martes, 26 de mayo de 2015

VICENTE ARANDA: CON UNA PELÍCULA BASTA






  ¿Cómo medimos el hecho de considerar a un artista “nuestro favorito”? ¿Cuántas obras debe producir que sean de nuestro agrado? ¿Cuántas decepciones le consentiremos? Hay quien se empeña en reducir carreras enteras a un mero adjetivo, radicalizando posturas, no permitiéndose desencuentros, haciendo gala de un apego incondicional que en ocasiones se queda en lo ostentoso y en lo irracional (como cualquier pasión, sí, pero lo que se pretende señalar con este calificativo es esa entrega que no acepta revisiones, matices, otros puntos de vista, aquella que considera traición la más mínima disensión, esa que se baña en las aguas del fanatismo, la que condena cualquier mínima crítica –y acalla las propias, al menos hasta que la corriente general cambia de rumbo: tantos ídolos con pies de barro a los que se deja de mirar de un día para otro, esos que sólo son adorados mientras se espera el nuevo producto al que rendir pleitesía, rechazando de plano por lo que se perdía la vida apenas unas horas antes-), hay quien no se consiente flaquear en un reconocimiento cuando lo más natural del mundo es que, por mucha adoración que sintamos por alguien (tal vez precisamente por ello), no todos sus trabajos nos resulten a la misma altura, lo que en muchas ocasiones no es causa de demérito ni es responsabilidad de nuestro ídolo. En algo tan etéreo, tan inaprensible, tan particular como es el arte (y sobre todo el modo en que cada uno lo percibe/recibe), se producen destellos, epifanías, revelaciones efímeras, momentos gloriosos que no encuentran continuidad, pero eso no impide que permanezcan en nuestro ánimo como lo que fueron y que, por lo tanto, reproduzcamos las emociones sentidas, el éxtasis satisfactorio con que salimos de una sala de cine, cada vez que evocamos o revisitamos las obras que dieron pie a esas sensaciones que se mantienen vívidas y prístinas; y es por eso por lo que, a pesar de otros títulos con los que disfruté y que se mantienen en puestos muy altos de mi consideración, siempre hablaré en los términos más encomiásticos posibles de Vicente Aranda, centrándome fundamentalmente en una de esas películas que no hacen sino crecer con el paso del tiempo, nacidas clásicas, todo un prodigio de madurez, de contención narrativa, un mecanismo de relojería muy sutil porque no se percibe pero funciona con absoluta precisión envolviendo al espectador desde el primer momento, es decir, Amantes (1991).
   Concebida en un principio como uno de los episodios de la segunda temporada de La huella del crimen (rodada y emitida seis años después de la exitosa y espléndida primera, aquella en la que, por ejemplo, Juan Antonio Bardem dirigió Jarabo, Pedro Olea se hizo cargo de El caso de las envenenadas de Valencia y el propio Aranda plasmó en imágenes El crimen del Capitán Sánchez), Amantes empieza a tomar vida propia y a dar el salto a la gran pantalla cuando Pedro Costa advierte que el material ha adquirido tintes casi podrían decirse épicos en manos del director barcelonés y que, a pesar de la gran calidad de la producción televisiva, un telefilme de una hora es poco para el modo en que Vicente Aranda puede desarrollar la historia. Y así es cómo empieza a fraguarse una cinta claustrofóbica, opresiva, sutil en su aparente brutalidad (como tantas veces, algunos sólo se quedaron en lo obvio, en las necesarias –porque explican psicologías, porque de ellas se derivan comportamientos, porque hacen avanzar la historia y la cimientan- secuencias sexuales, magníficamente rodadas, creadoras de atmósfera, sombrías y dolorosas, con tintes metafóricos que señalan a la época, a la represión, dando cuenta de por qué y cómo una sociedad alumbra seres como aquellos, un magnífico retrato de quienes fuimos –sin duda, una de las mayores virtudes de La huella del crimen tomada en su conjunto-), una película entregada a tres actores que se funden y confunden, se baten en duelo mientras se armonizan para que el libreto pueda expresarse con todos sus tonos, con sus diferentes aires, conducidos por un director que se pone al servicio de unos y otro para lograr su obra más personal, un continuo alarde narrativo plagado de capas que se expone con enorme sencillez para, a base de sugerencias y detalles, ir diversificándose y ofreciendo todas sus facetas. Podría haber sido una interpretación para coronar una carrera, pero Concha Velasco rechazó el personaje de Luisa por motivos que ella explica en sus memorias y que (perdón, querida y admirada, pero es lo que siento) sonrojan a cualquiera, permitiendo su renuncia que Victoria Abril (quien también hubiera estado maravillosa como Trini) hincase los dientes con la bravura que tanto echamos de menos, con la fiereza que a veces ha desperdiciado o exagerado pero que en manos de Vicente Aranda tan buenos frutos dio (a pesar de los clamorosos tropiezos), asumiese el rol con una contundencia y una verdad que borra en un segundo la posibilidad de que cualquier otra lo encarne; a su lado, Jorge Sanz se esforzó y consiguió no ser fagocitado, mientras que Maribel Verdú dejó ver las hechuras de excelente actriz que hasta ese momento eran muy esporádicas pero que con el tiempo serían su modo habitual de expresión (aunque no siempre con la fortuna deseada).
   Títulos valientes, casi imposibles, insólitos en el momento en que son rodados como Fata Morgana (1965), Las crueles (1969) o La novia ensangrentada (1972), filmes que aún conservan ciertas virtudes y que conviene contextualizar a la hora de la revisión (aunque el tiempo los haya maltratado en algunos aspectos, precisamente por su carácter de rara avis, por la extrañeza que siguen provocando), constituyeron la carta de presentación de un director que a pesar de una carrera irregular siempre mantuvo su personalidad, su forma de hacer, que no se dejó llevar por modas o caprichos, de ahí que películas que hubiesen podido ser mucho más gratificantes dejen un cierto sabor agridulce cuando no, directamente, resulten indignas de su talento y conocimiento: Tiempo de silencio (1986) nunca terminará de cautivarme porque no he sido capaz de rendirme al texto original de Luis Martín-Santos (aunque la adaptación aborda, precisamente, los aspectos que más me interesan de la novela, por mucho que poco pueda hacer con una narrativa a la que le interesa más el envoltorio, los escenarios, que el contenido, los personajes); Intruso (1993) y Celos (1999) son por momentos plagios descarados de Amantes, pero aun así contienen minutos de puro cine; Los jinetes del alba (1990) es una de esas series que se recuerdan como si fuese cine, una de esas que apetece revisar (y en la lista de espera estaba, gracias a la web de TVE, cuando la vida, como siempre, ha hecho de las suyas); El Lute (camina o revienta) (1987) es una vibrante película, a ratos parece un documental por el verismo logrado, un título al que su continuación –El Lute II: Mañana seré libre (1998)- no pudo igualar; a Libertarias (1996) no se le hizo justicia (y tal vez no se le haga nunca) a pesar de su fuerza, su energía, su despliegue, su emoción; La pasión turca (1994), más allá de las muchas bravatas que profirió Antonio Gala, es una pésima adaptación de una emocionante novela, una relectura en realidad pacata y por momentos casi reaccionaria de un personaje que decide jugárselo todo por seguir sus instintos, alguien a quien se supone Vicente Aranda debía comprender muy bien pero optó por la interpretación más reduccionista del mundo y por hablar en términos judeocristianos (es decir, todo lo contrario a lo que Gala contaba y quería señalar); de su relación con Juan Marsé sólo me interesa Si te dicen que caí (1989), puesto que en las otras ocasiones en que lo ha llevado a la gran pantalla –La muchacha de las bragas de oro (1980), El amante bilingüe (1993) y Canciones de amor en Lolita´s Club (2007)- ha optado por novelas que, cuando menos, me han fatigado.
   Sería triste que, puesto que los que más parlotean sobre cine, los que más ruido hacen, los que más presencia tienen porque sus comentarios (sus frases, apenas 140 caracteres) se copian, retuitean, comparten y te los topas aunque no los busques, son gente de flaca memoria, escaso conocimiento y reducen la filmografía de Mario Camus a La vuelta de El Coyote (1998) porque es la única que han visto, algunos se quedasen con que Vicente Aranda fue el director de Juana la Loca (2001) –más acartonada que Locura de amor (1948), un esfuerzo ciertamente loable de Pilar López de Ayala a la que, no obstante, ganaba por la mano la espléndida Susi Sánchez en tan sólo una secuencia-, Carmen (2003) –con una clamorosa falta de ritmo y de pasión, culpa en gran medida de los gélidos Paz Vega y Leonardo Sbaraglia- y Tirante el Blanco (2006) –un despropósito descomunal de una ridiculez extrema-: el mejor escribano echa un borrón (o los que sean), no siempre se puede volar a la misma altura, en la variedad está el gusto, pero cuando se ha conseguido una obra como Amantes, que perdurará y seguirá revalorizándose, por mucho que todo lo demás palidezca a su lado (y tiene, como se ha comentado, un buen puñado de aciertos, de filmes interesantes, de títulos que recordar), la inmortalidad, las letras de oro y el favor de los espectadores están asegurados (y si alguien me dice que, por todo lo expuesto, Vicente Aranda no puede ser uno de mis directores favoritos, nadie podrá rebatirme que Amantes es una de las películas de mi vida).       

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