jueves, 25 de mayo de 2017

"NO SÉ DECIR ADIÓS": REALIDADES QUE YA NO CONTROLAMOS





DIRECCIÓN: Lino Escalera GUIÓN: Pablo Remón, Lino Escalera MÚSICA: Pablo Trujillo FOTOGRAFÍA: Santiago Racaj MONTAJE: Miguel Doblado REPARTO: Nathalie Poza, Juan Diego, Lola Dueñas, Pau Durà, Miki Esparbé, César Bandera, Noa Fontanals

   “El temporal acecha, es la vida, no se para el tiempo, se convierte en temporal, en fuga, y se asemeja a ese momento en que todo se acelera y se llama enfermedad, dolor, vacío, imposibilidad de reaccionar con tus propias fuerzas para resolver la debilidad de los que están al lado. La fuerza sirve como palabra o aliento, pero de resto no sirven las palabras ni el aliento. Ni el silencio sirve, nada sirve. El dolor es el dolor, y es absoluto. Y se produce el silencio interno, la palabra se hace inservible, y somos sonámbulos en realidades que ya no controlamos.” Así se expresa Juan Cruz en su libro recientemente publicado Un golpe de vida, precisamente cuando debe reponerse de uno, continuar camino y trabajo (la redacción de la memoria periodística en que anda envuelto cuando recibe el zarpazo) mientras se enfrenta a emociones que quiebran, arrasan, paralizan, suspenden, oprimen, el temor de la pérdida no por sabido (cuando menos presentido, asumido como “ley de vida”) es menos hiriente, se abate sobre nosotros inmisericordemente, anulando, aplastando, abatiendo fortalezas, haciéndonos perder los papeles por mucho que sepamos que eso tampoco consuela, sorprendiéndonos siempre a traición, a deshora, implacable, inapelable, absoluto (como bien señala Juan). Las personas que necesitamos y queremos se marchan demasiado pronto, da igual los años que hayan cumplido, y uno ha de continuar respirando, en gran parte por ellas, para hablar de ellas, para sentir por y con ellas, para que tengan sentido (lo sigan teniendo) aunque sólo sean cenizas, nuestra alma se agujerea pero vamos haciendo remiendos, frágiles, toscos, insuficientes, secamos los lacrimales, restañamos las heridas, aunque el dolor tan sólo se contiene hasta que rompe los diques y vuelve a avasallarnos y a fustigar como el primer día. Aunque pueda sonar paradójico, es una inmensa alegría que una película se atreva a tocar asuntos tan sensibles sin ningún tipo de disfraz ni embellecimiento, llamando a las cosas por su nombre y sin miedo a ese mantra que tantos defienden (incluso algunos que se llaman/consideran expertos, críticos de medio pelo que se arriman al sol que más calientan y repiten frasecitas de barra de bar y/o reunión de amigotes -o amiguitos-), ese adagio que asegura que “la gente va al cine a divertirse”, ese es todo el análisis que hacen, resumiendo en esa sentencia por qué la comedia sigue gozando de éxito (cierto tipo de comedia, convendría matizar), lo mismo que sucede con las películas de acción (metiendo en el mismo saco títulos con intenciones muy diversas, tonos y tratamientos distintos e incluso temáticas variadas, todo porque en algún momento hay persecuciones, explosiones, carreras y demás), obviando (o ignorando) la taquilla y repercusión de cintas puramente dramáticas en el sentido más extendido del término, galardonadas en muchos casos y encumbradas por la otra crítica (la que va de intelectual y solemne -aunque tanto en este lado como en aquel hay honrosísimas excepciones-).
   Aunque una de las mayores virtudes (y bondades) de No sé decir adiós es su sutileza, su elegancia, su delicadeza, no necesita ser gráfica ni apalear al espectador, inserta con sumo acierto (tanto en guión como en pantalla) unos negros que, eso sí, no son fundidos, simplemente aparecen, estrujando entrañas, convocando los fantasmas de carne y hueso que cada uno llevamos, da igual cómo haya muerto nuestro padre o que lo que vemos nos haga recordar otras muertes igualmente desoladoras, momentos en que la acción se detiene pero en que cada uno de nosotros sigue, digámoslo así, trabajando en su butaca, digiriendo la elipsis, llenándola de contenido. Pablo Remón contó con toda la libertad del mundo una vez el director, de quien partió el proyecto, le planteó la historia que quería contar, aunque trabajaron codo con codo para hacer la película que uno ya había soñado y el otro iba haciendo realidad, el debut en el largometraje del reputado cortometrajista y realizador publicitario Lino Escalera quien demuestra un conocimiento del oficio (y de las emociones humanas) apabullante, saliendo airoso del envite y creando arte donde otros más experimentados han fracasado estrepitosamente. Apelando directamente a lo más íntimo de la audiencia, No sé decir adiós arranca (nunca mejor dicho, puesto que su primera secuencia es en el interior de un coche) cuando casi todo ha sucedido, dejando que el pasado asome en insinuaciones, miradas, reproches, silencios, consintiendo y demandando que el espectador incorpore sus vivencias (u otras que conozca), creando una intimidad especial entre el que contempla y los personajes que en la pantalla abren su corazón (lo justo, lo prudente, lo necesario, sin tremendismos baratos ni trampas emocionales, sin efectismos torpemente melodramáticos).
   Un guión de este calibre, un portento en capacidad de sugerencia, una irresistible invitación a la evocación, incluso a reivindicar esos momentos que algunos parecen empeñados en que se oculten, sin dar espacio al llanto, a la pena (esa sandez que incluso sueltan médicos de “la actitud es muy importante, es parte de la curación”), un libreto que supone todo un alarde porque es capaz de llegar hasta el hueso sin que sintamos que nos taladran con/por sadismo, el tono reposado que consigue Lino Escalera en su manera de filmar, todo el equilibrio tan prodigiosamente conseguido podría quebrarse a las primeras de cambio si los protagonistas no están a la altura, no asumen el código, no se amoldan a la partitura, no trabajan en comunión con lo que sucede detrás de las cámaras y entre ellos. Por fortuna, los tres instrumentos principales crean toda una sinfonía, transmiten debilidades, imperfecciones, contradicciones, son como cualquiera de nosotros: es inevitable sentirse sobrepasado, inútil, perdido, incapaz ante situaciones como la narrada, y aunque sigámonos fustigando con lo que pudimos/debimos/hicimos o dejamos de hacer provoca un cierto alivio comprobar que, a la hora de la verdad, siempre actuamos equivocadamente o, al menos, no con toda la pericia y humanidad que serían deseables. Juan Diego vuelve a dejar clara su maestría, olvida histrionismos y efectismos para ajustarse el traje y fundirse con su personaje de un modo admirable, empequeñeciéndose, siendo cada vez más vulnerable, lacerante en su lucha por no perder la dignidad ni agachar la cerviz antes de tiempo, comprendiendo que lo inevitable está llegando pero negándole a ratos tal condición; Lola Dueñas es un soplo de aire fresco que aporta momentos de comprensible hilaridad, a ratos ingenua y como si fuese una niña, asumiendo un rol adulto cuando debe, mostrando una gama inagotable de recursos, capaz de provocar carcajadas con suma facilidad gracias a su impagable vis cómica (esa que no se fuerza: se tiene o no) y, al minuto siguiente, hacernos tragar saliva (o bilis) con una palabra ahogada o pronunciada casi en susurros; Nathalie Poza consigue por fin el gran papel que hasta el momento no le habían dado en cine (otra cosa es el teatro, sobre todo cuando interpretó A cielo abierto de David Hare junto a José María Pou) y ofrece una interpretación apabullante, que sacude, que implica, que nos hace reflexionar, que se sale de la pantalla, un personaje escrito y servido con enorme inteligencia porque no se pretende hacerlo simpático, todo lo contrario, pero esos ojos que transmiten páginas de guión (incluso las no escritas), esa voz crispada, afónica, rota, ese cuerpo que pretende mantenerse erguido, ese andar trastabillante, su incapacidad para gestionar y expresar debidamente sus afectos, la verdad que exuda cada poro de su piel deja sin aliento y nos permite comprender a Carla, cima interpretativa de Nathalie Poza, que es tanto como decir que nos ayuda a comprendernos (y tratarnos) un poco mejor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario