jueves, 28 de mayo de 2015

" A CAMBIO DE NADA": PORQUE NADIE ME HA QUERIDO NUNCA OÍR







DIRECCIÓN: Daniel Guzmán GUIÓN: Daniel Guzmán FOTOGRAFÍA: Josu Inchaustegui MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Miguel Herrán, Antonio Bachiller, Felipe García Vélez, Antonia Guzmán, Luis Tosar, María Miguel
   “A veces, para saber quiénes somos debemos enfrentarnos a nuestro pasado. Un viaje duro, difícil y necesario que nos ayuda a conocernos y entender un poco mejor el mundo que nos rodea. Una búsqueda personal en la que podemos comprender la importancia del entorno familiar y social en el desarrollo de nuestra personalidad.
   >>Diferentes circunstancias y acontecimientos moldean nuestro mapa interior pero hay una etapa en nuestra vida que incide de forma determinante en el desarrollo personal: la adolescencia.
   >>(…)Compartir nuestras propias experiencias nos ayuda a conocernos y entender un poco mejor el mundo que nos rodea. Ése es, para mí, el sentido y la necesidad de contar esta historia”.
   Son algunas de las palabras utilizadas por Daniel Guzmán para presentar A cambio de nada, su prometedor y esperanzador debut como director de largometrajes, aunque en realidad deberíamos quedarnos tan sólo con el segundo adjetivo puesto que con el término de esta aventura, con la película estrenada, con el merecido respaldo alcanzado en el último Festival de Málaga (Biznaga de Oro y Premio de la Crítica –al margen de galardones para el propio Guzmán como director y Antonio Bachiller como actor secundario-), con el gozoso visionado en una sala de cine con público que había pagado una entrada y rubricaba los avatares de los personajes con emoción, carcajadas, implicación, complicidad y alguna que otra lagrimilla, se culmina lo anticipado, vislumbrado, pronosticado y alabado en aquel cortometraje, Sueños (2003), que obtuvo un Goya hace ya doce años, un fantástico anticipo de lo que rubrica, amplía, demuestra, consigue una ópera prima llena de ritmo, verdad, vitalidad, un portento de sencillez y honestidad que equilibra tonos con mano firme para adentrarse en ese complejo universo que es la adolescencia, ese conflicto vital y personal, ese constante enfrentamiento con todos y con uno mismo, ese incontenible torbellino de pasiones, esa montaña rusa de sensaciones, esa enfermedad que se cura con el paso del tiempo a la que cada cual sobrevive como puede y/o le dejan, ese estadio particular que a la larga nos iguala a unos con otros a pesar de las características específicas de la de cada quien. Y, así, partiendo de lo que conoce, sin sublimar ni mitificar, casi como si estuviese transcribiendo el diario del chaval protagonista, sin tiempo para la reflexión y sin aplicar la mirada actual y adulta del guionista (también Guzmán), se nos presenta una historia con muchas capas, con diferentes sustratos, con aristas que han sido limadas en aras de una digestión más cómoda, lo que no es óbice para que el espectador perciba en ocasiones un sabor amargo, un malestar profundo, una incomodidad incontenible por lo que la película sugiere, por lo que deja al fondo pero se hace presente en silencios, miradas, en personajes auténticos y reconocibles, en situaciones y realidades que nos atañen vengamos de donde vengamos; podría acusarse a Guzmán de primar excesivamente la comedia, de rehuir un tono crítico explícito, y es cierto que durante unos minutos, cuando está a punto de afrontar el tramo final, tal vez abusa de lo esperpéntico, parece que pierde el verismo que empapa sus imágenes, pero sabe armonizar e integrar ese fragmento con el conjunto, lo justifica con el modo en que la historia avanza, no pierde pie, todo lo contrario, ya que le sirve como trampolín para concluir el filme en todo lo alto, convenciendo al público de su propuesta, estrechando aún más los lazos de complicidad.
   Darío es un chaval que practica la huida hacia delante porque si se parase sufriría los estragos de la separación de sus padres, un combate a cara de perro, una continua catarata de reproches, insultos, acusaciones, gritos, una herida que supura sin freno, un ring en el que todos los golpes los sufre él, botín que ambos se disputan sin atender a sus necesidades, a su dolor, a su miedo, a su impotencia, sin comprender que es más víctima por el comportamiento de sus progenitores que por la ruptura en sí. Desde este planteamiento, Guzmán deja en libertad a su protagonista, no le juzga, no le censura, tampoco le justifica pero sí le compadece,  y es por las esquinas de la pantalla iluminada por una sonrisa franca, abierta, incontestable por donde se va colando la amargura, la desazón, el desesperado SOS a una sociedad que asiste impasible a su deterioro, especialmente al modo en que se cercenan las posibilidades y expectativas de los más jóvenes, antes incluso de que éstas encuentren terreno abonado -ese que cada vez es más escaso-, para conseguir desarrollarse; pero lo más plausible de la cinta es que el posible mensaje que uno puede captar o interpretar no se percibe en la escritura, en la realización, en las interpretaciones, no hay ni un ápice de moralina ni moraleja subrayada o inducida: Guzmán adopta en ocasiones un tono plenamente documental en el modo en que captura la vida y la ofrece en pantalla y es cada espectador el que va aportando de su cosecha asentimientos, carcajadas, estupores, reconocimientos, encogimientos del alma.
   Y, en este sentido, los actores convocados/descubiertos engrandecen la historia al despojarse de cualquier tic (algunos porque no los tienen –debutan en esta cinta-, los profesionales porque demuestran su oficio confiriendo personalidad y verosimilitud a su cometido por breve que sea), al trabajar sin máscaras, insuflando vida a sus personajes, siendo el máximo acierto del director, quien no duda en entregarles la película, en desaparecer para que sean ellos los que impriman el tono a cada secuencia, el ritmo preciso, el mejor ejemplo del mimo, el cariño, la entrega, la determinación con que Daniel Guzmán ha sacado a flote su proyecto. Miguel Herrán irrumpe en la retina y el corazón del espectador para quedarse (y ojalá el futuro le consienta/facilite demostrar que esto no ha sido un golpe de azar); poseedor de un carisma arrollador e irresistible, no lo cifra todo a su sonrisa y su físico, se impregna de Darío para ofrecer en apenas segundos sus estigmas, sus cicatrices aún sangrantes, su vértigo, su incomprensión, su necesidad de cariño: este debutante aguanta el primer plano como si llevase toda la vida delante de la cámara y da mil y un matices con apenas un movimiento de ojos, aunque su personaje no se consiente un desánimo y prefiere actuar como Escarlata O´Hara para no hundirse (por eso, entre otras cosas, vive inmerso en ese frenesí que no conoce reglas ni límites), Miguel Herrán sabe ofrecer la lógica vulnerabilidad de Darío con alguna mirada perdida, con un fruncimiento de labios, con la sutileza que intérpretes de largo recorrido no son capaces de alcanzar. A su lado, Antonio Bachiller aporta mucho más que lo pueda ser considerado apoyo o contraste cómico, precisamente por las mismas facultades que su compañero, dotando de carácter a un personaje que pudiera haberse quedado en lo arquetípico pero que, apoyado en el dibujo acabado que Guzmán ha sabido plasmar en el guión, el joven actor consigue despojar de lo ridículo, lo patético, lo obvio, lo esquemático, méritos que también hay que reconocerle al director y guionista porque no consiente que la película se desvíe por ninguna de esas pendientes; tal vez por eso, por no cargar las tintas, por confiar en el espectador para que desentrañe la polisemia de un aporte que a primera vista es tan sólo cómico, su abuela (la de verdad, la de Daniel), Antonia Guzmán, aparece menos de lo que cualquiera de nosotros querría porque se gana un lugar en cada corazón por su gracejo, por su decir, por lo que su personaje simboliza, la soledad a la que condenamos a los que se consideran inservibles, la crueldad con la que arrinconamos y procuramos esconder a las personas que nos tomaron de la mano para que diésemos nuestros primeros pasos, las que siempre estaban ahí para recogernos, regazo y cobijo que ahora les negamos, grito que la película no da pero sabe instalar en el ánimo del que la contempla.
   Ahora viene lo más difícil: la segunda película, la que debe demostrar que Daniel Guzmán es un cineasta y no el fruto de una carambola que, por mucho que se quiera, por mucha preparación que exista, por muy ensayada que esté, en realidad no deja de ser eso; en el arte jamás es fácil (ni inteligente) hacer vaticinios, pero tras lo confirmado y admirado en A cambio de nada, las expectativas no pueden ser mejores y todo hace augurar un brillante porvenir (una gozosa realidad) para el director novel.   

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