TÍTULO ORIGINAL: Fifty Shades of Grey
DIRECCIÓN: Sam Taylor-Johnson GUIÓN: Kelly Marcel (basado en la novela homónima
de E. L. James) MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Seamus McGarvey MONTAJE: Debra
Neil-Fisher, Anne V. Coates, Lisa Gunning REPARTO: Dakota Johnson, Jamie
Dornan, Jennifer Ehle, Eloise Mumford, Luke Grimes, Marcia Gay Harden
Hay
ocasiones en que el análisis de una obra no puede circunscribirse a sí misma
porque el impacto que provoca, las reacciones que merece, el fenómeno en que se
convierte, la controversia que enciende, la trascendencia que alcanza se
cimienta más en condicionantes exógenos que en el producto obtenido; la
necesidad de atender, cuantificar, enumerar y analizar estos aspectos se
agudiza cuando es imposible disociarlos de la película porque han tenido
trascendencia e importancia en su elaboración, porque han condicionado
decisiones artísticas, porque resulta muy difícil (al menos para el que
suscribe) centrarse sólo en lo que se ve en pantalla, ya que sin todo lo de
alrededor estaríamos hablando de algo completamente diferente o tal vez ni
siquiera lo estaríamos haciendo (y porque si Cincuenta sombras de Grey va a ocupar un lugar en la historia del
séptimo arte –querámoslo o no ya lo está ocupando, al menos hasta que algún
otro título le arrebate los récords y las cifras conseguidas- no será por sus
cualidades y/o calidades cinematográficas –aunque, como todo, depende del
criterio de cada uno-, sino por su capacidad de implantación, por haberse
erigido en icono y haber dado pie a millares de imitaciones que sus admiradoras
(hay que remarcar el femenino en esta ocasión) rechazan con virulencia, por
haber dado nombre a una corriente, a una actitud, a un grito, a un fenómeno
social, porque cuando el tiempo (ojalá sea lo más inmisericorde posible)
sepulte y liquide las novelitas de la tal E. L. James, aplicando una
perspectiva histórica, haciendo balance, recopilando usos y costumbres de los
primeros años del siglo XXI, explicando la evolución/involución de los gustos y
comportamientos humanos, dejando constancia de lo sucedido, alguien en algún
momento de su investigación topará con esta realidad inapelable: Cincuenta sombras de Grey ha roto
esquemas, previsiones de ventas, ha tenido (está teniendo) un momento de gloria
explosivo y generalizado que, si sólo atendemos a su traslación fílmica,
resulta casi inexplicable.
Podremos tachar de muchas cosas a la
creadora de la trilogía original (esos volúmenes que se han traducido a 51
idiomas y han vendido más de cien millones de ejemplares), pero no de
estafadora, en el sentido de que jamás ha pretendido dar gato por liebre;
aunque desde el principio el acento se puso en el componente sexual, en el
verismo y crudeza de esas escenas, aunque la publicidad jugó y juega (da igual
que ya se conozca lo que hay) la baza descarada del morbo, de escarbar en lo
íntimo, de coquetear con las fantasías más inconfesables, de proponer un viaje
hasta el final, de un puñado de frases hechas que inciden en “eso”, aunque las
primeras recomendaciones llegaban por ese lado (“qué fuerte”, “qué pasada”, “qué
cosquilleo”), E. L. James demostró un verdadero olfato a la hora de diseñar su
éxito, pegándose a una fórmula que no sufre desgaste si se recupera cada cierto
tiempo (y que ahora son otr@s los que están agotando, periclitando, manoseando,
abundando más de la cuenta), sabiendo sorprender en alguna medida, combinando
cierta audacia y clasicismo a la hora de trenzar el argumento: “Básicamente es
una sencilla historia de amor entre una joven sin experiencia, mucho más fuerte
de lo que ella cree, y un hombre herido en el pasado, y sobre el poder sanador
del amor incondicional. Se habló mucho de las escenas sexuales, pero lo que
realmente atrajo a los seguidores de la trilogía fue la historia de amor”. Y
esa es la puritita verdad: chico guapo, con posibles, con un algo por
descubrir, con un secreto por extirpar, con un alma que redimir, cautiva a una
muchacha humilde, a veces no demasiado agraciada, en otras no sabiendo sacar partido
de sus encantos, ignorante de los mismos (porque ese es otro universal y Betty
la fea sólo lo es de mote –Marianela sí, no responde a los cánones clásicos de
belleza, no hay cisne que descubrir debajo del disfraz, tiene el rostro
desgastado por el aire y el sol, es auténtica, pero, claro, es una criatura de
Galdós no la sublimación de un deseo-), una joven que encuentra en el amor la
fuerza necesaria para superar las barreras sociales, para hacer las concesiones
justas con tal de conseguir su objetivo, para salir victoriosa y lo más indemne
posible –cuando menos, reforzada, más segura-, para satisfacer los anhelos
amatorios de tant@s, es decir, lo que hizo Corín Tellado durante tanto tiempo,
un ejercicio rancio y un tanto misógino (o sin lo de “un tanto”) en parte
condicionado por la época y en parte por su propio carácter reaccionario
(presumía, por ejemplo, de no haber escrito nunca la palabra “bragas” –tampoco “sujetador”
ni “calzoncillos”-, decía que “no por moral, sino por estética”), un mundo que,
por muchas turbulencias, obstáculos, dramas con los que se viese obligada a
pelear/superar/convivir la heroína de turno, al final siempre era de color rosa
(vamos, lo que pasaba en Los ricos también
lloran e incluso en los seriales que llegaban desde EEUU había alguna
pareja que sufría por rencillas familiares, por diferencias sociales, por esto
y por aquello –Fallon Carrington era la amante del chófer de su padre en la
primera temporada de Dinastía, por
ejemplo-; nuestra copla es rica en ejemplos de amores imposibles por cuestión
de herencia y apellido).
Se supone que la transgresión que supone Cincuenta sombras de Grey, el reto que
plantea a las lectoras, el punto de partida caliente (en toda la extensión de
la palabra) es el interrogante “¿Hasta dónde estarías dispuesta a llegar?”, y
aquí, al margen de su innegable astucia para saber qué teclas pulsar y con qué
intensidad, es donde la autora deja claro desde el principio el poco o nulo concepto
que tiene sobre la mujer actual (más allá, como ya se ha dicho, de que ciertos
trucos siempre funcionen: de lo que se trata es del modo en que son utilizados)
porque su heroína (ejem) se deja humillar sólo hasta cierto punto (no conviene
olvidar que en las prácticas BDSM quien en realidad tiene el poder, quien
decide hasta dónde o cuándo es el esclavo y que el amo está a merced de éste –algo
que se puede colegir del modo en que Anastasia negocia con Grey el contrato-),
tiene coladito por sus huesos al tío más buenorro, más millonario y todos los
mases que queramos añadir (al modo de aquella falsaria Una proposición indecente (1993) en la que se quería hacer
tambalear la moral de las mujeres casadas planteando la cuestión “¿Serías
infiel por un millón de dólares?” y más de una respondía “con Robert Redford,
hasta gratis” –cosa comprensible, por otro lado, no nos hagamos ahora los
mojigatos o los fieles más allá de las fantasías con astros de la pantalla, con
bellezas de ese calibre-), a ratos provoca que la perversa parece/resulte ella
por negarse, por dar dos pasos hacia delante y rápidamente retroceder, por
hacer albergar esperanzas, en definitiva, él parece tener razones enquistadas
para sufrir las consecuencias de esas cincuenta sombras y ella puede ser ángel
benéfico o demonio implacable (y puede que alguien diga que, por lo tanto,
coloca a la mujer en un plano superior y el hombre es una marioneta en sus
manos, que hay muy poco de misógino en ese planteamiento: lo verdaderamente
deleznable es el dibujo que hace de su personaje femenino, la vulgarización de
los afectos, la fatuidad del tono empleado, lo engolado de unos diálogos
vacíos, la reducción de los seres humanos a cuerpos con cajas registradoras
donde se supone tendría que haber un cerebro o un corazón –que no es que no
haya gente así, claro, pero la James da a entender que cualquiera haría lo
mismo y que, no puede negarse, lo que hace ella es venderse por sexo, o sea,
tía, ¿de qué estás hablando?-, a la manipulación de su mensaje, al sustrato que
alienta la narración –aunque cuesta emplear ciertos términos en lo que se ha
publicado, por mucho que técnicamente es un libro, eso es innegable-).
Y la película es una traslación lo más
literal posible (de otro modo, las fans se revolverían en la butaca), amagando
pero no dando (en el fondo es así: sólo parezco osada, sólo soy procaz lo
justo, adorno lo que puede ser más rechazable, voy más allá que la Cartland –lo
que tampoco es difícil-), limando las asperezas necesarias para que no condenen
el film con esa “R” tan temida en Hollywood, con una estupenda factura, bien
conducida por Sam Taylor-Johnson (no sublima, no enriquece, no engrandece, se
limita a exponer, a servir la historia para que el patio de butacas suspire, no
incide en nada, mantiene una elegante distancia –tal vez por eso la James le ha
hecho la vida imposible y la cineasta ya ha anunciado que abandona la trilogía-),
con un Jamie Dornan que hace todo lo que puede por romper el arquetipo en que
le aprisionan desde la primera secuencia (un estupendo actor que sabe combinar
su atractivo con un lado oscuro, incluso siniestro, tal y como deja claro en la
muy interesante The Fall (2013), la
serie británica que protagoniza junto a una escalofriante Gillian Anderson y
cuya tercera temporada aún no tiene fecha de emisión), incorporación polémica
al reparto no por su inadecuación sino por el modo en que llegó al mismo (la
James, a la que puede, sigue dejando muy claro su carácter agrio e intolerante,
no contenta con ser misógina también es homófoba, y así lo demostró al negarse
a que Matt Bomer encarnase a Grey por ser homosexual -podría haber dicho que no
le veía en el personaje y punto, pero ella tuvo que recrearse en la suerte y,
para colmo, hay quien se lo consiente porque tiene poder para eso y para lo que
se le ponga en la peineta, hechos que cuando menos provocan un asco infinito-),
con una Dakota Johnson desganada, hastiada, sin ninguna gracia (algo que
también dejó claro, por ejemplo, en la alfombra roja de los Oscar –con espectáculo
un tanto bochornoso incluido junto a mamá Melanie- y en su aparición durante la
gala de entrega), una protagonista sin fuerza ni presencia, un absoluto
despropósito que redunda en el absurdo mensajito de la autora, cuya presencia
parece querer decir “¿lo veis, chicas? No desesperéis. Aunque parezcáis
desaseadas, aunque no deis importancia a vuestro aspecto físico, aunque os
importe todo un ardite, vuestro príncipe azul, rompiéndose de guapo, con una
chequera inagotable, aparecerá para poner su imperio a vuestros pies. Sí, puede
que os exija algún sacrificio, pero tampoco será para tanto y, además, podréis
redimirle, darle la vuelta como un calcetín. ¡Qué fantástico!”. En fin, hay
quien se consuela con el hecho de que, al menos, se venden libros, se ven
películas, pero, honestamente, no creo que el público conseguido de esta forma
y con estos anzuelos den el salto a otras cosas, especialmente en lo que a
lecturas se refiere (hay una prueba del algodón muy fácil de hacer, viene del
original: si Anastasia es un modelo a seguir, ¿por qué las ventas de Thomas Hardy
no han aumentado? ¡Ahí lo dejo!).
No hay comentarios:
Publicar un comentario