DIRECCIÓN: Pablo Larraín GUIÓN: Guillermo
Calderón, Daniel Villalobos, Pablo Larraín MÚSICA: Carlos Cabezas FOTOGRAFÍA:
Sergio Armstrong MONTAJE: Sebastián Sepúlveda REPARTO: Alfredo Castro, Roberto
Farías, Antonia Zegers, Jaime Vadell, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking
“¡El
horror! ¡El horror!” son aquellas estremecedoras palabras que, abiertas a
múltiples interpretaciones, hacen zozobrar aún más el ánimo del lector de El corazón de las tinieblas de Joseph
Conrad y que un impactante y soberbio Marlon Brando transformó en elegía
angustiosa y sobrecogedora, en letanía inquietante que se clava en lo más
profundo y se impone como un mantra en el tramo final de la espléndida Apocalypse Now (1979), empeño personal y
fanático de Francis Ford Coppola por trasladar a la gran pantalla la
electrizante y obsesiva prosa del autor nacido en lo que en 1857 era Polonia
(actualmente Ucrania), odisea que trascendió los límites de lo meramente
cinematográfico, una de las mayores pruebas de cómo el arte se mezcla con la
vida y la condiciona e influencia (aunque a buen seguro más de uno de los
involucrados en la gesta hubiese preferido no participar en esta obra maestra,
no haber dejado tanto en el camino, no tener que sufrir para crear). El DRAE
ofrece cuatro acepciones de la palabra “horror”, aquí nos interesan las tres
primeras, las que permiten el uso del término desde lo que experimenta uno
mismo (“sentimiento intenso causado por algo terrible y espantoso” o “aversión
profunda hacia alguien o algo”) o como sustantivo digamos neutro en el sentido
de que expresa algo que está aceptado como tal, es una mera descripción (“atrocidad,
monstruosidad, enormidad”). Al igual que sucediera con la terrorífica pero
soberbia El hundimiento (2004), en la
que Oliver Hirschbiegel utilizaba un escalpelo para diseccionar con pulso de
orfebre (y utilizando un estilo aséptico e imperturbable que aún provocaba mucho
más pavor que si hubiese recurrido a truculencias) las últimas horas de Hitler
y sus más leales en el interior del búnker berlinés en que pensaban mantenerse
a salvo y tal vez evitar la derrota o al menos la para ellos insoportable humillación
de ser hechos prisioneros, la inapelable constatación de que eran los vencidos,
El club de Pablo Larraín es un
magnífico ejemplo de cómo plasmar en pantalla lo más deleznable, lo más
incomprensible, lo más repugnante, lo más terrorífico porque es algo con lo
que, querámoslo o no, convivimos, de ahí viene el inevitable espanto, el dolor
que atenaza nuestras entrañas, que nos encoge el corazón, que nos coloca al
borde del abismo, porque se está hablando de seres reales, de semejantes, de
unos que son iguales a nuestros vecinos, a nuestros familiares, a nosotros
mismos, de otros a los que llamar humanos por mucho que nos parezca que no
merecen ese apelativo, no podemos aliviarnos pensando que lo que sucede ante
nuestros ojos es fruto de la imaginación de un cineasta porque lo que ahí se ve
está tomado del natural, de hechos reales, porque su extrema verosimilitud es
la que produce más escalofríos, porque por mucho que les pese a algunos eso
sucedió (y aún peor: sucede –sólo en el caso de Hitler podemos utilizar el
pretérito-).
Pablo
Larraín y sus guionistas han sido conscientes de manejar un material muy
sensible en el que es fácil perder pie y despeñarse, con las mejores
intenciones, por un maniqueísmo excesivo que haga perder fuerza a la denuncia y
dé munición a aquellos empeñados en considerar el asunto como algo puntual, que
sólo ha ocurrido en algún lugar, una lacra erradicada y todos los eufemismos
que ellos deseen para intentar ocultar una realidad clamorosa de la que apenas
conocemos la punta del iceberg, una hidra a la que no dejan de brotarle
cabezas; por eso se han trabajado a conciencia la atmósfera ominosa y opresiva
en que se ven obligados a convivir cuatro hombres, el enclaustramiento de
cuatro almas emponzoñadas que no sienten arrepentimiento ni propósito de la
enmienda, que, como diría el cantautor, reposan su miseria en un caldo espeso,
que se sienten víctimas y culpabilizan a los demás de su situación. La Iglesia
católica mira hacia otro lado y no expulsa de su seno a los sacerdotes a las
que aparta de sus cargos porque constituyen “un problema” (lo de no llamar a
las cosas por su nombre es algo que tienen grabado a fuego), se limita a
esconderlos debajo de la alfombra, a ocultarlos, a alejarlos de la tentación, pero
los sigue cuidando, atendiendo, proporcionando un medio de vida, practicando
una caridad que olvidan en lo que hace referencia a los feligreses, condenando
con enorme laxitud y férreo corporativismo, juzgando inmisericordemente al que
no acata su autoridad moral, esa de la que abusan para anular conciencias y
trasladar las culpas a la víctima. Y, así, en esa casa aislada de un pequeño
pueblo costero de algún lugar de Chile, hay cuatro sacerdotes que no sienten
que tengan nada por lo que pedir perdón, o que en todo caso ya han hecho la
penitencia necesaria (aunque uno de ellos ha perdido la razón y no es
consciente ni del pasado ni del presente), que viven encastillados en su
soberbia, en su displicencia, sabiéndose exiliados pero manteniendo
impertérrita su altura de miras, la superioridad que les confiere ser
representantes de la divinidad en nombre de la que cometen desmanes, abusos,
latrocinios, perversidades, todo aquello por lo que amenazan con la furia de
los Cielos al resto de los mortales.
No
hace falta explicar demasiado sobre el pasado de estos personajes, sólo unas
pinceladas (aunque sí conviene aclarar que no todos están allí por, como ellos
dicen, asuntos relacionados con la carne), porque han sido capaces de
mantenerse en una burbuja, vulnerando el castigo, encontrando vías de escape, disfrazando
de rutinas sus ocupaciones y negocios, alejados de los demás por deseo y
preferencia más que por imposición, todo está enrarecido y nada resulta plácido
aunque las apariencias parezcan señalar lo contrario, se musitan palabras que
convocan miles de fantasmas, se maneja un código restringido que incomoda e
inquieta porque los silencios se perciben muy profundos, lo que se omite puede
palparse, el aire diríase sólido, se erige como pilar de esa pequeña y obligada
comunidad una tal Madre Mónica, posiblemente el personaje más espeluznante,
alguien que se siente completa pudiendo ser misericordiosa (lo que establece
una jerarquía) con esas ovejas descarriadas, alguien que necesita los pecados
de los demás para sentirse superior y encontrar una razón de vida, una persona
que espolea y aviva el mal porque así puede intervenir y controlar la
información, puede ejercer el poder de la amenaza, el mismo que practicaron
esos a los que ahora atiende con solicitud y vocecita candorosa, como si
hablase con niños de cortas entendederas, una ambiciosa sin límites que
sojuzga, especula, somete y anatemiza sin perder la compostura (y sintiéndose
bondadosa y cristiana, aunque uno no la imagina dándose ningún golpe de pecho).
Antonia Zegers consigue una interpretación poderosa desde la imperturbabilidad,
hablando despacio y suavecito, sin descomponer el gesto más que cuando conviene
a sus intereses, casi como pidiendo perdón por existir pero al mismo tiempo
dejando claro que sin ella el edificio se viene abajo, provocando temblores en
el espectador por sus continuos manejos, por su nula empatía (en contra de lo
que proclama), por ser esa agua mansa contra la que advierte la voz popular;
junto a ella, el resto del reparto consigue que sus roles no sean un vulgar
estereotipo, que todos posean una entidad aunque nos provoquen náuseas, jugando
con gran inteligencia la ambigüedad moral que nos pellizca sobremanera porque
somos conscientes de que es una frontera muy delgada la que nos separa de
aquello que reprobamos, cuyo germen está demasiado cerca de nuestro ánimo. Y el
máximo acierto del guión es mostrarlo con sutileza, en ausencia, a través de
algunas palabras y muchas actitudes, y con la aparición de una víctima, de
alguien que sufrió de niño los abusos de un quinto sacerdote que llega hasta
aquel retiro al inicio de la película, un personaje al que se retrata de un
modo abrupto, nada complaciente, sin disculpar al verdugo pero explorando el
lado más oscuro del trauma, la otra cara de la moneda (un territorio que
explora con sumo acierto parte de la novela negra que se escribe en la
actualidad, especialmente la escandinava), estrujando aún más la atmósfera
enmarañada que nos oprime en la butaca pero nos abre los ojos porque el peligro
está a solo un palmo de nosotros. Cine incómodo que, sin embargo, deja un
regusto agradable en la conciencia porque es necesario meter el dedo en esa
llaga y escarbar sin prudencia.
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