TÍTULO
ORIGINAL: Florence Foster Jenkins DIRECCIÓN: Stephen Frears GUIÓN: Nicholas
Martin MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Danny Cohen MONTAJE: Valerio
Bonelli REPARTO: Meryl Streep, Hugh Grant, Simon Helberg, Rebecca Ferguson,
Nina Arianda, Stanely Townsend, Allan Corduner
Hay
adjetivos que se utilizan de un modo categórico cuando sólo responden a una
opinión particular, la cual en muchas ocasiones no se sabe argumentar ni
explicar y por eso se recurre a palabras que se pretende zanjen cualquier
discusión, cualquier debate, la más mínima fisura en lo que se afirma con rotundidad
pero es insostenible por falso; así (y hablamos en el terreno profesional,
fundamentalmente en el periodístico, un lugar en el que este vicio debería estar
desterrado), cuando alguien decreta “esta película es buena (o mala)”, ¿qué
está diciendo? Tan sólo que le ha gustado (o lo contrario), no va más allá, pero,
por mucho que podamos matizar recurriendo a aquello de “es objetivamente” y completemos
con el adjetivo que en ese momento sea pertinente, no somos nadie para afirmar
que una obra cinematográfica (o lo que sea, ciñámonos como de costumbre al
asunto de que nos ocupamos en este blog) es “buena” o “mala”, no digamos ya “la
mejor de todos los tiempos”, incluso “la mejor de este año”, porque para eso
tendríamos que ver todas las que se producen y estrenan o tenerlas vistas en el
caso de poner los laureles a la que, por otro lado, tal vez tendría que ceder
su cetro cuando llegase un filme que la igualase o superase (claro que si eso
pasa cuando los que auparon a la considerada como tal hasta el momento a lo más
alto del podio, ¿tenemos entonces “la mejor de todos los tiempos según X”? -es
decir, la expresión del criterio (o no) personal de los convocados en la
votación-), sí es pertinente hablar de nuestras favoritas, de las que
preferimos, de las que hemos descubierto, de las que nos han decepcionado, de
las que nos cautivan, de las que nos hicieron amar el cine, de las
inolvidables, de las que aborrecemos. Con estas premisas, resulta difícil
describir a Florence Foster Jenkins como “la peor cantante de la historia”
(basta con poner el oído cuando los vecinos cantan la ducha, basta con hacerlo
uno mismo para encontrar candidatos a los que semejante título cuadra a la
perfección), tal vez porque, técnicamente (¡Aquí está el adverbio salvador,
primo hermano de “objetivamente”!), uno tiene sus dudas de si debe ser
considerada como tal, como ella misma declaró “la gente puede decir que no sé
cantar, pero nadie podrá decir nunca que no canté” -y según el DRAE, cantante
es alguien “que canta”, es la segunda acepción la que matiza “persona que canta
por profesión”-; la Foster Jenkins lo
hacía, hay grabaciones que lo demuestran (su concierto en el Carnegie Hall,
según informan los rótulos al final de la película sobre la que ahora hablaremos,
sigue siendo lo más demandado del archivo de la histórica sala de conciertos),
pero ella se sufragaba su carrera, pocos eran los que podían asistir a sus
recitales (en parte por ser consciente de su clamorosa falta de aptitudes
musicales o, cuando menos, del efecto hilarante y burlón -cuando no cruel- que
sus “interpretaciones” provocaban entre el público que no estuviese comprado
y/o sobornado), vivía sin duda por y para la música (era una diletante en el
sentido positivo del término -que lo tiene: es su etimología-), aunque centrada
en su empeño por brillar como soprano. Más allá del tecnicismo, a la vista (o
al oído) de lo que puede constatarse, la de Pensilvania se ganó a pulso la
inmortalidad como “peor cantante del mundo”, y como tal se ha convertido en
protagonista de obras de teatro y películas, aunque es la dirigida por Stephen
Frears la que utiliza su nombre como título y reivindica (digámoslo así) el
personaje, puesto que Madame Marguerite (2015)
se inspiraba en su historia para construir una ficción (con guiño incluido a
aquella actriz de la que Groucho Marx hacía jocosa burla en Sopa de ganso (1933) o Una noche en la ópera (1935), de quien
cuentan que jamás captó ni la ironía ni la comedia descacharrante en que estaba
envuelta), cinta por la que una meritoria (aunque un tanto cohibida por un
guión errático y con poca consistencia -ahora veremos en qué puntos flacos
coincide con la recién estrenada en España-) Catherine Frot, sutil y
vulnerable, patéticamente cómica y conmovedora, obtuvo el segundo César de su
carrera, el primero como actriz protagonista.
Stephen
Frears es un director de variados recursos, un cineasta muy versátil, capaz de
dejar en pañales a Ken Loach con un filme rodado para televisión (demostración
de la altura a la que siempre han volado los británicos en este aspecto), un olvidado
o poco conocido pero esplendoroso título, Café
irlandés (1993), capaz de ser punta de lanza de una manera diferente de
hacer cine, transgresor, frenético, explorador, pero sin quedarse en lo
coyuntural o atrapado en lo que en un momento concreto se considera moderno -y
así se sostienen hoy en día Sammy y Rosie
se lo montan (1987), Ábrete de orejas
(1987) y, sobre todo, Mi hermosa
lavandería (1985), capaz de envolverse en lo gótico con soltura,
abigarrando su estilo para crear atmósfera en Mary Reilly (1996) -aunque el resultado final fuese irregular-,
capaz de revitalizar el género negro sin traicionarlo ni mancillarlo, sin
corromperlo pero imprimiéndole un sello particular -esa maravilla titulada Los timadores (1990), un caso raro de
película que se revaloriza con cada nuevo visionado-, en una filmografía de lo
más variada, Frears siempre ha atendido a lo íntimo, a lo humano, incluso a lo
más mínimo, de ahí que en Las amistades
peligrosas (1988) abundasen los primeros (y a veces primerísimos) planos,
porque lo fundamental era el juego cruel, la lucha encarnizada entre dos personalidades
ya de por sí grandilocuentes, la cuidada dirección artística, el impactante
vestuario, todo quedaba supeditado a los rostros de los soberbios Glenn Close y
John Malkovich (secundados por una mágica Michelle Pfeiffer), quienes
masticaban, escupían, se deleitaban, acariciaba las palabras precisas acuñadas
por un inspiradísimo Cristopher Hampton -por desgracia, teniendo los mismos
cimientos en guión y dirección, con un reparto del que podía esperarse talento
y grandeza, Chérie (2009) se quedó
muy lejos de su predecesora-. En la última década, Frears parece haberse
decantado por un estilo elegante y a ratos invisible, poniendo el foco aún más
en sus personajes, huyendo de cualquier aspaviento o barroquismo, construyendo
sus filmes como pequeños proyectos, resultando exquisito a fuerza de sencillez,
eliminando todo lo que pudiera parecer o mostrarse como aparatoso, esa fue una
de las grandes virtudes de La reina (2006),
eso la hizo ser mucho más que un vehículo para una inmensa actriz o una
humorada vitriólica que, más allá del chiste, poco podía interesar fuera del
Reino Unido, ese fue el acierto principal de Mrs. Henderson presenta (2005), ese fue el aliento más vivificante
que recibió Philomena (2013), máximos
ejemplos de cómo Frears se viene arriba en lo que podría ser rutinario,
repetitivo, más o menos agradable, cómo destierra cualquier atisbo de
pretenciosidad, cómo se pone al servicio del material entregado y de su elenco,
cómo coge la batuta con apenas dos dedos, cómo se desliza por la partitura con
comedimiento, con prudencia, imprimiendo carácter en la ausencia de subrayado.
Florence Foster Jenkins se beneficia de
todo lo expuesto, pero carece de algo básico para que los títulos citados
funcionasen con facilidad y contundencia perfectamente combinadas: un guión
firmemente trazado capaz de contar mucho, incluso lo que no se ve, lo que se
intuye, lo que se esboza, lo que el espectador imagina, con una apabullante
economía de recursos. Sin llegar a los extremos de Madame Marguerite (que no tenía claro si contaba una comedia o un
drama y, al final, se quedaba a medias de todo), el guión de Nicholas Martin no
termina de cuajar, alternando momentos vibrantes y simpáticos con otros que
rozan lo ridículo (y no por el personaje principal), especialmente todo lo
relacionado con el nidito de amor en que el marido de la protagonista oculta a
su amante (lo burdamente vodevilesco de la llegada de Florence causa sonrojo
por torpe, innecesario y mal resuelto) y las escasas y mal integradas
referencias a las preferencias sexuales de Cosmé McMoon, el pianista, que al
final quedan como unos brochazos
ininteligibles totalmente prescindibles (especialmente para reflejarlas así). Es
acertado no tratar el asunto como una comedia alocada o desopilante porque de
ese modo queda más patente la seriedad y pretendida profesionalidad con que
Florence se tomaba sus recitales, pero se echa de menos profundizar un poco más
en esa cohorte de zalameros y aprovechados, aplicar la sorna (e incluso la
reprobación allí donde convenga) al personaje de Hugh Grant, quien, algo más
comedido de lo habitual, menos pagado de sí mismo, adecuando su proverbial
fatuidad al rol encomendado, poco puede hacer para no naufragar por momentos, siendo
la nota discordante, la que desafina (y mira que hay múltiples ejemplos a lo
largo a la historia), la que desentona en el triunvirato sobre el que alza este
edificio. Meryl Streep imprime a su Florence una dignidad a prueba de bombas,
no hace parodia, no busca la carcajada extemporánea, refrena lo histriónico
para darle una pátina de seriedad, porque la Foster Jenkins estudiaba de
verdad, porque se aplicaba como pocos para ofrecer en escena lo mejor de sí
misma (que era lo que otros -muchos- han sancionado como peor, paradoja que
merecería aparecer en pantalla someramente, si bien es cierto que al público le
queda esa pregunta: ¿De haber cantado según marcan los cánones sería recordada
hoy en día?), porque no se conformaba con algunos cantos de sirena y seguía
practicando y esforzándose, porque vivía entre los almohadones que por interés
(pero también por amor, por cariño al menos -y es una lástima que el guión no
explore convenientemente estos aspectos, se quede en lo superficial, en lo
anecdótico por mucho que sea lo que ha trascendido y lo que motiva que hoy sigamos
hablando sobre esta mujer-), vida mullida, decíamos, que por interés y
beneficio económico algunos se empeñaban en preservar de cualquier perturbación
que la sacase de su mundo color de rosa. A sus notorias y tantas veces glosadas
facultades como actriz, por mucho que en ocasiones haya dado muestra de sus
condiciones canoras, Streep sorprende una vez más, deja sin aliento al recrear
una voz que emite gritos, graznidos, gorjeos, chirridos y otros muchos sonidos
imposibles de clasificar, una auténtica proeza que se suma a la inteligencia
con que dosifica a esta mujer necesariamente estrafalaria, rimbombante,
absurda, en realidad una paloma asustadiza y falta de cariño (aunque es ella la
que, con una mirada o un breve gesto, incorpora humanidad y detalles por los que
el guionista pasa por encima). Simon Helberg, el famosísimo Howard Wolowitz de The Big Bang Theory (emitiendo
actualmente su décima temporada), se gradúa con los máximos honores como actor
cómico al contagiarse de la naturalidad de Streep para no excederse nunca en un
rol que se presta a ello, incorporando los justos (y necesarios) matices de
ironía y sorna, estableciendo nexos cómplices con el público, regalando un par
de momentos memorables por más que el guión no esté a la altura de los
intérpretes.
El clímax
final, el concierto en el Carnegie Hall, carece de la fuerza que hubiese debido
tener, diríase que es donde Matin más titubeó y no tuvo claro qué camino
seguir, Frears asume plenamente el libreto y resulta un tanto ramplón a la hora
de resolver la situación, pierde un tanto el pie, son de nuevo los actores los
que salvan la situación y aunque la película se endereza a la hora de poner el
broche, uno se queda con la sensación de que en las manos de aquellos que
armaron con tanta solidez La reina o Philomena, el director hubiese podido construir
otra de esas joyitas que van jalonando su carrera, carrera en la que a veces ha
perdido tono, en la que hay algunos desacordes, pero en la que ha habido más de
un do de pecho abracadabrante y en la que Florence
Foster Jenkins queda como una tonada bien silbada que a ratos pierde brío.
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