martes, 27 de septiembre de 2016

"FLORENCE FOSTER JENKINS": EL ARTE (A RATOS) DE SABER DESAFINAR





 TÍTULO ORIGINAL: Florence Foster Jenkins DIRECCIÓN: Stephen Frears GUIÓN: Nicholas Martin MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Danny Cohen MONTAJE: Valerio Bonelli REPARTO: Meryl Streep, Hugh Grant, Simon Helberg, Rebecca Ferguson, Nina Arianda, Stanely Townsend, Allan Corduner

   Hay adjetivos que se utilizan de un modo categórico cuando sólo responden a una opinión particular, la cual en muchas ocasiones no se sabe argumentar ni explicar y por eso se recurre a palabras que se pretende zanjen cualquier discusión, cualquier debate, la más mínima fisura en lo que se afirma con rotundidad pero es insostenible por falso; así (y hablamos en el terreno profesional, fundamentalmente en el periodístico, un lugar en el que este vicio debería estar desterrado), cuando alguien decreta “esta película es buena (o mala)”, ¿qué está diciendo? Tan sólo que le ha gustado (o lo contrario), no va más allá, pero, por mucho que podamos matizar recurriendo a aquello de “es objetivamente” y completemos con el adjetivo que en ese momento sea pertinente, no somos nadie para afirmar que una obra cinematográfica (o lo que sea, ciñámonos como de costumbre al asunto de que nos ocupamos en este blog) es “buena” o “mala”, no digamos ya “la mejor de todos los tiempos”, incluso “la mejor de este año”, porque para eso tendríamos que ver todas las que se producen y estrenan o tenerlas vistas en el caso de poner los laureles a la que, por otro lado, tal vez tendría que ceder su cetro cuando llegase un filme que la igualase o superase (claro que si eso pasa cuando los que auparon a la considerada como tal hasta el momento a lo más alto del podio, ¿tenemos entonces “la mejor de todos los tiempos según X”? -es decir, la expresión del criterio (o no) personal de los convocados en la votación-), sí es pertinente hablar de nuestras favoritas, de las que preferimos, de las que hemos descubierto, de las que nos han decepcionado, de las que nos cautivan, de las que nos hicieron amar el cine, de las inolvidables, de las que aborrecemos. Con estas premisas, resulta difícil describir a Florence Foster Jenkins como “la peor cantante de la historia” (basta con poner el oído cuando los vecinos cantan la ducha, basta con hacerlo uno mismo para encontrar candidatos a los que semejante título cuadra a la perfección), tal vez porque, técnicamente (¡Aquí está el adverbio salvador, primo hermano de “objetivamente”!), uno tiene sus dudas de si debe ser considerada como tal, como ella misma declaró “la gente puede decir que no sé cantar, pero nadie podrá decir nunca que no canté” -y según el DRAE, cantante es alguien “que canta”, es la segunda acepción la que matiza “persona que canta por profesión”-; la Foster Jenkins lo hacía, hay grabaciones que lo demuestran (su concierto en el Carnegie Hall, según informan los rótulos al final de la película sobre la que ahora hablaremos, sigue siendo lo más demandado del archivo de la histórica sala de conciertos), pero ella se sufragaba su carrera, pocos eran los que podían asistir a sus recitales (en parte por ser consciente de su clamorosa falta de aptitudes musicales o, cuando menos, del efecto hilarante y burlón -cuando no cruel- que sus “interpretaciones” provocaban entre el público que no estuviese comprado y/o sobornado), vivía sin duda por y para la música (era una diletante en el sentido positivo del término -que lo tiene: es su etimología-), aunque centrada en su empeño por brillar como soprano. Más allá del tecnicismo, a la vista (o al oído) de lo que puede constatarse, la de Pensilvania se ganó a pulso la inmortalidad como “peor cantante del mundo”, y como tal se ha convertido en protagonista de obras de teatro y películas, aunque es la dirigida por Stephen Frears la que utiliza su nombre como título y reivindica (digámoslo así) el personaje, puesto que Madame Marguerite (2015) se inspiraba en su historia para construir una ficción (con guiño incluido a aquella actriz de la que Groucho Marx hacía jocosa burla en Sopa de ganso (1933) o Una noche en la ópera (1935), de quien cuentan que jamás captó ni la ironía ni la comedia descacharrante en que estaba envuelta), cinta por la que una meritoria (aunque un tanto cohibida por un guión errático y con poca consistencia -ahora veremos en qué puntos flacos coincide con la recién estrenada en España-) Catherine Frot, sutil y vulnerable, patéticamente cómica y conmovedora, obtuvo el segundo César de su carrera, el primero como actriz protagonista.
   Stephen Frears es un director de variados recursos, un cineasta muy versátil, capaz de dejar en pañales a Ken Loach con un filme rodado para televisión (demostración de la altura a la que siempre han volado los británicos en este aspecto), un olvidado o poco conocido pero esplendoroso título, Café irlandés (1993), capaz de ser punta de lanza de una manera diferente de hacer cine, transgresor, frenético, explorador, pero sin quedarse en lo coyuntural o atrapado en lo que en un momento concreto se considera moderno -y así se sostienen hoy en día Sammy y Rosie se lo montan (1987), Ábrete de orejas (1987) y, sobre todo, Mi hermosa lavandería (1985), capaz de envolverse en lo gótico con soltura, abigarrando su estilo para crear atmósfera en Mary Reilly (1996) -aunque el resultado final fuese irregular-, capaz de revitalizar el género negro sin traicionarlo ni mancillarlo, sin corromperlo pero imprimiéndole un sello particular -esa maravilla titulada Los timadores (1990), un caso raro de película que se revaloriza con cada nuevo visionado-, en una filmografía de lo más variada, Frears siempre ha atendido a lo íntimo, a lo humano, incluso a lo más mínimo, de ahí que en Las amistades peligrosas (1988) abundasen los primeros (y a veces primerísimos) planos, porque lo fundamental era el juego cruel, la lucha encarnizada entre dos personalidades ya de por sí grandilocuentes, la cuidada dirección artística, el impactante vestuario, todo quedaba supeditado a los rostros de los soberbios Glenn Close y John Malkovich (secundados por una mágica Michelle Pfeiffer), quienes masticaban, escupían, se deleitaban, acariciaba las palabras precisas acuñadas por un inspiradísimo Cristopher Hampton -por desgracia, teniendo los mismos cimientos en guión y dirección, con un reparto del que podía esperarse talento y grandeza, Chérie (2009) se quedó muy lejos de su predecesora-. En la última década, Frears parece haberse decantado por un estilo elegante y a ratos invisible, poniendo el foco aún más en sus personajes, huyendo de cualquier aspaviento o barroquismo, construyendo sus filmes como pequeños proyectos, resultando exquisito a fuerza de sencillez, eliminando todo lo que pudiera parecer o mostrarse como aparatoso, esa fue una de las grandes virtudes de La reina (2006), eso la hizo ser mucho más que un vehículo para una inmensa actriz o una humorada vitriólica que, más allá del chiste, poco podía interesar fuera del Reino Unido, ese fue el acierto principal de Mrs. Henderson presenta (2005), ese fue el aliento más vivificante que recibió Philomena (2013), máximos ejemplos de cómo Frears se viene arriba en lo que podría ser rutinario, repetitivo, más o menos agradable, cómo destierra cualquier atisbo de pretenciosidad, cómo se pone al servicio del material entregado y de su elenco, cómo coge la batuta con apenas dos dedos, cómo se desliza por la partitura con comedimiento, con prudencia, imprimiendo carácter en la ausencia de subrayado.
   Florence Foster Jenkins se beneficia de todo lo expuesto, pero carece de algo básico para que los títulos citados funcionasen con facilidad y contundencia perfectamente combinadas: un guión firmemente trazado capaz de contar mucho, incluso lo que no se ve, lo que se intuye, lo que se esboza, lo que el espectador imagina, con una apabullante economía de recursos. Sin llegar a los extremos de Madame Marguerite (que no tenía claro si contaba una comedia o un drama y, al final, se quedaba a medias de todo), el guión de Nicholas Martin no termina de cuajar, alternando momentos vibrantes y simpáticos con otros que rozan lo ridículo (y no por el personaje principal), especialmente todo lo relacionado con el nidito de amor en que el marido de la protagonista oculta a su amante (lo burdamente vodevilesco de la llegada de Florence causa sonrojo por torpe, innecesario y mal resuelto) y las escasas y mal integradas referencias a las preferencias sexuales de Cosmé McMoon, el pianista, que al final quedan  como unos brochazos ininteligibles totalmente prescindibles (especialmente para reflejarlas así). Es acertado no tratar el asunto como una comedia alocada o desopilante porque de ese modo queda más patente la seriedad y pretendida profesionalidad con que Florence se tomaba sus recitales, pero se echa de menos profundizar un poco más en esa cohorte de zalameros y aprovechados, aplicar la sorna (e incluso la reprobación allí donde convenga) al personaje de Hugh Grant, quien, algo más comedido de lo habitual, menos pagado de sí mismo, adecuando su proverbial fatuidad al rol encomendado, poco puede hacer para no naufragar por momentos, siendo la nota discordante, la que desafina (y mira que hay múltiples ejemplos a lo largo a la historia), la que desentona en el triunvirato sobre el que alza este edificio. Meryl Streep imprime a su Florence una dignidad a prueba de bombas, no hace parodia, no busca la carcajada extemporánea, refrena lo histriónico para darle una pátina de seriedad, porque la Foster Jenkins estudiaba de verdad, porque se aplicaba como pocos para ofrecer en escena lo mejor de sí misma (que era lo que otros -muchos- han sancionado como peor, paradoja que merecería aparecer en pantalla someramente, si bien es cierto que al público le queda esa pregunta: ¿De haber cantado según marcan los cánones sería recordada hoy en día?), porque no se conformaba con algunos cantos de sirena y seguía practicando y esforzándose, porque vivía entre los almohadones que por interés (pero también por amor, por cariño al menos -y es una lástima que el guión no explore convenientemente estos aspectos, se quede en lo superficial, en lo anecdótico por mucho que sea lo que ha trascendido y lo que motiva que hoy sigamos hablando sobre esta mujer-), vida mullida, decíamos, que por interés y beneficio económico algunos se empeñaban en preservar de cualquier perturbación que la sacase de su mundo color de rosa. A sus notorias y tantas veces glosadas facultades como actriz, por mucho que en ocasiones haya dado muestra de sus condiciones canoras, Streep sorprende una vez más, deja sin aliento al recrear una voz que emite gritos, graznidos, gorjeos, chirridos y otros muchos sonidos imposibles de clasificar, una auténtica proeza que se suma a la inteligencia con que dosifica a esta mujer necesariamente estrafalaria, rimbombante, absurda, en realidad una paloma asustadiza y falta de cariño (aunque es ella la que, con una mirada o un breve gesto, incorpora humanidad y detalles por los que el guionista pasa por encima). Simon Helberg, el famosísimo Howard Wolowitz de The Big Bang Theory (emitiendo actualmente su décima temporada), se gradúa con los máximos honores como actor cómico al contagiarse de la naturalidad de Streep para no excederse nunca en un rol que se presta a ello, incorporando los justos (y necesarios) matices de ironía y sorna, estableciendo nexos cómplices con el público, regalando un par de momentos memorables por más que el guión no esté a la altura de los intérpretes.
   El clímax final, el concierto en el Carnegie Hall, carece de la fuerza que hubiese debido tener, diríase que es donde Matin más titubeó y no tuvo claro qué camino seguir, Frears asume plenamente el libreto y resulta un tanto ramplón a la hora de resolver la situación, pierde un tanto el pie, son de nuevo los actores los que salvan la situación y aunque la película se endereza a la hora de poner el broche, uno se queda con la sensación de que en las manos de aquellos que armaron con tanta solidez La reina o Philomena, el director hubiese podido construir otra de esas joyitas que van jalonando su carrera, carrera en la que a veces ha perdido tono, en la que hay algunos desacordes, pero en la que ha habido más de un do de pecho abracadabrante y en la que Florence Foster Jenkins queda como una tonada bien silbada que a ratos pierde brío.

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