lunes, 30 de marzo de 2015

"LA MUJER DE NEGRO: EL ÁNGEL DE LA MUERTE": CUESTIÓN DE ATMÓSFERA





TÍTULO ORIGINAL: The Woman in Black 2: Angel of Death DIRECCIÓN: Tom Harper GUIÓN: Jon Croker (basado en una historia de Susan Hill) MÚSICA: Marco Beltrami, Brandon Roberts, Marcus Trumpp FOTOGRAFÍA: Geroge Steel MONTAJE: Mark Eckersley REPARTO: Phoebe Fox, Jeremy Irvine, Helen McCrory, Oaklee Pendergast, Adrian Rawlins, Ned Dennehy

   La imaginación es un arma muy poderosa (por eso hay tantos que la temen e intentan acallarla, cercenarla, amordazarla), nunca es posible saber si le queda munición, se recarga sin necesidad de esfuerzo, puede creerse atrofiada por falta de uso, incluso inexistente, y un buen día sorprende a su poseedor (aunque tal vez habría que decir poseído –y no es por jugar con la polisemia ni nada por el estilo aprovechando la temática de la película que nos ocupa: es tal su fuerza que arrebata al creador sin que éste sea capaz de explicar cómo ni por qué llegó a ese destino-) y aún más a aquel que no se preocupaba por ella, al que la ignoraba, al que la rechazaba, al que la desconocía; lo nacido de su actividad, de su uso, de su ejercicio, de su libertad, puede parecer más racional, más tangible, más vívido, más creíble que lo propiamente experimentado, por mucho que sepamos que es tan sólo una quimera, una ficción, una invención, llega a imponerse por encima de lo tangible, de lo vivido, de lo que solemos llamar realidad o altera nuestra percepción sobre la misma, abre otras posibilidades, nuevas vías de expresión y/o de interacción con lo que nos rodea y con nosotros mismos, con nuestros miedos, nuestros anhelos, ese capital que heredamos, llevamos impreso, enriquecemos, obviamos, eso que nos roe por dentro y en ocasiones resumimos bajo la etiqueta de “los universales”. Como tantas veces se afirma, el miedo es libre, cada cual lo siente a su manera, y por mucho que uno pueda ser muy racional en lo cotidiano, por mucho que sea consciente de que se atemoriza ante lo inexistente, ante lo fabulado, ante una leyenda, ante una invención, como se dijo al principio, el poder de lo convocado es tal que no queremos apagar la luz, abrir la puerta del armario, poner un pie en el suelo, miles de convenciones que a lo largo del tiempo se han ido instalando en el inconsciente colectivo (ese ente abstracto que perdura y se engrandece cada día) y con las que cada uno convive a su modo, simas terribles en las que horadaron autores como Poe, Maupassant, Baudelaire, Emily Brönte, Wilkie Collins, Stevenson, Lovecraft, Henry James, Mary Shelley, Joseph Conrad, cada uno con sus particularidades, cada uno combatiendo con (y en ocasiones contra) su genio, todos ellos y muchos más se enfangaron, se arrojaron sin decoro ni medida (pero con altísima calidad literaria) a lo enigmático, a lo espantoso, a lo perverso, a lo inquietante, al modo en que colisionan los sentidos cuando creen experimentar algo que la mente rechaza, ignora, no se atreve a asimilar, no sabe cómo denominar, fueron capaces de llegar más allá de cualquier límite humano, lo superaron con creces, se mancharon las manos, miraron de frente los fantasmas (en cualquiera de las acepciones posibles) que pueblan los delirios humanos.
   Y más allá de tantas fantasías que aun sabiéndose tales se adueñan en algún momento de nuestro raciocinio, el terror más arraigado es aquel que surge en lo cotidiano, en nuestro ámbito más íntimo, en lo que creemos controlado, esos momentos de angustia, de pánico, de horror, que se viven en la aparente seguridad de nuestros hogares, con familiares, conocidos, vecinos, esos momentos en que lo real y lo fantástico se aúnan, en que las fronteras se diluyen, en que la atmósfera se torna asfixiante, ominosa, enrarecida, esos incidentes que no se pueden concretar, que resultan complejos de verbalizar, inexplicables en su totalidad (por inefables y por escaparse a cualquier explicación que parezca lógica) pero cuyos efectos se sienten; ahí radica, por ejemplo, el mayor éxito de las historias de Stephen King, de las que permanecerán de entre su prolífica producción, esas que en algún momento o en su totalidad hablan de psicologías, ponen pie en la tierra, no se enredan en elucubraciones o recurren a realidades paralelas, mundos subterráneos o extraterrestres, oprimen lo anímico, claustrofóbicas y amenazantes, terribles por reconocibles (de hecho, el escritor comenzó a publicar y ser reconocido, y rápidamente adaptado a la gran pantalla, en el momento de eclosión de un cine que aún mantiene vigencia precisamente por eso, por la sugestión que sabe convocar sin recurrir a truculencias ni efectos, no cabe duda que algunas de las secuencias más terroríficas de El exorcista (1973), La profecía (1976), El resplandor (1978) o la propia La matanza de Texas (1974) suceden cuando apenas se ve nada, cuando tan sólo se sugiere, cuando lo considerado normal se distorsiona sin que su apariencia cambie, cuando el corazón del espectador se dispara sin tener claro lo que sucede hasta que ya está pasando). Y recuperar este estilo, estas historias sencillas (y si se quiere previsibles, no se trata de la sorpresa final, del manido truco que provoca sobresalto), estas atmósferas que vinculamos y reconocemos como propias del género gótico, este terror que parece va supurando de las imágenes como un humor incontenible pero que sólo se percibe cuando es tarde para limpiarlo, este ritmo pausado pero continuo que va acumulando tensión hasta llegar a lo irrespirable, este jugar en una nebulosa entre la razón y la alucinación, regresar a los orígenes para en realidad reinventar el género fue el motor que propició uno de los títulos más estimulantes y gratificantes de los últimos años, la resurrección de un modo de tratar estos asuntos (la productora que auspició el proyecto fue la Hammer, tal vez más popular por filmes más grotescos y gráficos que los reseñados, pero todo un seguro a la hora de tomarse el terror en serio –con sus excepciones, por supuesto-), una revisitación con personalidad propia, una joyita como La mujer de negro (2012), inspirada en la novela de Susan Hill que dio pie a una de las obras de teatro más representadas de las últimas décadas en varias países (en España, por ejemplo, constituyó todo un éxito para Emilio Gutiérrez Caba).
   La repercusión de aquella cinta, con un Daniel Radcliffe quitándose de encima con suma facilidad la sombra del Harry Potter fílmico, ese estereotipo blando y sin sustancia en que convirtieron el personaje creado por J. K. Rowling (y todos los demás de la saga), con un James Watkins tras la cámara aportando firmeza y confiando en sus recursos, con una secuencia magistral en la que sólo algunos sonidos, la iluminación, el escenario, el rostro del actor principal (por bastante menos de lo que conseguía Radcliffe durante estos minutos, los críticos han encumbrado a otros y la Academia ha entregado premios) provocaban que se contuviese la respiración, la jugada salió mejor de lo esperado y era lógico que se pensase en una secuela, en realidad en otra historia que recoge el ambiente, el personaje que da nombre a la misma y al que hay que seguir temiendo, el modo de hacer, pero puede verse con total independencia de su antecesora, a la que no consigue ni acercarse en logros por mucho que la creación de atmósfera esté muy lograda y el hecho de enmarcarla en la Segunda Guerra Mundial ayude a que el edificio abandonado y medio en ruinas en que transcurre casi toda la acción acentúa lo vil, lo funesto, lo que amedrenta porque es fruto de semejantes, de otros seres humanos. Tom Harper asume las tareas de dirección pero se muestra poco inspirado más allá de lo que ofrecen per se las paredes, la oscuridad, el aislamiento, los ecos de la guerra, confiándolo todo a cómo la ambientación y los personajes nos evocan nuestros propios miedos, el pánico a la orfandad (que no tiene sólo que ver con los padres), la angustia por sentirnos incomprendidos, la crueldad de los otros, sentimientos que expresa con contundencia y acierto el niño Oaklee Pendergast, quien encuentra una contendiente de altura en Helen McCrory (otra de esas actrices británicas capaces de cambiar de registro, tono e intención con una mínima inflexión de la voz y un gesto casi imperceptible), resultando un tanto lamentable la escasa fuerza de Phoebe Fox en una interpretación muy plana y facilona, arrinconando el propio guión a Jeremy Irvine en un cometido casi secundario y plagado de tópicos, lastre que termina por hacerse demasiado pesado tras un inicio prometedor. Aunque el resultado sea bastante decepcionante, ojalá esta idea encuentre continuadores y La mujer de negro vea aumentada su familia, quedando este El ángel de la muerte como un intento fallido aunque con algunos mimbres que piden un cesto mejor acabado.

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