DIRECCIÓN: Fernando Franco GUIÓN:
Fernando Franco, Enric Rufas MÚSICA: Ibon Rodríguez, Ibon Aguirre FOTOGRAFÍA:
Santiago Racaj MONTAJE: David Pinillos REPARTO: Marian Álvarez, Manolo Solo,
Luis Callejo, Rosana Pastor, Ramón Barea, Andrés Gertrúdix
Hay películas que te maltratan, te sacuden, te hurgan, escarban en lo
más íntimo, en lo más doloroso, te revuelven, te obligan a asomarte al abismo,
incluso te empujan a él, pero no puedes dejar de admirarlas, de reconocer sus
muchos méritos artísticos, su capacidad para narrar con sutileza, entre líneas,
sin ahorrarnos nada pero sin regodearse, sin exagerar, con un naturalismo a lo
Zola, descarnado, brutal por momentos, lacerante, sin paliativos pero confiando
en la inteligencia del que mira, sabiendo que aunque su experiencia vital sea
radicalmente diferente a la que se ve en pantalla el corazón que palpita, que
se acelera, que puede llegar a quedarse paralizado, el de cada uno sentado en
la platea reconoce las lágrimas, la angustia, las carencias, los afectos
desordenados, la incapacidad para canalizarlos con mesura y/o conveniencia, los
muros mentales que aprisionan, cohíben, reprimen, los que uno mismo alza y
nadie se atreve, sabe, puede derribar. 2013, cinematográficamente hablando,
comenzó por todo lo alto (en España se estrenó en enero) con esa obra maestra
incontestable, con ese prodigio que Michael Haneke, con toda la intención del
mundo, decidió titular Amor, con esa
reflexión en torno a la condición humana que sólo necesita dos actores sólidos,
inmensos, superlativos para hablar del ocaso de una vida, de la necesidad de
tener, sentir, saber cerca a la persona elegida, de la imposibilidad de
afrontar una rutina sin ella, de quiénes somos o dejamos de ser, de, podríamos
decir, todo lo visible y lo invisible porque nada (al modo de lo que John Donne
clamaba) le es ajeno, porque en las elipsis, silencios, situaciones en off de ese
filme cabe un mundo completo; y, cerrando el círculo, 2013 inició su último
trimestre con el estreno de La herida,
película que establece muchas corrientes subterráneas con la de Haneke, sin ser
un calco, sin hablar de lo mismo, aunque al manejar el mismo material sensible
(es decir, el ser humano) y hacerlo con un lenguaje igualmente descarnado, sin
paños calientes ni concesiones, incómodo, radical, más allá de cualquier límite
pero sabiendo replegar velas, insinuar más que mostrar, sugerir sin esconderse,
al basarse casi en un 100% en lo que una actriz (en este caso, sólo ella) es
capaz de mostrar, en una interpretación que deja sin resuello, sin adjetivos,
que conmueve, desasosiega, lastima, se nos coloca en la boca del estómago y nos
deja sin respiración y a punto para la náusea, como por otro lado tiene el
hechizo de las grandes obras, de las que uno disfruta a pesar de todo porque le
cambian, le provocan, se le meten muy dentro, no es raro pensar en el cineasta
austriaco viendo la película española.
La ópera prima de Fernando Franco se basa en un rostro, el de Marian
Álvarez, en su enorme capacidad para reflejar el tormento interior, la permanente
olla en ebullición, la llaga que no deja de supurar, la continua contradicción,
la peor enemiga de sí misma que es Ana, una mujer aparentemente contenta con su
trabajo, con su vida volcada en el cuidado de los demás, en procurarles un
bienestar y una calidad de vida que se niega a sí misma, que no sabe cómo
reclamar, que ha cercenado sus posibilidades para comunicarse, una bomba de
relojería que todos saben puede estallar en cualquier momento pero nadie quiere
verlo o nadie quiere estar cerca para impedirlo. Es un acierto que el guión
abra muchos interrogantes pero no pretenda responderlos, puesto que si la ciencia
médica se muestra impotente para sanar, si ni siquiera encuentra un nombre
idóneo para esta patología, si titubea en cuál puede ser su tratamiento, no es
una película la que va a encontrar soluciones trivializando, minimizando,
reduciendo el problema: el espectador rastrea, olfatea, se deja llevar e
intenta rellenar los huecos desde su experiencia, desde el reconocimiento de
las situaciones, desde el posicionamiento, desde su manera de ver y entender el
mundo (en realidad, desde todo lo que no se comprende, desde la continua
extrañeza que es vivir). Y, en ese sentido, uno querría zarandear a ese padre
que vive en la inopia, en su burbuja, en su cómoda ignorancia, en su lejanía no
sólo física sino anímica y sentimental, a ese novio que pone tierra de por
medio por cobardía, por incapacidad, por falta de amor (porque cuando lo hace,
o sea cuando ama, arrostra los peligros y aunque sea expulsado –porque él lo es,
las cosas como son- no ceja en su lucha para salvar o rescatar a quien se
quiere), a esa antigua compañera de estudios que deja claro que todos saben
pero nadie dice nada, nadie presta ayuda, nadie da la voz de alarma, a esa
madre anulada, que prefiere parecer un alma en pena a involucrarse, que no toma
cartas en el asunto, errática, apesadumbrada, una nulidad que sirve a la
protagonista como espejo en el que mirarse, un modelo nefasto. Y este universo
claustrofóbico, opresivo, alienante, que provoca sudores, rebullir en la
butaca, ganas de salir corriendo, es aprehendido con solvencia por Fernando
Franco, sin tentaciones autorales, sin disquisiciones pretenciosas, filmando
con la frialdad necesaria para que su cámara resulte un escalpelo, confiando
ciegamente en Marian Álvarez, en ese rostro a ratos hierático, por momentos a
punto de quebrarse ante la tensión insoportable a que se somete intentando no
reventar, un látigo permanente que restalla provocando nuestro escalofrío, una
interpretación con tantas capas que anonada, perturba y se apodera del
espectador, el mismo que siente sus propios humores supurar y agradece que haya
cineastas tan valientes y actrices tan tremendas, capaces de transformar en
arte algo tan doloroso, de poner en imágenes, de lanzar hacia el público, un
tormento real invisibilizado, ignorado, escondido debajo de demasiadas alfombras
de cinismo y buena apariencia.
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