la mano a la hora de comerciar/pactar/poner en almoneda el futuro de
los demás, de condenarlo, de lastrarlo, de impedirlo, cuando no se comprende
cómo es posible que, a pesar de todo, la gente (tomada en general, el grueso de
la población) siga siendo obediente hasta en la cama, tal y como cantaba Jarcha
tras la muerte del dictador, es un regocijo, una celebración, una satisfacción
que dos cineastas pongan el dedo en la llaga, expongan sin tapujos ni paños
calientes el desmoronamiento de la sociedad occidental, no tengan reparos en
llamar a las cosas por su nombre, no piensen en las desafecciones, diatribas,
acusaciones, perversidades, cierres de grifos, revanchas que puedan tomarse los
que se sientan señalados (inconmovibles excepto cuando creen que su honor,
palabra que demuestran no conocer el resto del tiempo, en la que no piensan
cuando cometen tropelías y esquilman, es dañado o cuestionado –mientras que el
de “los otros”, dicho con desprecio y abierto enfrentamiento, estableciendo
jerarquías, no les preocupa en absoluto-), esos que agreden, pisotean, arrasan,
empobrecen, liquidan desde sus muy bien acondicionados despachos; es, incluso,
un orgullo (como ciudadano, como amante del arte, como persona) que haya voces
libres, honestas, consecuentes, que no tiemblan a la hora de mantener su
discurso, que entregan como resultado del mismo una obra que nos defiende, nos
representa, nos refuerza y nos enriquece.
Los hermanos
Jean-Pierre y Luc Dardenne empezaron a ser populares entre los cinéfilos cuando
el Festival de Cannes entregó por sorpresa la Palma de Oro a Rosetta (1999), en una edición que, a
priori, tenía como máximos favoritos a Pedro Almodóvar –quien fue considerado
el mejor director- con Todo sobre mi
madre (1999) y a David Lynch –quien se fue de vacío sin tan siquiera una
mención especial- con su aplastante obra maestra Una historia verdadera (1999). Desde ese momento, el certamen
francés ha tratado a los cineastas belgas como auténticos niños mimados,
repitiendo Palma de Oro con El niño (2005),
obteniendo el Gran Premio del Jurado con El
niño de la bicicleta (2011), alzándose con el trofeo al mejor guión gracias
a El silencio de Lorna (2008) y
consiguiendo en diferentes ocasiones la distinción del Jurado Ecuménico;
forjados en el documental, los Dardenne pasaron al cine de ficción manteniendo
intacta su manera de rodar, pegados a la realidad, sin excesiva manipulación de
las imágenes, sin incorporar música que subraye o provoque una reacción buscada
de antemano, con un montaje en ocasiones abrupto o en otras inexistente porque
se filma sin descanso, cámara al hombro, persiguiendo a los personajes, sin
darles tregua, recomponiendo plano cuando y como se puede, como si no hubiera
guión, como si se improvisase según se desarrollan los acontecimientos, un
estilo en apariencia fresco que en realidad se notaba demasiado preparado y que
terminaba por atraparles en un callejón sin salida, en un virtuosismo irritante
camuflado de espontaneidad que hacía naufragar propuestas interesantes como la
de la propia Rosetta, a pesar de ello
su filme más acabado hasta el momento presente (en El hijo (2002), por ejemplo, situaban la cámara casi
permanentemente en el cogote del protagonista –el mortificante Olivier Gourmet,
incomprensiblemente galardonado como mejor actor en Cannes, aunque fuese un
alivio no ver su rostro más que en algunos momentos y casi siempre en escorzo-).
Tal vez esta asunción propia de la etiqueta de “autores con lenguaje propio que
no facilitan las cosas al espectador” (por más que se les entienda todo: el
problema está en el ritmo empleado para narrar y dar más importancia a la forma
que al fondo) ha provocado que, a pesar de tocar temas universales, realidades
palpables, problemas candentes, emociones y sentimientos, sus películas siempre
hayan quedado restringidas a determinados circuitos, guetos que los
espectadores que se sienten integrados en ellos no quieren sean rotos por
aquello de venderse como “enterados”, “intelectuales” y “minoritarios” (cuando
es muy fácil darles gato por liebre –nunca van a reconocer que el Emperador
está desnudo-), perjudicando la carrera comercial de cineastas que podrían
interesar a un público más amplio, que merecerían una mejor promoción, mayor
presencia en las carteleras, pero, en esa pescadilla que se muerde la cola,
todos nos equivocamos (los propios creadores, los exhibidores que piensan por
los demás, los que no quieren perder su parcela de “importancia” conferida por
ellos mismos, el resto por creer en lo que los demás dicen y no probar ellos
mismos para sacar sus conclusiones) y el caso es que cuando llega una cinta tan
absoluta e incluso necesariamente recomendable como Dos días, una noche, resulta complicado borrar lo que ya tiene carácter
de norma inapelable (o, por otro lado, interesar en los Dardenne a muchos que
no saben ni quienes son –si al menos el prejuicio viniera por haber visto
alguno de sus anteriores títulos, podría entenderse la prevención, como la tuvo
uno mismo hasta que comenzó la proyección-).
Una
mujer, recién reincorporada a su puesto de trabajo tras sufrir una depresión de
la que aún tiene secuelas palpables, es despedida cuando el resto de empleados
es puesto en la tesitura de elegir entre su permanencia o el pago de la prima
que han ganado durante todo el año; como parece demostrado que la votación fue
viciada de origen por uno de esos mandos intermedios que en realidad controlan
todo (breve aparición de Olivier Gourmet, en esta ocasión todo un acierto, ya
que su físico se corresponde a la perfección con este tipo de sabandijas
embusteras que mueven los hilos y se aferran con ventosas que envidiaría Ella,
la araña creada por Tolkien y elevada a la categoría de mito cinematográfico
por Peter Jackson, logrando incluso derribar a sus superiores o al menos
controlar sus decisiones), la dormida conciencia de un directivo se despierta
para consentir una nueva votación en la que sólo los empleados involucrados han
de estar presentes. Es en ese momento cuando comienza la angustiosa cuenta
atrás que da título a esta auténtica epopeya, a esta tragedia, al terrorífico
periplo de Sandra (a la que da algo más que vida, ahora iremos con ello, Marion
Cotillard) en pos de los votos necesarios para conservar su puesto de trabajo,
recorrido en que la cámara de los Dardenne, esa que tantas veces ha resultado
monótona, exacerbada, previsible, efectista, encuentra su hábitat natural, se
acopla a la perfección para convertirnos en testigos, en protagonistas, en
sufridores, para involucrarnos en esta espiral de dolor, de angustia, de
perturbación; sin discursos, sin tesis, sin maniqueísmos, a cierta distancia,
con pudor que aún hace más patente la desolación, la humillación, el patetismo
que Sandra se ve obligada a asumir, a masticar, a superar, los Dardenne nos
fuerzan a contemplar y no nos evitan las arcadas ante tanta ponzoña,
diseccionando sin piedad los inanes cimientos en que descansa el considerado
primer mundo (sí, existe pero sólo como club elitista en el que pocos tienen
cabida, esos que aumentan la sima, la altura a que se elevan del resto, los
demás, todos nosotros tercer mundo para ellos), trepanando la crueldad
cotidiana que nos hemos obligado a tolerar y/o secundar, la insolidaridad como
supervivencia, la imposibilidad de reclamar a alguien que se inmole contigo,
todas las posturas de los todavía compañeros de Sandra son comprensibles, incluso
las más virulentas, nadie puede prescindir de un dinero que se ha ganado (e
incluso gastado, tenido en cuenta, invertido en necesidades, con muchos
agujeros que esperan ser llenados). Ese es otro, tal vez el máximo acierto del
modo en que los Dardenne narran esta historia: no juzga ni a los que votan a
favor ni a los que votan en contra, prisioneros todos de una maquinaria
implacable que suprime la pieza obsoleta, la que no ajusta bien, la que frena
la producción, porque tiene infinidad de recambios disponibles, y no son
esquiroles ni traidores ni inhumanos.
En la
última edición del Festival de Cannes, Dos
días, una noche volvió a valerles a los Dardenne el galardón que otorga el
Jurado Ecuménico, pero en la sección oficial hubo de conformarse con los
parabienes de la crítica, puesto que el jurado entregó la Palma de Oro a la
palabrería intrascendente que inunda Winter
Sleep (2014), cinta costumbrista turca exageradamente estirada (casi tres
horas y cuarto en las que lo realmente importante se cuenta en pocos minutos y
con predilección por centrarse en lo accesorio y no desarrollar lo que se
vislumbra como interesante) y decidió ignorar una de esas interpretaciones que
van más allá de su misma denominación, que exigen una revisión de vocabulario para
encontrar/acuñar los adjetivos que le hagan justicia, una inmersión sobrecogedora
en la vergüenza, la impotencia, la tortura emocional a que se somete/es
sometida la trabajadora que encarna Marion Cotillard (la cual no tiene fortuna
en Cannes, aunque siempre suene su nombre como una de las favoritas –no es
extraño- cuando presenta película; en esta ocasión, y el hecho duele más porque
el jurado lo presidía Jane Campion, se optó por premiar a Julianne Moore en Maps of the Stars (2014) de David
Cronenberg, más por lo que su rol representa que por el desarrollo del mismo –la
cinta no sabe qué rumbo tomar y la supuesta osadía se diluye como un azucarillo
según avanza el metraje-). La actriz francesa vuelve a dejar claro que es una
de las maestras actuales en el arte de la interpretación, cambiante, versátil,
camaleónica, asumiendo el personaje hasta las últimas consecuencias,
mimetizándose con él, haciéndonos olvidar que es la misma que nos dejó
boquiabiertos en La vida en rosa (2007),
Nine (2009), De óxido y hueso (2012) o El
sueño de Ellis (2013), cambiando su forma de mirar, variando su manera de
hablar, adoptando la cadencia propicia, alterando el modo de andar, expresando el
peso del suplicio que está viviendo en los hombros encogidos, en la cabeza que
se hunde en los mismos, en los pies que arrastra sin energía, sin rumbo, sin
fe, lastre al que va sumando el de los azotes que sufren sus compañeros,
rumiando la humillación que ahoga sus palabras, sufriendo los embates del grito
que pugna en su interior y, al no encontrar vía de escape, la inmoviliza,
incapaz de abrir una botella de agua porque se convulsiona presa de un vómito
que la anega, incapaz de resistir un minuto más. Algunos no comprenderán que
con una experiencia así se pueda afirmar que uno ha vuelto a disfrutar en una
sala de cine, pero al margen de recordar que la primera acepción del DRAE
sanciona que ese verbo significa “percibir o gozar los productos y utilidades
de algo”, no todo disfrute ha de ser placentero en el sentido de extasiarse ante
lo bello, sino porque te sientes conmovido, transformado, removido por el arte,
por su capacidad revolucionaria, por su defensa de los débiles, de los
oprimidos, por su verdad: eso y más consiguen Marion Cotillard y los Dardenne.
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