sábado, 9 de noviembre de 2013

AMPARO RIVELLES: TODA UNA DAMA


 


   Acepto que voy predispuesto, es cierto, que no soy capaz de refrenar mi imaginación, mi cosquilleo, mi pasión y que cuando entro a un teatro (a lo que todavía es digno de ese nombre, no a ciertos lugares en los se ofrece una representación –que a veces tampoco merece tal distinción y otras es un trabajo dignísimo y merecedor de aplausos y parabienes-), cuando asomo la nariz al patio de butacas buscando la mía, me dejo llevar y siento un vendaval en mi interior, parece que escucho voces, que me comunico con los grandes actores que han pasado por allí, que los recuerdos propios y ajenos se me agolpan (siempre he espoleado en ese sentido mi sensibilidad, también en los lugares históricos, y no digo nada si la ocasión me permite estar entre cajas, pisar el escenario, conocer la trastienda teatral –y he tenido la fortuna de que mi profesión lo haya propiciado, auspiciado y fomentado-); este cúmulo de sensaciones tan gratas se multiplicaban por mil (bueno, en realidad debería decirlo en presente) cuando el coliseo visitado es el Alcázar (sí, ya lo sé, también tiene otro nombre, pero a mi edad resultaba complicado cambiar rutinas) y, más que nunca, lo he experimentado hace unas horas: entrar allí era hacerlo en el imperio de una de las actrices más enormes, dúctiles, elegantes, inteligentes, magistrales que verán los tiempos, su nombre en la marquesina era lo habitual, lo que el público esperaba, allí la ovacioné un montón de veces, allí la entrevisté, allí tuve la inmensa fortuna de poder tratarla, allí me envolvió con su sentido del humor, su bondad, su llaneza, su grandeza de alma, si digo teatro Alcázar, por fuerza tengo que decir Amparo Rivelles.

   Y no he podido menos que ir a su capilla ardiente, que reencontrarme con ella en su feudo por última vez, que sentir más que nunca cómo su espíritu jocoso, su pundonor en el trabajo, su inmensidad sobre las tablas va a seguir percibiéndose en el edificio de la calle Alcalá, cómo los ecos de esa voz clara, agua fresca en ocasiones, tormentosa cuando el personaje lo requería, de dicción exquisita y naturalidad pasmosa van a seguir resonando en cada rincón de ese lugar que ella iluminó con su presencia; y viendo algunas de las secuencias de sus películas que se proyectaban en las pantallas del vestíbulo, contemplando el cuadro colocado en un lateral del escenario (en el que se la veía en la plenitud de su belleza, aunque en realidad ha sido una hermosura hasta el final –al menos hasta aquel merecidísimo homenaje que le tributó el Instituto Cervantes en 2011-), cerca de su féretro, rodeado de coronas, familiares, gentes del mundillo, otros espectadores que también querían rendirle respeto, he hecho mi propia proyección de imágenes, mi propia selección de recuerdos, mi propio recorrido por la trayectoria de aquella que de ser Amparito pasó con toda justicia a ser considerada doña Amparo, aunque su mejor título, como suele ocurrir en el mundo del espectáculo, es haberse convertido en categoría propia y ser llamada LA Rivelles, sobran explicaciones (por cierto, permítanme uno de mis incisos: al cruzarme con Julia Gutiérrez Caba, Concha Velasco, Nuria Espert, al ver en los informativos de televisión a otras muchas de las que han pasado por allí, sin menospreciar a nadie –menudos señores, por cierto: Bódalo, Closas, López Vázquez, Marín, Casal, Sacristán, Rodero, Lemos,…-, he vuelto a confirmar lo afortunados y prolíficos que hemos sido en grandes actrices, en damas de la escena, en apellidos que lo dicen todo si les ponemos el artículo delante: Ponte, Paso, Mistral, Merlo, Soler Leal, Carrillo, Bautista, Montes, Riaza, Chico, Aparicio, Roy, Prendes, Redondo, Penella, Mariscal, una lista casi interminable y, por desgracia, sin remplazo posible).

   No soy capaz de poner fecha a mi primer recuerdo de Amparo Rivelles, pero sin duda es una presencia que se impone a mis ojos, una actriz que me llama la atención, una mujer a la que empiezo a adorar cuando TVE emite ese absoluto prodigio llamado Los gozos y las sombras (1982), esa serie perfecta se la mire por donde se la mire, ese descubrimiento en todos los sentidos (la narrativa de Torrente, Charo López –quien ya andaba en nuestro corazoncito por su Mauricia La Dura de otro serial inolvidable, Fortunata y Jacinta (1980)- confirmándose como gran dramática, Eusebio Poncela, Carlos Larrañaga –el hermano de la Rivelles en el que, sin duda, es su mejor trabajo-, Rosalía Dans). Ella era doña Mariana, un personaje que cualquiera diría se escribió tomándola como modelo, elegante hasta durmiendo, con una manera amplia de mirar y entender la vida, marcando las distancias justas por su rango y posición, acortándolas a las primeras de cambio, cuidando de los suyos, dando a todo el mundo entidad de persona, enemiga de los caciques; aún tengo muy vívida cómo me impresionó el capítulo en que muere (con la única secuencia en la que Carlos y ella coincidían… ¡Dios mío, qué momento, uno de los históricos de la ficción española!), el coraje que sentí por dejar de verla (aunque la serie, la trilogía original, mantiene el tono y su muerte es necesaria para que la historia se desarrolle como debe), lo mucho que me lamenté por su desaparición (de hecho, años después, guardé uno de los pétalos del primer ramo de rosas que me regaló en Pablo en la página de Donde da la vuelta el aire –sugerente título del segundo tomo de Los gozos y las sombras- en que doña Mariana se despide del lector). Y, desde ahí, sin solución de continuidad, aparece la emisión en TVE de El caso de la mujer asesinadita, un Mihura irrepetible (en el que coincidía con Ismael Merlo, otro que tal, padre de la que fue su cuñada, María Luisa –aunque ellas siempre se han considerado así, a pesar del divorcio entre ésta y Larrañaga-), o la presentación de aquel programa titulado La voz humana, precisamente con la obra homónima de Cocteau y con una Rivelles en plenitud de facultades (en realidad, no las perdió nunca: sólo las físicas), recreando lo que ya había ofrecido sobre las tablas, aferrada al teléfono, temblorosa, desquiciada, desesperada, anegada por el pavor ante la ausencia, vencida ante el silencio, descompuesta cuando alguien habla al otro lado, una lección de interpretación para licenciarse cum laude. Y gracias a ese espléndido ciclo que dirigió Fernando Méndez Leite, La noche del cine español –ya podían tomar nota y transformar en algo similar Cine de barrio-, pude tomar contacto con Amparo cuando se la llamaba en diminutivo, cuando era muy joven, tan bella como siempre, pero ya tenía ese empaque, ese señorío, ese saber estar y decir marca de la casa, y así me deleité con esa inolvidable Malvaloca (1942), ese éxito rotundo, esa estupenda cinta que sigue siendo El clavo (1944), su tronío en La duquesa de Benamejí (1949), su porte en La leona de Castilla (1951). Y años después se despojaría de su elegancia, de su distinción, para encarnar a una contundente doña Paula, la madre del Magistral, en la impecable adaptación de La Regenta (1995) que Méndez Leite dirigió para TVE, la última gran serie que este canal nos ha dado.

   Y, claro, llegó el momento de disfrutarla en teatro, aunque por esas cosas de la vida tardé bastante en poder hacerlo y así fue como me perdí Hay que deshacer la casa, montaje antológico que la reunió con otra que para qué, Lola Cardona, y que por esas burlas del destino tampoco pude ver en su pase por TVE (la película posterior, por mucho que la hizo merecedora del primer Goya a la mejor actriz, no hizo justicia al texto) o su La Celestina (dirigida nada menos que por Marsillach y con versión de Torrente Ballester), pero era muy difícil conseguir entradas y el bolsillo del estudiante no daba para todo. Pero sí la vi en Rosas de otoño junto a Alberto Closas, montaje elegante como pocos (el último que dirigió el colosal José Luis Alonso), o en la versión que firmó la que también fue su cuñada, Ana Diosdado, de El abanico de Lady Windermere (subtitulada …O la importancia de llamarse Wilde), donde dejaba en pañales a Carmen Conesa y se imponía a Margot Cottens y Maruchi Fresno (quienes, por otro lado, estaban deliciosas); y también me maravilló en Los árboles mueren de pie, obra de Alejandro Casona por la que siempre he tenido mucha querencia ya que supuso mi debut como actor (en un papelito muy breve, el del ladrón de ladrones) colaborando con el grupo amateur de teatro en el que participaba mi hermana (les hacía falta un crío y se dio la carambola de que la acompañé a uno de los primeros ensayos), puesto que el día que fui al teatro fue el último en que pudo actuar durante una semana o así, al padecer una fuerte gripe, cuyos síntomas ya eran perceptibles en su voz, pero que ella supo arrinconar para dar vida con toda la hondura que merece a la abuela protagonista. Y me regaló (y al resto del público, pero lo considero algo personal) una velada inolvidable con ese prodigio de espectáculo llamado Una noche con los clásicos en el que compartía calidad, reinado y capacidad para hipnotizar con María Jesús Valdés y Adolfo Marsillach: su forma de recitar a Santa Teresa provocó un rapto místico, su aparente facilidad para pasearse por el verso sin que se notase dejaba sin aliento (igual que la de sus compañeros), su ductilidad para alternar textos de amor con momentos de profundo dramatismo y con otros tremendamente cómicos no tiene parangón (el momento en que los tres se repartían el soneto A una nariz de Quevedo debería proyectarse en cualquier escuela de interpretación).

   Y, por supuesto, la entrevisté: para mi regocijo, varias veces; recuerdo una en su camerino del Alcázar, con Juanjo Seoane (ese gran productor que tanto la entendió, que tanto ama el teatro, que tantas páginas de oro ha firmado) tumbado en una chaise longue, después del ensayo general de lo de Wilde, sonriente, acogedora, humilde, preocupada porque, para que el encuadre fuese bueno y ella estuviese más cómoda frente al tocador (plano de estrella, no merecía menos), yo tenía que estar de rodillas sosteniendo el micrófono (pero se lo dejé claro: “¿dónde voy a estar mejor que arrodillado frente a ti?” y ella sonrió coqueta y arrobada). Pero, por encima de todo, tengo que referirme a lo que siempre consideraré uno de mis hitos como periodista, uno de esos momentos por los que vale la pena dedicarse a este oficio, una epifanía para un espectador tan entregado como un servidor: tras no sé cuántas nominaciones, Amparo obtuvo por fin el Premio Mayte por Los padres terribles de Jean Cocteau y, aunque en esa época trabajaba en una agencia especializada en temas de corazón, como la directora, Zoila, era de la vieja escuela y una gran aficionada al teatro, me sugirió que hiciéramos un reportaje en torno a esta noticia. Fue muy sencillo, como siempre, quedar con ella y la conversación entre los tres fue larga, divertida, apasionante: nos contó que lo de morirse en el escenario era una desconsideración para el público pero que mientras interesase (“porque muchas veces eso de decir “me retiro” esconde que te retiran, ya que la gente deja de ir a verte”) o su salud se lo permitiese (fueron sus problemas de movilidad los que le hicieron abandonar su último montaje, La duda, versión de El abuelo de Galdós, recogiendo el testigo, precisamente, Nati Mistral, con la que compartía cartel en Los padres terribles), ella iba a seguir dando guerra; dijo sin rubor que pensaba que le habían dado el Mayte “por pesada, ya eran muchas veces y han debido pensar “dáselo y que nos deje tranquilos”” y aunque lo acompañaba de una carcajada parecía decirlo totalmente en serio; confirmó que había elegido cuál de los dos papeles femeninos principales quería hacer (¡Menudo ojo! El de la tía Leo es un bombón), pero bajó la voz para asegurarnos que no quería molestar a nadie “pero es que me lo ofrecieron primero a mí y me dieron la posibilidad de escoger”; no tuvo dudas en decir que tal vez su personaje favorito era el de Hay que deshacer la casa “porque me permitió salir en zapatillas, borracha, despeinada, ¡una liberación!” y que se había quedado con ganas de interpretar a Margarita Gautier “pero con este cuerpo, con lo grandota que soy, ¿quién iba a creerse que moría de tuberculosis?” y ante nuestras quejas (“Eres capaz de todo”) respondió con un pícaro mohín “¡ya me gustaría, ya!” (fue en esta ocasión cuando viví el momentazo que Pablo recoge y dibuja con mano maestra en 24 horas de un periodista desesperado junto a Nati Mistral y que por eso no voy a repetir). El caso es que ese día no pudimos hacer las fotos que queríamos en el escenario (aunque sí vimos la función, nada menos que en “el palco del señor Seoane”, en el que al principio no sabíamos colocarnos bien –Zoila, el fotógrafo y yo- hasta que nos dimos cuenta de que todo el patio de butacas prefería mirarnos a contemplar el telón y nos sentamos lo mejor que supimos –o sea, fatal-, hacia el que Amparo hizo un asentimiento de agradecimiento en los saludos finales –y aplaudíamos de verdad, porque nos encantó-) y volvimos al día siguiente, momento en el que pude cumplir uno de mis sueños, posando con los cinco intérpretes de la función (los otros eran Vicente Parra, Juan Carlos Rubio y Ángeles Martín), con la mano de Nati sobre uno de mis hombros, sin caber en mí de gozo; como ya parecíamos parte de la compañía y Ángeles y yo hemos mantenido una amistad itinerante y guadianesca (ahora llevamos años sin comunicarnos, sólo los “me gusta” de Facebook) desde 1992, puesto que al día siguiente, sábado, iba a celebrar su cumpleaños en el intervalo entre las dos funciones del día nos invitó a que fuésemos a comer, beber y brindar. ¡No tengo palabras para describirlo! Lola Hisado, entonces gerente del Alcázar, cantó precioso, la Mistral se marcó un bolero que nos dejó sin aliento (y Amparo me dijo al oído “es cuando mejor cantan los que saben: cuando están entre amigos”), como luego pidió una guitarra (que no había) la Rivelles exclamó “¿también tocas la guitarra, Nati?” y buscó mi complicidad “con esta mujer no puedo, todo lo hace bien”, como se recordó lo magníficamente que cantó La regadera en La coquito (1977) nos dijo muy seria “yo ahora, como mucho, puedo hacer lo del chimpún que canta Marujita”… ¡y lo hizo! Cuando ya no podíamos más, y apenas quedaban unos minutos para la función de noche, Nati se empeñó en que deberían saltarse el libreto y hacer una versión operística: “Como yo empiezo en la cama, hago así unos gorgoritos, lalalala, y si alguien protesta le digo “Ah, ¿pero no tocaba esta noche La Boheme?”, luego tú entras, Amparo, con tu tono grave, marcando territorio, en soprano, después Vicente que dé a las frases un toque abaritonado y ya vamos pensando qué hacen los chicos”; era para ver a esa Mistral moviendo los brazos, dando órdenes, todos la miraban desconcertados pero tronchados (“Es que no para nunca”, decía Ángeles), y cogiendo del ganchete a Amparo ambas fueron caminando hacia el escenario, Vicente cerca para colocarse en su marca, y yo detrás como un perrillo, “venga, Amparo, lo hacemos”, “Nati, por favor, no me mires al empezar, no me hagas esto, que no puedo”, “mujer, tú puedes”, “Nati, que me da la risa”, el caso es que la Mistral fue hacia la cama en la que ya estaba cuando se alzaba el telón, Amparo se quedó entre cajas para hacer su aparición, yo era un testigo privilegiado en uno de los laterales, se dio la orden para comenzar, Nati empezó con sus lamentos (los que correspondía, nada de irse por Puccini), Amparo tomó aire, empujó la puerta y… ¡se hizo la magia!

   Siempre lamentaré que La brisa de la vida de David Hare nunca llegase a Madrid (hay quien cuenta que no quisieron hacerlo en La Latina –donde Amparo ya había representado Paseando a Miss Daisy y doy fe de que alguna señora público suyo fiel arrugó la nariz: “Hummmm, la Rivelles allí no pega nada”-), sea como sea fue una lástima que ningún empresario quisiera para su teatro este montaje del que Pablo (que lo vio en Coruña) siempre me ha hablado maravillas y que, además, la reunía con Nuria Espert. En fin, soñaré con él, lo imaginaré, lo recrearé con todo lo que Pablo me ha dicho, y no me será difícil pensar en cómo Amparo Rivelles hablaba, paseaba, estaba, sentía, vivía, habitaba un escenario. Grande, no; lo siguiente, tampoco: para definir a esta actriz, para calificar a esta mujer, hay que ampliar nuestro vocabulario. Doña Amparo, sé que nos seguiremos encontrando por los teatros, sé que la sentiré por allí, sé que la seguiré admirando, sé que no dejaré de quererla. ¡Gracias!    

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