DIRECCIÓN: Gerardo Olivares GUIÓN:
Gerardo Olivares, Lucía Puenzo, Sallua Sehk (basado en el libro Agustín Corazón abierto de Roberto
Bubas) MÚSICA: Pascal Gaigne FOTOGRAFÍA: Óscar Durán MONTAJE: Iván Aledo REPARTO:
Maribel Verdú, Joaquín Furriel, Joaquín Rapalini Olivella, Ana Celentano, Osvaldo
Santoro, Federico Barga, Ciro Miró
De las diecisiete acepciones que el DRAE recoge en torno al vocablo “naturaleza”
ponemos el acento en la tercera y la cuarta ya que, respectivamente, señalan
como tal la “virtud, calidad y propiedad de las cosas” y el “instinto,
propensión o inclinación de las cosas” (matizando “con que pretenden su
conservación o aumento”, pero eso sólo parece necesario en lo relativo a la
supervivencia, no en aquello que podemos equiparar con la vocación, la pasión,
el interés que uno siente hacia una actividad y su dedicación a la misma -o, si
se quiere, tómese como una metáfora: uno crece y se mantiene vivo porque es
capaz de dar cauce a esas pulsiones-), pero sin perder de vista la segunda porque
es ahí donde se habla de ese “conjunto de todo lo que existe y que está
determinado y armonizado en sus propias leyes” y porque adentrarse en lo que
podemos calificar sin rubor como “universo Olivares” hace atender a la
polisemia de la palabra, puesto que él siempre atiende a todos estos aspectos,
comenzando por aquel que le lleva a ponerse detrás de la cámara con una mirada
particular, es su instinto, su propensión o inclinación más allá del género
utilizado para narrar y siempre se fija en las virtudes y calidades de otros,
explora y saca a la luz la relación, la convivencia, la supervivencia, la
interacción, la lucha, el necesario entendimiento entre esa naturaleza
inabarcable con un solo vocablo y los seres que habitan en ella (o la
avasallan, asolan, invaden, pretenden adecuarla a ellos). Gerardo Olivares es
un reputado y espléndido documentalista que siempre ha narrado con emoción e
implicación, que no se ha limitado a plasmar imágenes bellas, impactantes o
imposibles por el mero hecho de dar testimonio o buscando epatar, es un
director que ha dejado su sello en el género, que lo ha engrandecido, que no se
ha quedado en la carcasa, que lo ha respetado sin hacer concesiones a lo fácil,
a lo barato, a lo trivial, a lo redundante, a lo por desgracia tan abundante
(aunque afortunadamente cada vez menos) y que ha provocado el alejamiento del
público ante lo que se presenta como algo solemne, aburrido, sin fuerza ni
atractivo; Olivares se hace preguntas y consigue que nosotros también nos las
planteemos, nos descubre historias, paisajes, personajes, realidades, destila
humanidad, comprensión, afán integrador, procura y consiente que la naturaleza
(la de cada uno, la que nos rodea) se explique por sí misma, no juzga a priori
(ni a posteriori, suele dejar que cada espectador extraiga sus propias conclusiones),
atiende, observa, filma, se nota su empatía pero consigue refrenarla para no
cargar las tintas, marca de fábrica también presente en sus películas de
ficción (o que así llamamos para distinguirlas de las puramente documentales).
El faro de las orcas, como el
resto de su producción, parte de un hecho real, una historia de superación -o
varias- que en las manos inadecuadas se habría transformado en algo empalagoso
que tal vez hubiese conquistado a audiencias más numerosas, distorsionando para
ello lo que es importante e interesante, aquello por lo que la película merece
ser rodada, es decir, su verdadera naturaleza, las murallas que abate con
sencillez y honestidad, las mismas que demostraron y derrocharon los personajes
que la protagonizaron en su momento, ganando la partida y torciendo la mano a
una naturaleza adversa cuando no directamente hostil, tanto la interna como la
externa, estrechando lazos con las diferentes, comprendiendo y descubriendo, no
dando nada por sentado, experimentando, sin dejar que los límites físicos y
psíquicos fuesen barreras infranqueables, sirviendo de ejemplo y guía a otros,
haciendo efectiva la convivencia sin que nadie tenga que renunciar a nada,
recolocando piezas, prescindiendo de algunas, añadiendo otras, respetando la
naturaleza de cada uno y esa a la que llamamos madre aunque tantas veces la
obviemos, la maltratemos, la aniquilemos sin reparos y sin caer en la cuenta de
que acabar con ella es hacerlo con el resto, incluidos nosotros. Si algo se le
puede reprochar a Gerardo Olivares en esta cinta es pecar demasiado de
prudente, de sutil, de contagiarse en exceso de la frialdad, de los silencios,
del anacoreta emocional que es Beto, el rol principal, el guardafauna de
Península Valdés que ha encontrado su lugar en el mundo en medio de ninguna
parte, alejado de todo y de todos, entregado a su labor, volcado en los
animales a los que atiende y comprende, esos que le han aceptado como uno más,
totalmente integrado en un hábitat que es fiel reflejo de su esencia (de la que
ha ido conformando y eligiendo a lo largo de los años); aunque evite con
acierto, como ya se señaló, adoptar un tono que le haría perder credibilidad y verdad,
en ocasiones resulta forzada esa lejanía, sería deseable que, igual que los
personajes van perdiendo capas, salen de sus corazas, abandonan la crisálida
tras una metamorfosis elegante y emocionante, la cámara rompiese el escudo del
documentalista más ortodoxo para imprimir a determinadas secuencias una mayor
calidez, esa que poco a poco va recobrando Beto gracias al contacto con Lola,
la madre que llega hasta ese lugar remoto en busca de una mejor calidad de vida
para Tristán, su hijo autista. Pero, por otro lado, Olivares sabe que tiene en sus
actores su baza principal y no la descuida, no quiere perturbarlos ni desviar
la atención de la platea, de ahí que se mantenga con sus proverbiales
contención y humildad detrás de la cámara, prescindiendo de cualquier embellecimiento
superfluo, confiando en sus miradas, en cómo Joaquín Furriel sabe llenar de
contenido un silencio (afirma que fue poder trabajar con el auténtico Beto
Bubas lo que le ayudó a manejarlos de ese modo), en cómo Maribel Verdú radiografía
cada personaje que encarna y sólo con el modo de caminar retrata a la
perfección sombras, traumas, dolores superados o, como en este caso,
transformados en cotidianos, diluidos en rutinas, en algo con lo que convivir -y aún perturba más esa resignación, esa aceptación, aunque no suponga una rendición-, en
cómo Quinchu Rapalini da una lección a tanto actor laureado por exagerar sin
freno y caer en el ridículo de la mueca y el estrambote.
Filmada en condiciones extremas (las que impone la Patagonia), El faro de las orcas apabulla aún más
por su ausencia de rimbombancia, por su tono medido y contenido, por la
ingenuidad que Gerardo Olivares sabe mantener en primer plano en todos sus trabajos, porque es capaz
de conservar intacta la frescura e incluso la espontaneidad que todo documental
que se precie de ser tal debe exudar, que los ensayos y los trucos (si los ha
habido) no se noten, porque no consiente que lo meramente estético se imponga, porque impide que la imprescindible dramatización para contar una
historia en los términos en que aquí se hace no vaya en detrimento de la
verosimilitud; el director ya ha demostrado sobradamente su oficio y grandeza,
por eso se echa de menos aquí en determinados momentos algo más de fuerza y
hondura, aunque es muy de agradecer que se eviten los lugares trillados y, muy
especialmente, que el cineasta sea consecuente con su propia naturaleza del
cineasta, que no engañe al público y que, en cierta manera, sea una película un
tanto a contracorriente, que no lo cifre todo -y mira que tiene mimbres para
ello- a la taquilla, que tenga otro ritmo, otro tono, otro estilo, ¿por qué no
repetirlo una vez más?, otra naturaleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario