viernes, 9 de diciembre de 2016

"ALIADOS": SIEMPRE NOS QUEDARÁ "CASABLANCA"






TÍTULO ORIGINAL: Allied DIRECCIÓN: Robert Zemeckis GUIÓN: Steven Knight MÚSICA: Alan Silvestri FOTOGRAFÍA: Don Burgess MONTAJE: Mick Audsley, Jeremiah O´Driscoll REPARTO: Brad Pitt, Marion Cotillard, Jared Harris, Lizzy Caplan, Daniel Betts, August Diehl, Simon McBurney

   Vivimos unos tiempos en los que todo aquello que puede ser sancionado como “novedoso”, “revolucionario”, “original”, “rompedor”, “innovador” o adjetivo similar se promociona y celebra de forma exagerada, más allá de sus verdaderas virtudes, atendiendo sólo a la carcasa, a lo externo, sin preocuparse de que el indudable avance que supone a nivel tecnológico, expresivo o estético (hablamos de lo audiovisual, de lo cinematográfico en concreto -pero también de lo televisivo-) venga acompañado de una historia, de unos personajes, de ese algo un tanto intangible que hace que nos involucremos, que gustemos de ello, que lo sigamos, que lo convirtamos en algo propio, eso que provoca que, por encima de generaciones, de tendencias, de movimientos, de épocas, una expresión artística permanezca y siga sumando admiradores y aumentando su valor (en realidad, en lo que al arte se refiere eso ha ocurrido siempre, así han ido evolucionando -o devaluándose- las diferentes disciplinas, así se han forjado cánones y obras consideradas clásicas, así han ido prosperando corrientes, así han sido borradas, superadas, fagocitadas o abandonadas otras, también las ha habido que han debido esperar a que el paso de los siglos les otorgase el esplendor negado en su momento o perdido demasiado pronto, necesitando la suficiente perspectiva para poder apreciarlas en sí mismas, ignorando o dejando a un lado el contexto en que fueron denostadas o encumbradas, razones -o normas, sociedades, cotidianeidades- que ya no tienen validez ni influyen en un sentido o en otro, aspectos exógenos que sólo tienen valor histórico a la hora del estudio pormenorizado). Y, sin embargo, más de uno de esos que presumen de ir siempre un paso por delante, en realidad recurren a esquemas clásicos, reconocibles (por mucho que haya quien lo niegue, otros tienen la decencia de reconocerlo), vuelven una y mil veces sobre aquello que pervive y es referente e inspiración para tantos (que no lo ocultan), sobre esas historias de siempre que no pierden eficacia ni éxito, para poder construir “una película como las de antes”, así se dice, no sin un deje nostálgico que, sobre todo, habla de cuando había mucho (y de muchos géneros, con diferentes estilos, con abundancia de nombres estelares) donde elegir. Robert Zemeckis es un cineasta que, siguiendo la estela de su gran amigo y protector Steven Spielberg, casi nunca ha dejado de atender a ambos aspectos, aunque durante demasiado tiempo se dejó arrastrar por las innovaciones técnicas, tropezando estrepitosamente en la misma piedra, abundando en los errores y sin enmendarlos, preocupándose sólo del envoltorio, descuidando la narración, barroquizando cada secuencia, siendo puntilloso en lo estético hasta llegar al hartazgo, vaciando las emociones (incluso las más elementales) y cayendo en un virtuosismo hueco como el de Polar Express (2004) o Cuento de Navidad (2009), sin olvidar el abigarramiento exagerado y torpe de Beowulf (2007), tal vez el punto más bajo de su carrera porque su habitual estilo amable (por no decir ñoño e incluso untuoso) era totalmente inadecuado con lo que se pretendía contar.
   Es fácil comprobar, y es un detalle que Zemeckis jamás oculta (en ese sentido es muy honesto y, como se señaló, sigue el camino marcado por Spielberg), que los títulos mencionados se recurría a temas universales, a clásicos incontestables, a puntos de partida similares a los de otras narraciones, a argumentos ya desarrollados, a mimbres con los que se tejieron historias que se han demostrado imperecederas y que mantienen intacta (cuando no van revalorizando constantemente) su capacidad fascinadora más allá de lo que esté en boga en cada momento concreto (ahí está, como ejemplo máximo, la narración de Charles Dickens a la que se regresa una y mil veces y que tantas y diversas adaptaciones ha tenido hasta ahora y las que, a buen seguro, aún veremos aparecer). Y ese afán, ese gusto, esa reivindicación, ese ponerse bajo los auspicios de lo que funcionó en su día y mantiene sus bondades intactas, ese aliento épico generado en el pasado, ese reencuentro con las aventuras “de toda la vida” es el germen y el puntal más firme sobre el que asientan dos taquillazos como en su día fueron Tras el corazón verde (1984) y Regreso al futuro (1985) -una jugada nostálgica brillante que funcionaba en audiencias de cualquier edad (fue durante un tiempo prolongado “la película del momento” y, sin embargo, ya destilaba el embriagador aroma de la nostalgia que provocaría con el paso de los años, acentuado por el hecho de que gran parte de la acción tuviese lugar en 1955, aspecto que motivó su éxito entre el público que conoció esa época), título representativo de aquella década de los 80 que tanto se invoca y convoca (pero no basta con eso: hay que saber crear complicidad y combinar con pericia los diferentes elementos para conformar un producto tan emocionante y satisfactorio como Stranger Things), paradigma de un cine que por encima de todo buscaba el entretenimiento, la diversión, la evasión-. ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) -al que su aire ingenuo y nada pretencioso ha ayudado a conservarse como un filme agradable y simpático que acepta una revisitación- fue un paso de gigante en la querencia de Zemeckis por combinar el aparataje técnico, lo más o menos novedoso, lo visualmente abracadabrante con historias de corte clásico o que bebían de esa fuente sin recelo ni disfraces y, al margen de dos secuelas de Regreso al futuro carentes de la espontaneidad de la primigenia, excesivamente mecánicas y poco afortunadas (especialmente la tercera), llegaron la tristemente lamentable La muerte os sienta tan bien (1992) -Meryl Streep y Goldie Hawn optaron por este guión y no por el de Thelma y Louise para trabajar juntas- y el triunfo absoluto que supuso Forrest Gump (1994), Oscar incluido para el cineasta, un éxito muy bien medido y diseñado en todos los aspectos, una cucharada rebosante de melaza y de patriotismo que funcionó en todo el mundo.
   Tras los experimentos comentados en lo que a animación se refiere, Zemeckis optó por volver a dirigir acción real con El vuelo (2012), una historia que merecía un guionista osado y sin prejuicios capaz de recorrer todo el arco de oscuridades que la historia precisaba, no limitarse a amagar, a crear expectativas que no se veían satisfechas, a precisar más de dos horas de metraje y, así, hacer aún más patente la falta de ritmo, de emoción, de necesaria ambigüedad, haciendo palpables y notorias (excepto en un prólogo espectacular, magníficamente rodado, un prodigio de síntesis narrativa al ser capaz de integrar una segunda historia que debería apuntalar, matizar y complementar la principal) las carencias habituales del director, su escasa garra, su poco brío, su clamorosa falta de personalidad, su opacidad como creador puesto que los méritos que se le pueden atribuir por cintas a las que nos hemos referido no le corresponden más que en un pequeño porcentaje, siendo atribuibles en general a los intérpretes, los guionistas, los técnicos y demás equipo delante o detrás de la cámara, desperdiciando oportunidades como El desafío (2015), diluyendo en planos alambicados o directamente inapropiados las posibilidades dramáticas de la historia, mostrándose incapaz de transmitir vértigo cuando sería preciso (e imprescindible), minimizando el impacto que a pesar de todo poseen ciertas secuencias gracias a una magnífica recreación de las azoteas de las Torres Gemelas y al impactante carisma que despliega Joseph Gordon-Levitt. Aliados se coloca sin rubor ni ocultamientos a la sombra de Casablanca (1943), icónica y legendaria, fruto del azar y la improvisación, carambola irrepetible precisamente por ello, consiguió la siempre esquiva fórmula del éxito porque no la buscó, porque no se planificó con ese objetivo, porque se rediseñó tantas veces y no dejó de hacerse a lo largo de su accidentado rodaje que nadie parecía tener claro lo que se quería hacer (de ahí que Ingrid Bergman dijese que lo mejor que podía pasarle a su carrera es que quemasen todo el celuloide filmado), porque supo hacer de la necesidad virtud (o ni fueron conscientes de ello aquellos que, fuese como fuese, a tientas y sin rumbo, se empeñaron en terminarla, montarla y estrenarla); sin embargo, todo en Aliados apesta a tiralíneas, a esquema, a trillado, a copia, a estudios previos, lo que no es necesariamente negativo siempre que el resultado tenga aliento propio, resulte interesante, emocionante, no sea, como en este caso, una carcasa vacía, un vulgar pastiche, un remedo poco afortunado, no ya de títulos inolvidables, sino de alguno de los libretos que han otorgado injustificado prestigio al guionista Steven Knight -si por algún sitio hacían aguas las sobrevaloradas Negocios ocultos (2002) y Promesas del este (2007) era por esos guiones estrambóticos y pagados de sí mismos-. Con un diseño de producción que a veces espanta por lo desangelado, lo poco lucido, lo excesivamente estilizado cuando menos conviene, Aliados no es capaz de ocultar en ningún momento su incapacidad para, ni de lejos, alcanzar los logros de El americano impasible (2002) o El topo (2011), avanzando a trompicones y alargando una historia que de resolverse con mayor celeridad podría al menos transmitir una sensación de emoción, nunca una emoción pura porque todo es arquetípico, elemental, no hay vida en sus personajes, apenas la que inyectan dos o tres secundarios, no la hay en imágenes mortecinas y por momentos escandalosamente mal rodadas (o editadas, tratadas, montadas o todo a la vez), ninguna vida se encuentra en el hieratismo esforzado o forzoso (o ambas cosas) de un Brad Pitt que no conserva nada del brillo que le transformó en estrella, poco puede hacer la a pesar de todo esplendorosa Marion Cotillard, imprimiendo verosimilitud y alma a una simple mirada, apropiándose de la atmósfera y desplegando su fascinante aureola, dignísima heredera de Ingrid Bergman a la que jamás imita, de la que toma el aire, la esencia, aportando más de lo que su personaje, tal y como está escrito, reclama y merece, es un soplo de aire fresco en medio de una película que fatiga e incluso molesta por lo desafortunada y elefantiásica.

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