domingo, 21 de mayo de 2017

"CONTRATIEMPO": EL ÉNFASIS COMO UNA DE LAS BELLAS (EJEM) ARTES






DIRECCIÓN: Oriol Paulo GUIÓN: Oriol Paulo MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Xavi Giménez MONTAJE: Jaume Martí REPARTO: Mario Casas, Ana Wagener, José Coronado, Bárbara Lennie, Francesc Orella, Paco Tous, David Selvas

   Toda buena historia de misterio que se precie (en cualquiera de sus acepciones, posibilidades, subgéneros), que base su desarrollo en mayor o menor grado en una incógnita (o en varias), en un cómo, quién, por qué se hizo algo, toda historia que gire en torno a un interrogante (o varios) al que dar respuesta debe llegar a una conclusión satisfactoria, coherente, que no deje a medias (y no porque deba ser contundente e implacable: hay finales abiertos -o con muchos puntos suspensivos- que suponen el mejor colofón posible, que consiguen la complicidad del espectador, que no juegan al despiste, que cierran la narración con efectividad y brillantez por bien insertados y definidos, porque se presentan como la mejor -incluso la única- opción para, precisamente, cimentar el conjunto y no desbaratar el castillo de naipes construido anteriormente -y no sólo en el género específico que nos ocupa: recuérdense Lo que el viento se llevó (1939) o Casablanca (1943), también esa joya de David Lynch titulada Una historia verdadera (1999)-), un colofón que no necesite horas de reflexión para intentar encajar las piezas porque o bien se hurtaron datos o se hicieron trampas o se buscó el puro efectismo, la explosión, la inmediatez de una sorpresa que puede no serlo tanto o que, más allá del golpe momentáneo, se diluye después en la bruma de un recuerdo impreciso y hasta puede que negativo. Hay historias que pueden verse mil veces, no importa que sepamos el giro que irán tomando las acontecimientos, no importa que conozcamos de antemano la sorpresa última, el disfrute es ver cómo ésta se fragua, cómo se va diseminando información, creando atmósfera, jugando al equívoco con honestidad, utilizando con sabiduría ciertos universales (incluso lugares comunes) y el conocimiento previo del espectador en esas lides o similares para que se confíe, para que piense que reconoce el terreno y no pueda prever qué vendrá a continuación, manipulándole a su conveniencia pero sin trucos que, una vez descubiertos, dejan al aire todo el artificio (y el artefacto) o desencantan por lo burdo, por lo torpe, por desvanecerse al momento, por no soportar una revisión, por haberlo puesto todo al servicio de ese (supuesto) estallido de ingenio, olvidando las lecciones aprendidas con los clásicos, con los maestros, con los que siguen sorprendiendo y regocijando aunque tengamos la historia fresca en la memoria, ahí está el maestro Hitchcock (al que sin duda debe adorar -a quien querría imitar- Oriol Paulo, no en vano su primer trabajo como director se tituló, precisamente, McGuffin (1998), aunque parece no tener claro el concepto ni, desde luego, el modo de insertarlo y utilizarlo), lo de menos, en parte, es si la señora Bates existe, es inevitable que Psicosis (1960) provoque escalofríos, gritos de advertencia a los personajes, que el espectador se deje envolver una vez más, da igual el número de visionados, la tensión aumenta en grado proporcional cuanto más recordamos y conocemos.
   Y, por no abandonar la cima, por no buscar otros ejemplos, diremos que llega un punto en que lo que menos importa es por qué persiguen a Cary Grant, que un análisis digamos pragmático o atendiendo sólo a la mecánica pueda desmontar Encadenados (1946), que Los pájaros (1963) ni siquiera tenga la palabra “fin” en el último plano (mejor colofón imposible, es lo que se apuntó anteriormente: ¿para qué estropear el terror con explicaciones peregrinas, ineficaces o anticlimáticas?), el caso es que esas y otras cintas mantienen intactas sus esencias y continúan provocando sorpresa, especialmente porque no lo buscan como tal, porque tratan al receptor con inteligencia (previendo reacciones) y como alguien inteligente que no aceptará gato por liebre o un vulgar truco de trilero, un rompecabezas armado con piezas descolocadas o metidas a presión en un hueco que no les corresponde. Orio Paulo, sin embargo, basa sus historias en lo rimbombante, en frases supuestamente lapidarias que provoquen pasmo y sobresalto (y en parte lo hacen, pero por repetitivas, por obvias, por intuidas, por el subrayado musical que, impepinablemente, les acompaña), en un estilo (por llamarlo de algún modo) enfático fabricado a base de recortes, de copias, de soluciones trilladas, de otras bien armadas por quien las ideó pero que pierden fuerza, credibilidad y eficacia cuando se las intenta retorcer y dar un toque personal (que no se posee), en ponerse siempre por encima del espectador con fatuidad y sacando de la manga lo que se le antojan como estallidos de credibilidad, desenlaces alambicados que se saltan cualquier acuerdo sobre la credibilidad que estemos dispuestos a hacer siempre que la maquinaria esté perfectamente engrasada y, como sucede con los grandes magos, sepamos que hay truco, que todo es una ilusión, pero nos satisfaga tanto cómo se ha ejecutado que no tengamos tiempo (ni ganas) de buscar las posibles grietas.
   Algo menos estrambótica y grotesca que El cuerpo (2012), Contratiempo vuelve a caer en todos los vicios de su autor, esos que sólo quedan atenuados cuando dirige otra persona y, aunque no se pueda (o no se sepa) prescindir de ciertos tics sobre los que se asienta el desarrollo del film, se relaja la pomposidad y se confía en lo que se cuenta y, como sucedió en Los ojos de Julia (2010), en un estupendo reparto al que se permite respirar, matizar, interpretar con naturalidad, sin tener que escupir cada frase para que se capte la importancia (muy lejos de lo logrado por Guillem Morales, quedó, sin embargo, Mar Targarona en Secuestro (2016), si bien es cierto que el guión que recibió era un imposible incluso para alguien más curtido en esas lides y/o con un estilo más sutil). Mario Casas vuelve a dar muestras de su endeblez interpretativa, de su incapacidad para expresar emociones o para que éstas resulten creíbles (no digamos, por lo tanto, para provocar empatía), su forma de intentar resultar contenido deja ver a las claras su esfuerzo, está permanentemente rígido, con cara de asustado, sin apenas vocalizar (sólo es medianamente inteligible cuando hace comedia, en ese único tono que le exige Álex de la Iglesia, el personaje es lo de menos), lo que redunda en beneficio de Bárbara Lennie, quien, aunque recurre a los cuatro mohines que le han conferido aureola de gran actriz, al menos consigue hacerse entender y eleva por momentos su casi permanente susurro a un volumen que facilita la comprensión. José Coronado no tiene ningún problema para adueñarse de la función, si bien es cierto que sin salirse de cierto esquema que aplica más de la cuenta a la hora de interpretar, aun así es como un oasis toparse con alguien que dice su texto con tanta claridad y transmitiendo emociones, puesto que a Ana Wagener le han exigido que esté tan hierática y sobria, tan seca y monocorde, que a ratos es un triste remedo de sí misma (¡Cómo no pensar en su fantástica interpretación en el montaje de La anarquista de David Mamet, en la que protagonizaba un magnífico pulso con una soberbia Magüi Mira!). Por lo demás, todo son tachanes y fanfarrias con cada frase en la que Oriol Paulo quiere que nos fijemos, idas y venidas por una historia que se va contando desde diferentes perspectivas, revelaciones que se presienten a los diez minutos, guiños que son plagios a clásicos que lo son por méritos propios (y por lo que se señaló al comienzo), una gran sorpresa final que tampoco parece que se preocupen demasiado en camuflar, especialmente (y perdón si alguien lo considera sopiler, en todo caso aún tienen tiempo de levantar la vista y no leer nada más) si se ha leído/visto Testigo de cargo, el relato de Agatha Christie que nunca deja indiferente (porque es una pieza maestra, más allá de lo boquiabierto que uno se queda la primera vez), la película de Billy Wilder que muchos atribuyen a Hitchcock, ingeniosa, sorprendente y endiablada y espléndidamente embarullada para que algún detalle nos resulte novedoso y volvamos a preguntarnos quién y cómo lo hizo (al contrario que en Contratiempo -de un segundo visionado ya ni hablamos-).

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