DIRECCIÓN: Oriol Paulo GUIÓN: Oriol Paulo
MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Xavi Giménez MONTAJE: Jaume Martí
REPARTO: Mario Casas, Ana Wagener, José Coronado, Bárbara Lennie, Francesc
Orella, Paco Tous, David Selvas
Toda
buena historia de misterio que se precie (en cualquiera de sus acepciones,
posibilidades, subgéneros), que base su desarrollo en mayor o menor grado en
una incógnita (o en varias), en un cómo, quién, por qué se hizo algo, toda
historia que gire en torno a un interrogante (o varios) al que dar respuesta
debe llegar a una conclusión satisfactoria, coherente, que no deje a medias (y
no porque deba ser contundente e implacable: hay finales abiertos -o con muchos
puntos suspensivos- que suponen el mejor colofón posible, que consiguen la
complicidad del espectador, que no juegan al despiste, que cierran la narración
con efectividad y brillantez por bien insertados y definidos, porque se
presentan como la mejor -incluso la única- opción para, precisamente, cimentar
el conjunto y no desbaratar el castillo de naipes construido anteriormente -y
no sólo en el género específico que nos ocupa: recuérdense Lo que el viento se llevó (1939) o Casablanca (1943), también esa joya de David Lynch titulada Una historia verdadera (1999)-), un
colofón que no necesite horas de reflexión para intentar encajar las piezas
porque o bien se hurtaron datos o se hicieron trampas o se buscó el puro
efectismo, la explosión, la inmediatez de una sorpresa que puede no serlo tanto
o que, más allá del golpe momentáneo, se diluye después en la bruma de un recuerdo
impreciso y hasta puede que negativo. Hay historias que pueden verse mil veces,
no importa que sepamos el giro que irán tomando las acontecimientos, no importa
que conozcamos de antemano la sorpresa última, el disfrute es ver cómo ésta se
fragua, cómo se va diseminando información, creando atmósfera, jugando al
equívoco con honestidad, utilizando con sabiduría ciertos universales (incluso
lugares comunes) y el conocimiento previo del espectador en esas lides o
similares para que se confíe, para que piense que reconoce el terreno y no
pueda prever qué vendrá a continuación, manipulándole a su conveniencia pero sin
trucos que, una vez descubiertos, dejan al aire todo el artificio (y el
artefacto) o desencantan por lo burdo, por lo torpe, por desvanecerse al
momento, por no soportar una revisión, por haberlo puesto todo al servicio de
ese (supuesto) estallido de ingenio, olvidando las lecciones aprendidas con los
clásicos, con los maestros, con los que siguen sorprendiendo y regocijando
aunque tengamos la historia fresca en la memoria, ahí está el maestro Hitchcock
(al que sin duda debe adorar -a quien querría imitar- Oriol Paulo, no en vano
su primer trabajo como director se tituló, precisamente, McGuffin (1998), aunque parece no tener claro el concepto ni, desde
luego, el modo de insertarlo y utilizarlo), lo de menos, en parte, es si la
señora Bates existe, es inevitable que Psicosis
(1960) provoque escalofríos, gritos de advertencia a los personajes, que el
espectador se deje envolver una vez más, da igual el número de visionados, la
tensión aumenta en grado proporcional cuanto más recordamos y conocemos.
Y,
por no abandonar la cima, por no buscar otros ejemplos, diremos que llega un
punto en que lo que menos importa es por qué persiguen a Cary Grant, que un
análisis digamos pragmático o atendiendo sólo a la mecánica pueda desmontar Encadenados (1946), que Los pájaros (1963) ni siquiera tenga la
palabra “fin” en el último plano (mejor colofón imposible, es lo que se apuntó
anteriormente: ¿para qué estropear el terror con explicaciones peregrinas,
ineficaces o anticlimáticas?), el caso es que esas y otras cintas mantienen
intactas sus esencias y continúan provocando sorpresa, especialmente porque no
lo buscan como tal, porque tratan al receptor con inteligencia (previendo
reacciones) y como alguien inteligente que no aceptará gato por liebre o un
vulgar truco de trilero, un rompecabezas armado con piezas descolocadas o
metidas a presión en un hueco que no les corresponde. Orio Paulo, sin embargo,
basa sus historias en lo rimbombante, en frases supuestamente lapidarias que
provoquen pasmo y sobresalto (y en parte lo hacen, pero por repetitivas, por
obvias, por intuidas, por el subrayado musical que, impepinablemente, les
acompaña), en un estilo (por llamarlo de algún modo) enfático fabricado a base
de recortes, de copias, de soluciones trilladas, de otras bien armadas por
quien las ideó pero que pierden fuerza, credibilidad y eficacia cuando se las
intenta retorcer y dar un toque personal (que no se posee), en ponerse siempre
por encima del espectador con fatuidad y sacando de la manga lo que se le
antojan como estallidos de credibilidad, desenlaces alambicados que se saltan
cualquier acuerdo sobre la credibilidad que estemos dispuestos a hacer siempre
que la maquinaria esté perfectamente engrasada y, como sucede con los grandes
magos, sepamos que hay truco, que todo es una ilusión, pero nos satisfaga tanto
cómo se ha ejecutado que no tengamos tiempo (ni ganas) de buscar las posibles
grietas.
Algo
menos estrambótica y grotesca que El
cuerpo (2012), Contratiempo vuelve
a caer en todos los vicios de su autor, esos que sólo quedan atenuados cuando
dirige otra persona y, aunque no se pueda (o no se sepa) prescindir de ciertos
tics sobre los que se asienta el desarrollo del film, se relaja la pomposidad y
se confía en lo que se cuenta y, como sucedió en Los ojos de Julia (2010), en un estupendo reparto al que se permite
respirar, matizar, interpretar con naturalidad, sin tener que escupir cada
frase para que se capte la importancia (muy lejos de lo logrado por Guillem
Morales, quedó, sin embargo, Mar Targarona en Secuestro (2016), si bien es cierto que el guión que recibió era un
imposible incluso para alguien más curtido en esas lides y/o con un estilo más
sutil). Mario Casas vuelve a dar muestras de su endeblez interpretativa, de su
incapacidad para expresar emociones o para que éstas resulten creíbles (no
digamos, por lo tanto, para provocar empatía), su forma de intentar resultar
contenido deja ver a las claras su esfuerzo, está permanentemente rígido, con
cara de asustado, sin apenas vocalizar (sólo es medianamente inteligible cuando
hace comedia, en ese único tono que le exige Álex de la Iglesia, el personaje
es lo de menos), lo que redunda en beneficio de Bárbara Lennie, quien, aunque
recurre a los cuatro mohines que le han conferido aureola de gran actriz, al
menos consigue hacerse entender y eleva por momentos su casi permanente susurro
a un volumen que facilita la comprensión. José Coronado no tiene ningún
problema para adueñarse de la función, si bien es cierto que sin salirse de
cierto esquema que aplica más de la cuenta a la hora de interpretar, aun así es
como un oasis toparse con alguien que dice su texto con tanta claridad y
transmitiendo emociones, puesto que a Ana Wagener le han exigido que esté tan
hierática y sobria, tan seca y monocorde, que a ratos es un triste remedo de sí
misma (¡Cómo no pensar en su fantástica interpretación en el montaje de La anarquista de David Mamet, en la que
protagonizaba un magnífico pulso con una soberbia Magüi Mira!). Por lo demás,
todo son tachanes y fanfarrias con cada frase en la que Oriol Paulo quiere que
nos fijemos, idas y venidas por una historia que se va contando desde
diferentes perspectivas, revelaciones que se presienten a los diez minutos,
guiños que son plagios a clásicos que lo son por méritos propios (y por lo que
se señaló al comienzo), una gran sorpresa final que tampoco parece que se
preocupen demasiado en camuflar, especialmente (y perdón si alguien lo
considera sopiler, en todo caso aún tienen tiempo de levantar la vista y no
leer nada más) si se ha leído/visto Testigo
de cargo, el relato de Agatha Christie que nunca deja indiferente (porque
es una pieza maestra, más allá de lo boquiabierto que uno se queda la primera
vez), la película de Billy Wilder que muchos atribuyen a Hitchcock, ingeniosa,
sorprendente y endiablada y espléndidamente embarullada para que algún detalle
nos resulte novedoso y volvamos a preguntarnos quién y cómo lo hizo (al
contrario que en Contratiempo -de un
segundo visionado ya ni hablamos-).
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