TÍTULO ORIGINAL: Mother! DIRECCIÓN:
Darren Aronofsky GUIÓN: Darren Aronofsky BANDA SONORA: Jóhann Jóhannsson, Craig
Henigha FOTOGRAFÍA: Matthew Libatique MONTAJE: Andrew Weisblum REPARTO:
Jennifer Lawrence, Javier Bardem, Ed Harris, Michelle Pfeiffer, Domhnall
Gleeson, Brian Gleeson
Un chiste pierde su gracia (comprobada o presupuesta) cuando hay que
explicarlo, y tan nefasto es que sea porque en sí mismo no da las claves
necesarias para comprenderlo o porque el autor (o relator) piense que el receptor
no es capaz de asumir el significado de la historieta si ésta no se le ofrece
masticada, digerida y sin posibilidad de reinterpretación; nada hay que objetar
a una obra más o menos críptica, hermética, impenetrable si no se tiene un
conocimiento previo de una serie de circunstancias, si no se maneja el mismo
código restringido del arista, puede que un lenguaje sólo para iniciados o algo
excesivamente personal e incluso inédito, nada se reprocha siempre que el
espectador pueda ir aportando y extrayendo sus propias conclusiones, se le dé
libertad de maniobra dentro de la maraña planteada, no se le deje sin aliento
en vano para restregarle su simple mortandad e incapacidad para penetrar en
ejercicios supuestamente intelectuales sólo al alcance de unos privilegiados.
También conviene que el público acepte que no es preciso entenderlo todo: las
dudas, las sombras, las ambigüedades son un terreno muy productivo y un
estímulo para el raciocinio (y para asumir que éste tiene muchos límites y no
hay que tenerles miedo ni rechazarlos de plano), es deseable (y hasta
imprescindible) que haya diferentes formas de comunicarse, de ver el mundo y
estar en él, no podemos quedar conformes sólo con aquello que nos refuerza
nuestras percepciones o fantasías, es un sano ejercicio seguir planteándonos
preguntas y contrastando nuestras respuestas con las de otros. El problema
viene cuando el creador (utilizada la palabra con toda la intención del mundo)
pretende imponer su tesis, su(s) teoría(s), su credo, su ideología, su
cosmogonía, aquello en torno a lo que gira todo, supeditando lo demás a lo que
convierte en eje, o cuando opta por un discurso abstruso (aunque tal vez no
tanto como desearía -al menos en el caso que nos ocupa-), poco explícito,
enrocándose en sí mismo, puede que catequizando, puede que alienando, sin
establecer ni consentir el diálogo.
Darren Aronofsky hace las dos cosas con Mother!, puesto que recupera su vena más epatante y grandilocuente
en la que se suceden secuencias aparatosas, desconcertantes, estridentes, con
el ánimo de provocar, de incomodar, de molestar, de espantar, de hacer apartar
la mirada (es decir, de expulsar al espectador de la película), pero en las
entrevistas que está concediendo desde que comenzó con la promoción va
suministrando todo un manual de instrucciones para poder traducir la película a
una narración podríamos decir convencional, comprensible para todos, al menos para
todos los que sepan lo que él ha dicho o tengan un conocimiento que, las cosas
como son, no tiene por qué ser demasiado profundo sobre algunas páginas de la
Biblia (por más que, y eso siempre sucede con los conversos, haya ahora quien,
se supone, desvela todas las claves, difunde la palabra, habla como poseso y
con verbo más encendido que aquel al que se limita a plagiar -a repetir como
papagayo lo transformado de improviso en dogma de fe, dicho sea también con
intención). Para cualquiera que haya tenido una educación judeocristiana, por más
que los asuntos religiosos sólo le hayan (pre)ocupado cuando eran obligatorios
e incluso materia de examen, no resulta difícil quitar los velos alegóricos a
los personajes y situaciones que Mother! presenta
un tanto confusamente, intentando complicar el relato para colocarse por encima
de los feligreses, aunque (igual que se señala la pretendida y pretenciosa
confusión hay que ser ecuánime y reconocer lo contrario) el propio Aronofsky lo
pone más fácil de lo que le gustaría con una primera secuencia que revela lo
que en realidad jamás está oculto (más allá, repetimos, de que hayamos tenido
acceso a alguna de sus entrevistas) y ayuda a encajar piezas casi desde ese
momento. Pero, se sepa lo que se sepa, se identifique lo que se identifique, se
especule lo que se especule (lo poco o nada que su autor permite -aunque sería
divertido hacer matizaciones, apreciaciones, preguntas, sobre todo a esa
cohorte de corifeos, fieles que ahora se dicen/piensan expertos en lo
bíblico-), el filme se pierde en su propia ambición, en su exceso incansable,
en sus vericuetos mentales y visuales (con propensión a lo grotesco, a lo
zafio, apenas queda rastro de aquel que fuese celebrado como virtuoso), en su
anhelo por epatar, deslumbrar y golpear en cada secuencia, sin saber ni poder
aflojar intensidad, sin tonos ni matices, todo es un puro dislate con bruscos
movimientos de cámara, con desenfoques, con primerísimos planos que
distorsionan los rostros, con un montaje como practicado a hachazos,
sobresaltos a cargo de la banda sonora (que no música, puesto que el propio
compositor encargado de la partitura -y que concluyó su trabajo- la desechó
para trabajar junto a Craig Henigham en el diseño del sonido), un exceso que no
hace sino ir a más hasta el apocalipsis final (una vez más, se escoge esa
palabra con suma intención).
Cineasta de culto gracias a sus dos primeros largometrajes -el
rápidamente envejecido Pi, fe en el caos
(1998) y el crispante Réquiem por un
sueño (2000), salvo algunas secuencias y una Ellen Burstyn realmente
memorables-, Darren Aronofsky siempre ha presumido de tener (y en ocasiones lo
ha demostrado) un lenguaje propio y alejado de convencionalismos, aunque se
limitaba a darles la vuelta -sobre todo en la muy sobrevalorada El luchador (2008)-, a camuflarlos en
medio de un estilo (tampoco tan particular) feísta, decadente, barroco, con
tendencia a la pirotecnia y el subrayado, al abuso de truculencias y/o
manierismos, elementos que logró domesticar y refrenar para ponerlos al servicio
de la historia en la sorprendente, inquietante, asfixiante y a ratos sublime Cisne negro (2010), creando la atmósfera
idónea para zambullirnos en los vericuetos mentales de su protagonista
(encarnada por una Natalie Portman que nunca ha conseguido -ni le han
consentido- alcanzar cotas tan altas), equilibrando su gusto por el desfase sin
límites con una cierta contención para, así, estallar en uno de los clímax más
poderosos, desasosegantes y espléndidos vividos en los últimos años. Antes de
esta cinta había dirigido otra que (a pesar de sus notorias diferencias en
enfoque y asunto a desarrollar) podría ser la que más entronque con la
presente, La fuente de la vida (2006)
-que, al menos, sólo duraba hora y media y no dos como Mother!-, una especie de experimento rebosante de lenguaje,
referencias e imágenes pseudocientíficas, un a modo de borrador, un banco de
pruebas presentado como obra acabada, un ensayo que, mezclado con la
experiencia de navegar (no me repito, ya saben que la palabra está escogida con
un propósito claro) por los textos bíblicos para su mastodóntica y plúmbea Noé (2014), ha dado como resultado este
gazpacho mal mezclado y peor terminado que ha dado en llamar Mother!.
Con alegorías que a veces no lo son tanto (son meras traslaciones,
modernizaciones, variaciones sobre un original que queda a la vista) y
colocando también en el horizonte un mensaje ecologista, una llamada de
atención, hablando de un apocalipsis que ya está aquí (es algo que asimismo ha
explicado en entrevistas), Aronofsky se lanza a una montaña rusa visual que
agota a los pocos minutos y que a ratos sorprende por lo mal ejecutados y peor
acabados que están sus tics más habituales, ese ansia por rodar la secuencia
más extravagante en cada momento, el efectismo recurrente, el sobresalto que
llega a un punto en que no es tal por reiterativo, la acumulación de imágenes
polisémicas o poco explicativas (aunque no aceptan otra interpretación que no
sea la que se lleva de casa o dejando al margen a los que no han hecho los deberes
previos al visionado), la sobreabundancia de una violencia que deviene en
grotesca, guiñolesca, absurda, que pierde su posible fuerza y/o sorpresa, su
presumible impacto, por obvia, tosca y repetitiva. Para colmo, Jennifer
Lawrence continúa siendo una de las actrices más inexpresivas del momento,
alguien con quien se hace imposible empatizar, una persona incapaz de inyectar
un mínimo de vida a su mirada, secundada por un Javier Bardem que no sabe en
qué dirección caminar (puede que el mayor problema sea que es un Dios
fieramente humano, que es uno y trino -como corresponde- y le hacen pasar de un
estado a otro sin solución de continuidad ni evolución dramática) y por
momentos cae en su histrionismo más forzado y estomagante (a la altura de Skyfall (2012), Los fantasmas de Goya (2006) y algún otro ejemplo del que mejor no
acordarse). Ed Harris y Michelle Pfeiffer son absolutamente desperdiciados en
unos personajes que, presentados y desarrollados de otro modo (y con mayor
presencia en pantalla), hubiesen podido salvar parte de una función que, sea
ésta la última vez en que se apostilla la nada inocente elección de las
palabras, se estira hasta el infinito, lo que tampoco es ningún secreto (o
misterio o lo que prefieran) en esta alegoría que, por más que su creador y sus
fieles así lo crean (no, no lo diré de nuevo), sigue un esquema rígido,
previsible y nada oculto.
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