miércoles, 11 de marzo de 2015

"CINCUENTA SOMBRAS DE GREY": ESTO NO ES UNA PELÍCULA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Fifty Shades of Grey DIRECCIÓN: Sam Taylor-Johnson GUIÓN: Kelly Marcel (basado en la novela homónima de E. L. James) MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Seamus McGarvey MONTAJE: Debra Neil-Fisher, Anne V. Coates, Lisa Gunning REPARTO: Dakota Johnson, Jamie Dornan, Jennifer Ehle, Eloise Mumford, Luke Grimes, Marcia Gay Harden

 

Hay ocasiones en que el análisis de una obra no puede circunscribirse a sí misma porque el impacto que provoca, las reacciones que merece, el fenómeno en que se convierte, la controversia que enciende, la trascendencia que alcanza se cimienta más en condicionantes exógenos que en el producto obtenido; la necesidad de atender, cuantificar, enumerar y analizar estos aspectos se agudiza cuando es imposible disociarlos de la película porque han tenido trascendencia e importancia en su elaboración, porque han condicionado decisiones artísticas, porque resulta muy difícil (al menos para el que suscribe) centrarse sólo en lo que se ve en pantalla, ya que sin todo lo de alrededor estaríamos hablando de algo completamente diferente o tal vez ni siquiera lo estaríamos haciendo (y porque si Cincuenta sombras de Grey va a ocupar un lugar en la historia del séptimo arte –querámoslo o no ya lo está ocupando, al menos hasta que algún otro título le arrebate los récords y las cifras conseguidas- no será por sus cualidades y/o calidades cinematográficas –aunque, como todo, depende del criterio de cada uno-, sino por su capacidad de implantación, por haberse erigido en icono y haber dado pie a millares de imitaciones que sus admiradoras (hay que remarcar el femenino en esta ocasión) rechazan con virulencia, por haber dado nombre a una corriente, a una actitud, a un grito, a un fenómeno social, porque cuando el tiempo (ojalá sea lo más inmisericorde posible) sepulte y liquide las novelitas de la tal E. L. James, aplicando una perspectiva histórica, haciendo balance, recopilando usos y costumbres de los primeros años del siglo XXI, explicando la evolución/involución de los gustos y comportamientos humanos, dejando constancia de lo sucedido, alguien en algún momento de su investigación topará con esta realidad inapelable: Cincuenta sombras de Grey ha roto esquemas, previsiones de ventas, ha tenido (está teniendo) un momento de gloria explosivo y generalizado que, si sólo atendemos a su traslación fílmica, resulta casi inexplicable.

   Podremos tachar de muchas cosas a la creadora de la trilogía original (esos volúmenes que se han traducido a 51 idiomas y han vendido más de cien millones de ejemplares), pero no de estafadora, en el sentido de que jamás ha pretendido dar gato por liebre; aunque desde el principio el acento se puso en el componente sexual, en el verismo y crudeza de esas escenas, aunque la publicidad jugó y juega (da igual que ya se conozca lo que hay) la baza descarada del morbo, de escarbar en lo íntimo, de coquetear con las fantasías más inconfesables, de proponer un viaje hasta el final, de un puñado de frases hechas que inciden en “eso”, aunque las primeras recomendaciones llegaban por ese lado (“qué fuerte”, “qué pasada”, “qué cosquilleo”), E. L. James demostró un verdadero olfato a la hora de diseñar su éxito, pegándose a una fórmula que no sufre desgaste si se recupera cada cierto tiempo (y que ahora son otr@s los que están agotando, periclitando, manoseando, abundando más de la cuenta), sabiendo sorprender en alguna medida, combinando cierta audacia y clasicismo a la hora de trenzar el argumento: “Básicamente es una sencilla historia de amor entre una joven sin experiencia, mucho más fuerte de lo que ella cree, y un hombre herido en el pasado, y sobre el poder sanador del amor incondicional. Se habló mucho de las escenas sexuales, pero lo que realmente atrajo a los seguidores de la trilogía fue la historia de amor”. Y esa es la puritita verdad: chico guapo, con posibles, con un algo por descubrir, con un secreto por extirpar, con un alma que redimir, cautiva a una muchacha humilde, a veces no demasiado agraciada, en otras no sabiendo sacar partido de sus encantos, ignorante de los mismos (porque ese es otro universal y Betty la fea sólo lo es de mote –Marianela sí, no responde a los cánones clásicos de belleza, no hay cisne que descubrir debajo del disfraz, tiene el rostro desgastado por el aire y el sol, es auténtica, pero, claro, es una criatura de Galdós no la sublimación de un deseo-), una joven que encuentra en el amor la fuerza necesaria para superar las barreras sociales, para hacer las concesiones justas con tal de conseguir su objetivo, para salir victoriosa y lo más indemne posible –cuando menos, reforzada, más segura-, para satisfacer los anhelos amatorios de tant@s, es decir, lo que hizo Corín Tellado durante tanto tiempo, un ejercicio rancio y un tanto misógino (o sin lo de “un tanto”) en parte condicionado por la época y en parte por su propio carácter reaccionario (presumía, por ejemplo, de no haber escrito nunca la palabra “bragas” –tampoco “sujetador” ni “calzoncillos”-, decía que “no por moral, sino por estética”), un mundo que, por muchas turbulencias, obstáculos, dramas con los que se viese obligada a pelear/superar/convivir la heroína de turno, al final siempre era de color rosa (vamos, lo que pasaba en Los ricos también lloran e incluso en los seriales que llegaban desde EEUU había alguna pareja que sufría por rencillas familiares, por diferencias sociales, por esto y por aquello –Fallon Carrington era la amante del chófer de su padre en la primera temporada de Dinastía, por ejemplo-; nuestra copla es rica en ejemplos de amores imposibles por cuestión de herencia y apellido).

   Se supone que la transgresión que supone Cincuenta sombras de Grey, el reto que plantea a las lectoras, el punto de partida caliente (en toda la extensión de la palabra) es el interrogante “¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar?”, y aquí, al margen de su innegable astucia para saber qué teclas pulsar y con qué intensidad, es donde la autora deja claro desde el principio el poco o nulo concepto que tiene sobre la mujer actual (más allá, como ya se ha dicho, de que ciertos trucos siempre funcionen: de lo que se trata es del modo en que son utilizados) porque su heroína (ejem) se deja humillar sólo hasta cierto punto (no conviene olvidar que en las prácticas BDSM quien en realidad tiene el poder, quien decide hasta dónde o cuándo es el esclavo y que el amo está a merced de éste –algo que se puede colegir del modo en que Anastasia negocia con Grey el contrato-), tiene coladito por sus huesos al tío más buenorro, más millonario y todos los mases que queramos añadir (al modo de aquella falsaria Una proposición indecente (1993) en la que se quería hacer tambalear la moral de las mujeres casadas planteando la cuestión “¿Serías infiel por un millón de dólares?” y más de una respondía “con Robert Redford, hasta gratis” –cosa comprensible, por otro lado, no nos hagamos ahora los mojigatos o los fieles más allá de las fantasías con astros de la pantalla, con bellezas de ese calibre-), a ratos provoca que la perversa parece/resulte ella por negarse, por dar dos pasos hacia delante y rápidamente retroceder, por hacer albergar esperanzas, en definitiva, él parece tener razones enquistadas para sufrir las consecuencias de esas cincuenta sombras y ella puede ser ángel benéfico o demonio implacable (y puede que alguien diga que, por lo tanto, coloca a la mujer en un plano superior y el hombre es una marioneta en sus manos, que hay muy poco de misógino en ese planteamiento: lo verdaderamente deleznable es el dibujo que hace de su personaje femenino, la vulgarización de los afectos, la fatuidad del tono empleado, lo engolado de unos diálogos vacíos, la reducción de los seres humanos a cuerpos con cajas registradoras donde se supone tendría que haber un cerebro o un corazón –que no es que no haya gente así, claro, pero la James da a entender que cualquiera haría lo mismo y que, no puede negarse, lo que hace ella es venderse por sexo, o sea, tía, ¿de qué estás hablando?-, a la manipulación de su mensaje, al sustrato que alienta la narración –aunque cuesta emplear ciertos términos en lo que se ha publicado, por mucho que técnicamente es un libro, eso es innegable-).

   Y la película es una traslación lo más literal posible (de otro modo, las fans se revolverían en la butaca), amagando pero no dando (en el fondo es así: sólo parezco osada, sólo soy procaz lo justo, adorno lo que puede ser más rechazable, voy más allá que la Cartland –lo que tampoco es difícil-), limando las asperezas necesarias para que no condenen el film con esa “R” tan temida en Hollywood, con una estupenda factura, bien conducida por Sam Taylor-Johnson (no sublima, no enriquece, no engrandece, se limita a exponer, a servir la historia para que el patio de butacas suspire, no incide en nada, mantiene una elegante distancia –tal vez por eso la James le ha hecho la vida imposible y la cineasta ya ha anunciado que abandona la trilogía-), con un Jamie Dornan que hace todo lo que puede por romper el arquetipo en que le aprisionan desde la primera secuencia (un estupendo actor que sabe combinar su atractivo con un lado oscuro, incluso siniestro, tal y como deja claro en la muy interesante The Fall (2013), la serie británica que protagoniza junto a una escalofriante Gillian Anderson y cuya tercera temporada aún no tiene fecha de emisión), incorporación polémica al reparto no por su inadecuación sino por el modo en que llegó al mismo (la James, a la que puede, sigue dejando muy claro su carácter agrio e intolerante, no contenta con ser misógina también es homófoba, y así lo demostró al negarse a que Matt Bomer encarnase a Grey por ser homosexual -podría haber dicho que no le veía en el personaje y punto, pero ella tuvo que recrearse en la suerte y, para colmo, hay quien se lo consiente porque tiene poder para eso y para lo que se le ponga en la peineta, hechos que cuando menos provocan un asco infinito-), con una Dakota Johnson desganada, hastiada, sin ninguna gracia (algo que también dejó claro, por ejemplo, en la alfombra roja de los Oscar –con espectáculo un tanto bochornoso incluido junto a mamá Melanie- y en su aparición durante la gala de entrega), una protagonista sin fuerza ni presencia, un absoluto despropósito que redunda en el absurdo mensajito de la autora, cuya presencia parece querer decir “¿lo veis, chicas? No desesperéis. Aunque parezcáis desaseadas, aunque no deis importancia a vuestro aspecto físico, aunque os importe todo un ardite, vuestro príncipe azul, rompiéndose de guapo, con una chequera inagotable, aparecerá para poner su imperio a vuestros pies. Sí, puede que os exija algún sacrificio, pero tampoco será para tanto y, además, podréis redimirle, darle la vuelta como un calcetín. ¡Qué fantástico!”. En fin, hay quien se consuela con el hecho de que, al menos, se venden libros, se ven películas, pero, honestamente, no creo que el público conseguido de esta forma y con estos anzuelos den el salto a otras cosas, especialmente en lo que a lecturas se refiere (hay una prueba del algodón muy fácil de hacer, viene del original: si Anastasia es un modelo a seguir, ¿por qué las ventas de Thomas Hardy no han aumentado? ¡Ahí lo dejo!).

No hay comentarios:

Publicar un comentario