domingo, 9 de noviembre de 2014

"321 DÍAS EN MICHIGAN": NO ES CUESTIÓN DE CANTIDAD






DIRECCIÓN: Enrique García GUIÓN: Enrique García, Isa Sánchez MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Alberto D. Centeno MONTAJE: Miguel Doblado REPARTO: Chico García, Virginia de Morata, Héctor Medina, Virginia Muñoz, Salva Reina, David García-Intriago

   Nadie está libre de tropezar con las generalizaciones, de caer en ellas, pero conviene mantenerse alerta para no ser demasiado injusto, para afirmar lo que no se corresponde con la realidad, para no encastillarse en unas posiciones que, a la larga, pueden volverse en nuestra contra (por mucho que siga habiendo abundancia de aquellos que hablan como si no hubiese hemerotecas, testigos, memoria, como si no alternasen “Diego” y “digo” sin bochorno, cual palabras sinónimas); una de las vulgarizaciones más habituales es la de denostar el cine español en bloque, aplicándose con saña en desprestigiar algunos nombres que a la mayoría (perdón si caigo en el error denunciado pero, al menos en esta profesión, así es como lo percibo por comentarios, burlas, desdenes que van mucho más lejos de lo que se publica, basta con asistir a alguna proyección para la prensa –en la que brotan comentaristas de no se sabe dónde-) le sientan como una patada en el estómago por sus posicionamientos políticos, por su vida privada, por sus manifestaciones como ciudadanos (si bien es cierto que privilegiadas y aumentadas al ser dichas por ellos, personajes públicos), mezclando sin recato palabras insultantes, bulos, exageraciones, comentarios (camuflémoslos en el eufemismo) puramente extracinematográficos, alardes que comúnmente pasan por el “no veo cine español porque no me gusta”, pero ni se exponen razones ni se aportan ejemplos que apuntalen la tesis y, como decimos, mete en el mismo saco a todo el mundo, sin distinción de géneros, estilos, directores, presupuestos o cualquier factor de los múltiples que, a las primeras de cambio, dejan claras las diferencias entre Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), El orfanato (2007) o Las voces de la noche (2003). Del mismo modo, hay quien se erige en defensor acérrimo de nuestro cine (podríamos centrarnos en cualquier nacionalidad, pero, parece adecuado seguir hablando en estos términos, puesto que hoy nos convoca una cinta española) con la misma actitud cerril que la exhibida por los opuestos, volviendo en este caso sus diatribas hacia el público, como si no tuviese derecho a elegir, considerándole inferior, sin cultivar (si bien es cierto que muchos espectadores imitan y mantienen el discurso de gente como Alfonso Ussía, la manera de convencerles, hacerles caer en la cuenta de que pueden estar equivocados –todo, al fin y al cabo, es una cuestión de gustos y cualquier adjetivo es matizable (pero hay que conocer la obra para calificarla, no despreciarla sin verla, decir esto o aquello desde el prejuicio y/o la ignorancia)- intentar motivar una reflexión, encontrar los verdaderos porqués, el modo de ganar adeptos, de revitalizar una preferencia, un interés por cualquier film, no es el adoptado por estos voceros delirantes, quienes en realidad proporcionan razones –por lo incendiario, por lo ofensivo, por lo redundante de su texto, porque saltan a la vista otros intereses más allá del meramente artístico, del deseo de compartir con los demás aquello que se ha disfrutado y que no se sabe exponer- para todo lo contrario y, así, nos encontramos dando vueltas a la pescadilla que se muerde la cola sin despejar el horizonte.
   Y cuando se empiezan a recopilar cifras, a pasar revista (aunque aún nos quedan casi dos meses de 2014 por delante), cuando algunos títulos mantienen su presencia en cartelera y las salas llenas o a medio llenar, cuando la crítica se deshace en elogios, cuando fenómenos como Torrente demuestran que no han perdido el favor del público, cuando esos palmeros entusiastas pregonan las excelencias del cine patrio, aparecen pequeñas películas, ímprobos esfuerzos, voces nuevas, talentos capaces de sacar adelante su proyecto con presupuestos ajustadísimos, creadores imaginativos que de la necesidad hacen virtud (reconocimiento no sólo dirigido a los cineastas, sino a cualquiera de los involucrados, a esos departamentos de producción, vestuario, dirección artística, maquillaje, a los cámaras, montadores, sonidistas, a tantos y tantos), obras que en Hollywood, en EEUU (lugar al que también se demoniza en bloque), se promueven, se consideran imprescindibles para que la industria siga funcionando, se potencian, en las que se rebajan cachés, se implican grandes nombres que priman la calidad por encima de lo aparatoso, se da oportunidad a desconocidos, incluso aunque sean arrinconadas, aplastadas, sea complicada su distribución, queden relegadas, terminan por salir a flote (sí, a veces mucho tiempo después de haber sido realizadas, pero al menos se dejan como sedimento, como posibilidad, como rareza, como lo que sea). Pero, en España, este tipo de producciones, a no ser que traiga de fábrica un extra, tenga relaciones con determinadas corrientes, con ciertos amigos, sus vasos comunicantes con la pomada permitan un flujo caudaloso, a no ser que sean películas que nacen aureoladas con el apoyo incondicional de determinadas voces, que han sido elegidas antes de su estreno, en la mayoría de las ocasiones no consiguen despegar, pasan de puntillas y muy rápido por la cartelera, son víctimas de una distribución que las condena de antemano, apenas consiguen menciones, incluso aunque, como en el caso que nos ocupa, hayan sido exhibidas en el Festival de Málaga y hayan conseguido algún galardón. 321 días en Michigan supone el debut en el largometraje de Enrique García y da una curiosa vuelta de tuerca a lo que podría denominarse “drama carcelario”, puesto que su protagonista ingresa por ese periodo en un centro penitenciario pero, con la ayuda de su novia, finge que marcha a esa ciudad para cursar un máster y, de ese modo, no quedar estigmatizado o ser condenado al ostracismo por su entorno laboral; uno de los mayores aciertos es evitar el tono exageradamente cómico, no transitar por un humor trillado o inconveniente, que dejaría la premisa en algo insustancial, puesto que su mayor objetivo es reflejar cómo es la vida tras esas paredes, siguiendo más la estela de la estupenda Septiembres (2007), el fantástico documental de Carles Bosch, que la rimbombancia y pirotecnia de la excesivamente aplaudida Celda 211 (2009), la ficción de Daniel Monzón que fue alabada por lo mismo que se hubiese atacado a una similar llegada desde EEUU. En ese sentido, la ópera prima de García sabe captar con naturalidad las rutinas, la cotidianidad, es muy verosímil y evita caer en determinados tópicos que, por mucho que sean reales, podrían suponer un lastre por ya vistos, por el abuso que se ha hecho de los mismos; pero, en esa huida de determinados tonos, en ese trazo somero de ciertos personajes para que no suenen “a lo de siempre”, el guión parece enrocarse un tanto en sí mismo y no ir más allá del planteamiento, sin decantarse por ninguna de sus posibles bazas, diluyendo la posible denuncia, desaprovechando situaciones y subtramas, sabiendo mantener un tono equilibrado pero que peca de distante, tal vez de poca ambición o de miedo por no ser capaz de refrenar cuando convenga, titubeos comprensibles en una ópera prima pero que impiden una mayor implicación del espectador.
   Chico García resulta demasiado monocorde en un rol que precisaría mayor ambigüedad, una cierta sorna, incluso caer mal (al fin y al cabo ha delinquido), jugar con la audiencia, quedando más al aire sus carencias interpretativas al enfrentarse con ese vendaval llamado Virginia de Morata, quien imprime más fuerza a su personaje de la que tiene sobre el papel, actriz con presencia, capaz de expresar mucho con poco, una robaplanos que gana por goleada desde el comedimiento, imponiéndose al resto del reparto. En el Festival de Málaga fueron premiados ex aequo como actores de reparto Héctor Medina y Salva Reina, ambos en papeles que se quedan en la superficie, en el estereotipo, aunque los dos obvian el exceso o la desproporción, especialmente el segundo en un cometido cómico que en manos de otro hubiera podido llegar a ser irritante; del mismo modo, 321 días en Michigan obtuvo el reconocimiento del público, quien la distinguió de entre todas las películas proyectadas en la sección oficial, lo que es reflejo de su saber hacer, ese que, por desgracia, no muchos están pudiendo/podrán corroborar (es de desear que la próxima aventura de Enrique García, porque merece una nueva oportunidad para que pueda ir madurando, para demostrar que las bondades percibidas en esta cinta no son flor de un día, para ir definiendo su propia voz, tenga una mayor repercusión).

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