¿Cómo medimos el hecho de considerar a un
artista “nuestro favorito”? ¿Cuántas obras debe producir que sean de nuestro
agrado? ¿Cuántas decepciones le consentiremos? Hay quien se empeña en reducir
carreras enteras a un mero adjetivo, radicalizando posturas, no permitiéndose
desencuentros, haciendo gala de un apego incondicional que en ocasiones se
queda en lo ostentoso y en lo irracional (como cualquier pasión, sí, pero lo
que se pretende señalar con este calificativo es esa entrega que no acepta
revisiones, matices, otros puntos de vista, aquella que considera traición la
más mínima disensión, esa que se baña en las aguas del fanatismo, la que
condena cualquier mínima crítica –y acalla las propias, al menos hasta que la
corriente general cambia de rumbo: tantos ídolos con pies de barro a los que se
deja de mirar de un día para otro, esos que sólo son adorados mientras se
espera el nuevo producto al que rendir pleitesía, rechazando de plano por lo
que se perdía la vida apenas unas horas antes-), hay quien no se consiente
flaquear en un reconocimiento cuando lo más natural del mundo es que, por mucha
adoración que sintamos por alguien (tal vez precisamente por ello), no todos
sus trabajos nos resulten a la misma altura, lo que en muchas ocasiones no es
causa de demérito ni es responsabilidad de nuestro ídolo. En algo tan etéreo,
tan inaprensible, tan particular como es el arte (y sobre todo el modo en que
cada uno lo percibe/recibe), se producen destellos, epifanías, revelaciones
efímeras, momentos gloriosos que no encuentran continuidad, pero eso no impide
que permanezcan en nuestro ánimo como lo que fueron y que, por lo tanto,
reproduzcamos las emociones sentidas, el éxtasis satisfactorio con que salimos
de una sala de cine, cada vez que evocamos o revisitamos las obras que dieron
pie a esas sensaciones que se mantienen vívidas y prístinas; y es por eso por
lo que, a pesar de otros títulos con los que disfruté y que se mantienen en
puestos muy altos de mi consideración, siempre hablaré en los términos más
encomiásticos posibles de Vicente Aranda, centrándome fundamentalmente en una
de esas películas que no hacen sino crecer con el paso del tiempo, nacidas
clásicas, todo un prodigio de madurez, de contención narrativa, un mecanismo de
relojería muy sutil porque no se percibe pero funciona con absoluta precisión
envolviendo al espectador desde el primer momento, es decir, Amantes (1991).
Concebida en un principio como uno de los
episodios de la segunda temporada de La
huella del crimen (rodada y emitida seis años después de la exitosa y
espléndida primera, aquella en la que, por ejemplo, Juan Antonio Bardem dirigió
Jarabo, Pedro Olea se hizo cargo de El caso de las envenenadas de Valencia y
el propio Aranda plasmó en imágenes El
crimen del Capitán Sánchez), Amantes empieza
a tomar vida propia y a dar el salto a la gran pantalla cuando Pedro Costa
advierte que el material ha adquirido tintes casi podrían decirse épicos en
manos del director barcelonés y que, a pesar de la gran calidad de la producción
televisiva, un telefilme de una hora es poco para el modo en que Vicente Aranda
puede desarrollar la historia. Y así es cómo empieza a fraguarse una cinta
claustrofóbica, opresiva, sutil en su aparente brutalidad (como tantas veces,
algunos sólo se quedaron en lo obvio, en las necesarias –porque explican
psicologías, porque de ellas se derivan comportamientos, porque hacen avanzar
la historia y la cimientan- secuencias sexuales, magníficamente rodadas,
creadoras de atmósfera, sombrías y dolorosas, con tintes metafóricos que
señalan a la época, a la represión, dando cuenta de por qué y cómo una sociedad
alumbra seres como aquellos, un magnífico retrato de quienes fuimos –sin duda,
una de las mayores virtudes de La huella
del crimen tomada en su conjunto-), una película entregada a tres actores
que se funden y confunden, se baten en duelo mientras se armonizan para que el
libreto pueda expresarse con todos sus tonos, con sus diferentes aires,
conducidos por un director que se pone al servicio de unos y otro para lograr
su obra más personal, un continuo alarde narrativo plagado de capas que se
expone con enorme sencillez para, a base de sugerencias y detalles, ir
diversificándose y ofreciendo todas sus facetas. Podría haber sido una interpretación
para coronar una carrera, pero Concha Velasco rechazó el personaje de Luisa por
motivos que ella explica en sus memorias y que (perdón, querida y admirada,
pero es lo que siento) sonrojan a cualquiera, permitiendo su renuncia que
Victoria Abril (quien también hubiera estado maravillosa como Trini) hincase los
dientes con la bravura que tanto echamos de menos, con la fiereza que a veces
ha desperdiciado o exagerado pero que en manos de Vicente Aranda tan buenos
frutos dio (a pesar de los clamorosos tropiezos), asumiese el rol con una
contundencia y una verdad que borra en un segundo la posibilidad de que
cualquier otra lo encarne; a su lado, Jorge Sanz se esforzó y consiguió no ser
fagocitado, mientras que Maribel Verdú dejó ver las hechuras de excelente
actriz que hasta ese momento eran muy esporádicas pero que con el tiempo serían
su modo habitual de expresión (aunque no siempre con la fortuna deseada).
Títulos valientes, casi imposibles,
insólitos en el momento en que son rodados como Fata Morgana (1965), Las
crueles (1969) o La novia
ensangrentada (1972), filmes que aún conservan ciertas virtudes y que
conviene contextualizar a la hora de la revisión (aunque el tiempo los haya
maltratado en algunos aspectos, precisamente por su carácter de rara avis, por
la extrañeza que siguen provocando), constituyeron la carta de presentación de
un director que a pesar de una carrera irregular siempre mantuvo su
personalidad, su forma de hacer, que no se dejó llevar por modas o caprichos,
de ahí que películas que hubiesen podido ser mucho más gratificantes dejen un cierto
sabor agridulce cuando no, directamente, resulten indignas de su talento y
conocimiento: Tiempo de silencio (1986)
nunca terminará de cautivarme porque no he sido capaz de rendirme al texto
original de Luis Martín-Santos (aunque la adaptación aborda, precisamente, los
aspectos que más me interesan de la novela, por mucho que poco pueda hacer con
una narrativa a la que le interesa más el envoltorio, los escenarios, que el
contenido, los personajes); Intruso (1993)
y Celos (1999) son por momentos
plagios descarados de Amantes, pero
aun así contienen minutos de puro cine; Los
jinetes del alba (1990) es una de esas series que se recuerdan como si
fuese cine, una de esas que apetece revisar (y en la lista de espera estaba,
gracias a la web de TVE, cuando la vida, como siempre, ha hecho de las suyas); El Lute (camina o revienta) (1987) es
una vibrante película, a ratos parece un documental por el verismo logrado, un
título al que su continuación –El Lute
II: Mañana seré libre (1998)- no pudo igualar; a Libertarias (1996) no se le hizo justicia (y tal vez no se le haga
nunca) a pesar de su fuerza, su energía, su despliegue, su emoción; La pasión turca (1994), más allá de las
muchas bravatas que profirió Antonio Gala, es una pésima adaptación de una
emocionante novela, una relectura en realidad pacata y por momentos casi
reaccionaria de un personaje que decide jugárselo todo por seguir sus
instintos, alguien a quien se supone Vicente Aranda debía comprender muy bien
pero optó por la interpretación más reduccionista del mundo y por hablar en
términos judeocristianos (es decir, todo lo contrario a lo que Gala contaba y
quería señalar); de su relación con Juan Marsé sólo me interesa Si te dicen que caí (1989), puesto que
en las otras ocasiones en que lo ha llevado a la gran pantalla –La muchacha de las bragas de oro (1980),
El amante bilingüe (1993) y Canciones de amor en Lolita´s Club (2007)-
ha optado por novelas que, cuando menos, me han fatigado.
Sería triste que, puesto que los que más
parlotean sobre cine, los que más ruido hacen, los que más presencia tienen
porque sus comentarios (sus frases, apenas 140 caracteres) se copian,
retuitean, comparten y te los topas aunque no los busques, son gente de flaca
memoria, escaso conocimiento y reducen la filmografía de Mario Camus a La vuelta de El Coyote (1998) porque es
la única que han visto, algunos se quedasen con que Vicente Aranda fue el director
de Juana la Loca (2001) –más acartonada
que Locura de amor (1948), un
esfuerzo ciertamente loable de Pilar López de Ayala a la que, no obstante, ganaba
por la mano la espléndida Susi Sánchez en tan sólo una secuencia-, Carmen (2003) –con una clamorosa falta
de ritmo y de pasión, culpa en gran medida de los gélidos Paz Vega y Leonardo
Sbaraglia- y Tirante el Blanco (2006)
–un despropósito descomunal de una ridiculez extrema-: el mejor escribano echa
un borrón (o los que sean), no siempre se puede volar a la misma altura, en la
variedad está el gusto, pero cuando se ha conseguido una obra como Amantes, que perdurará y seguirá
revalorizándose, por mucho que todo lo demás palidezca a su lado (y tiene, como
se ha comentado, un buen puñado de aciertos, de filmes interesantes, de títulos
que recordar), la inmortalidad, las letras de oro y el favor de los
espectadores están asegurados (y si alguien me dice que, por todo lo expuesto,
Vicente Aranda no puede ser uno de mis directores favoritos, nadie podrá
rebatirme que Amantes es una de las
películas de mi vida).
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