lunes, 28 de diciembre de 2015

"EL PUENTE DE LOS ESPÍAS": UN ENEMIGO DEL PUEBLO







TÍTULO ORIGINAL: Bridge of Spies DIRECCIÓN: Steven Spielberg GUIÓN: Matt Charman, Ethan Coen, Joel Coen MÚSICA: Thomas Newman FOTOGRAFÍA: Janusz Kaminski MONTAJE: Michael Kahn REPARTO: Tom Hanks, Mark Rylance, Amy Ryan, Alan Alda, Austin Stowell, Peter McRobbie

   Por mucho que intentemos evitarlo, todos caemos en los lugares comunes, tendemos a buscar una etiqueta reconocible, un título que defina de un plumazo, otorgándoselo al que nos conviene en cada momento, sin tener muy claro en ocasiones qué queremos decir con ello, borrando de un plumazo antecedentes, influencias e incluso prestigios, reduciendo a un único aspecto una trayectoria (o pasándola por alto); es un mal que nos acecha y que nunca erradicamos por mucho empeño que pongamos, me estoy refiriendo a los que tenemos el honor de informar sobre cine (algo extensible a otras disciplinas, pero quedémonos, como otras veces, en el asunto primordial de este blog), lo peor es cuando ese recurso intenta encubrir y paliar carencias, desconocimientos, cuando trata a los receptores como pasivos, como si no pensaran, como si no tuviesen sus propias opiniones, como si no recordasen que hace un mes decíamos lo mismo refiriéndonos a otra persona. Y todo esto viene a cuento de que algunos han coronado a Steven Spielberg como “el último de los clásicos” después del estreno de El puente de los espías, causando estupor que cada cierto tiempo alguien lo sea (el último), como si nadie más fuese a revalidar el magisterio de los que hicieron historia, como si nadie fuese a seguir transitando por ese camino (antes lo fue Clint Eastwood, por ejemplo, al que ahora se niega todo el pan y mucha sal sólo porque sus últimos trabajos se consideran menores, indignos, por debajo de lo exigible -lo que no es óbice para que sigan respondiendo a un estilo que bebe sin complejos de un clasicismo que a veces se percibe en lo estético, en lo formal, en lo visual, como en la estupenda El intercambio (2008) o en la ineficaz Jersey Boys (2014), y otras en la estructura de la narración o en los ecos que la alientan como sucedía en la sobrevalorada Gran Torino (2008), en la por momentos fallida pero en conjunto apasionante J. Edgar (2011) y en la a ratos vibrante El francotirador (2014)-). Pero hay quien sólo sabe categorizar, polarizar, obviar la amplia gama de grises que hay entre el blanco y el negro, ser extremista a base de ignorar y, por eso, habla de la última representante del Hollywood dorado (esa o ese sí existirá algún día, cuando por desgracia hayan desaparecido los que quedan) ante la muerte de Maureen O´Hara, dejando fuera a Kirk Douglas u Olivia de Havilland, ambos a poco de convertirse en venerables centenarios, y, por encima de todo, sorprende que algunas voces que han tratado de manera inmisericorde a Spielberg destaquen ahora, y sólo por su último filme, lo que ha sido seña de identidad de aquel que tanta urticaria les provocaba porque hacía películas que buscaban satisfacer al público, que arrasaban en las taquillas y, para colmo, gozaba del reconocimiento de parte de la crítica (la otra, como decimos, estaba siempre con la escopeta cargada, metiendo todo en el mismo saco, acusándole de tramposo tanto en lo puramente comercial -de ahí su éxito- como en lo que se tildaban de “películas personales” -como si las otras no lo fuesen-).
   Que Steven Spielberg ha tenido querencia y predilección por las historias de siempre lo demuestran sus primeros y asombrosos pasos en el mundo del cine, incluyendo en los mismos la emocionante El diablo sobre ruedas (1971), puesto que no era más que la puesta en limpio (y en terror y dirigida a un público adulto) de cualquiera de los desopilantes episodios protagonizados por el Correcaminos y el Coyote; así, subvirtiendo, amplificando, enriqueciendo géneros clásicos, fueron naciendo títulos como la magnífica Loca evasión (1974) -que merece más de una revisión, no sólo por una Goldie Hawn que tapa muchas bocas, sino por el modo en que está construido su personaje y la manera en que Spielberg parece un veterano detrás de la cámara en lo que supone su debut en la gran pantalla- o las míticas por derecho propio Tiburón (1975), Encuentros en la tercera fase (1977), En busca del arca perdida (1981) y E.T. El extraterrestre (1982). Y pruebas de este (buen) gusto por películas que en su concepción, desarrollo y acabado huelen y evocan al cine clásico que nos hizo y hace seguir amando este invento son la maravillosa El color púrpura (1985), la electrizante Parque Jurásico (1993) o la esplendorosa War Horse (2011) por citar sólo algunas de sus cintas que más controversia y reprobaciones han alcanzado por parte de aquellos cicateros que, de repente, deciden reconocer en Spielberg todo aquello que tantas veces le habían negado (o cuando menos rebajado, incluso menospreciado), tal vez porque el guión lo firman los hermanos Coen (junto a Matt Charman -quien estuvo más acertado con la adaptación de la obra de Irène Némirovsky en la homónima Suite francesa (2014), aunque al firmar el libreto junto a Saul Dibb no sabemos cuánto debemos a cada uno, del mismo modo que en esta ocasión tampoco tenemos claro dónde termina él y empiezan los Coen, aunque es fácil rastrear a los fraternales cineastas-). Y es, precisamente, por ese guión tan poco emocionante, tan frío, tan maniqueo a fuerza de pretender ser ecuánime, tan distante, por donde El puente de los espías hace más aguas, puesto que el director queda atado de pies y manos y no puede imprimir su sentido del ritmo, de la tensión, incluso en las secuencias en que podría hacerlo se percibe un agarrotamiento, una excesiva contención, un no querer salirse del cauce marcado y no crear diferencias de tono que distorsionen el conjunto (Spielberg valora en mucho el trabajo de los guionistas, se pone a su servicio, no en vano ha declarado en diferentes ocasiones, y ha vuelto a recordarlo con motivo del temprano y reciente fallecimiento de la escritora, que llevaba mucho tiempo dando vueltas a lo que quería que fuese E.T., pero que ésta sólo cogió vuelo y fue posible cuando Melissa Mathison supo plasmarla en lo que hoy en día continúa siendo un ejemplo de guión perfecto, un mecanismo de relojería que no se percibe, que no se regodea, que fluye de tal manera que es irresistible, llega sin paliativos hasta las emociones más profundas del espectador).   
   Tom Hanks es un intérprete que en general agota e irrita bastante a quien esto escribe, cansino como actor de comedia, insuficiente como actor dramático, cargante en general, abusando de su apariencia de hombre normal (con todas las comillas posibles para un adjetivo que no gusta demasiado, pero es fácilmente comprensible e identifica el tipo de roles que suele encarnar), pero en manos de Spielberg consigue quitarse de encima esa pátina plúmbea y agotadora, esa tendencia a la exacerbación de los valores que defiende, consiguiendo que resulten soportables e incluso queribles personajes que provocarían el efecto contrario, aún más al ser Hanks quien les da vida -con la excepción del tramo central de Salvar al soldado Ryan (1998), diseñado para su lucimiento y que lastra el filme, y con mención especial para La terminal (2004)-; no hay duda de que aquí podría hacer una interpretación meritoria e incluso destacada si el dibujo de su personaje estuviese más perfilado, tuviese aristas, hondura, no se limitase a ser un estereotipo (en realidad, como el resto), se le permitiese evolucionar ante nuestros ojos, pero intentando todo el rato ser otra cosa, huyendo de lo convencional, queriendo no recurrir a lo que debe parecerles fácil y sin mérito, pagados de su condición de creadores (la que les han conferido títulos tan huecos como Barton Fink (1991) o Inside Llewyn Davis (2013), su encumbramiento gracias a Fargo (1996) o El Gran Lebowski (1998) tiene aquí poco que ver, ellos parecen ya estar en otra onda -olvidando que cuando se han puesto al servicio del material utilizado, cuando se han camuflado, han obtenido resultados tan gloriosos como Muerte entre las flores (1990), No es país para viejos (2007) o Valor de ley (2010)-), los Coen narran la historia con cierta displicencia, evitando cualquier conato de emoción, perdiendo el tiempo en alguna peripecia que acaba por resultar patética y absurda (sobre todo porque, después de incidir en lo complicado y hasta peligroso que es pasar de un Berlín al otro, al final diríase que el abogado protagonista va y viene como quiere, yendo al otro lado del Muro sin apuros ni contratiempos, cada vez que lo precisa), desperdiciando las múltiples posibilidades que la historia tiene, evitando el drama judicial, el melodrama, las intrigas de despacho, tanto las políticas como las laborales (esas que, a pesar de lo complejo del asunto, confirieron interés a Lincoln (2013), sin poder evitar lo abstruso y discursivo, pero sirviendo para definir a los intervinientes en el debate), sin explotar el dilema moral y personal que vive el personaje, escurriéndose por los márgenes para sembrar más propaganda de la que muchos toleran a otros cineastas más inocentes (a otros más cañeros, que no tienen prejuicios ni miedos en decir claramente lo que desean), dando una imagen plácida de lo que fue un periodo convulso (aún no superado, en contra de lo que a veces puede parecer o algunos hacen creer), siendo sutiles en asuntos que piden una mayor implicación, amparados en una dirección artística que a ratos no oculta su carácter acartonado, sin brío ni fuerza, con una fotografía que ilumina todo (incluso a veces deslumbra), tendencia habitual del excesivamente glorificado Janusz Kaminski (muy lejos de lo conseguido en Salvar al soldado Ryan o en la tan maltratada War Horse, épica y profunda, uno de los mejores homenajes hechos al maestro John Ford), con un sucederse de escenas que nunca logran descollar, con falsas expectativas de un clímax que no llega porque el desarrollo ha conseguido desengancharnos, mantenernos ajenos, no implicarnos (y porque Spielberg poco puede hacer, habiendo mil muestras en su filmografía de lo que es capaz a la hora de inyectar adrenalina dosificando el empuje del émbolo cuando tiene los elementos adecuados para eso -lo que hubiese sido la secuencia que sirve para titular la película contada de otra manera y habiendo llegado a la misma por otros caminos-). Sólo Mark Rylance destaca con su hieratismo, con su minimalismo, con miradas cargadas de contenido, con su modo de arrastrar las palabras, imprimiendo algo de vida a un personaje del que gustaría saber más -y no digamos nada de los que quedan al otro lado del Muro, de la ciudad en sí misma-, del mismo modo que uno no puede evitar la sensación de que Spielberg podría haber firmado otra de sus grandes películas de haber hecho, como en anteriores ocasiones, algo menos políticamente correcto (tiene su miga que eso sea lo que le achacaban precisamente en gran parte de su filmografía anterior, mucho más subversiva de lo que tantos están dispuestos a reconocerle).     

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