martes, 2 de diciembre de 2014

"PERDIDA": DESORIENTADA Y SIN BRÚJULA







TÍTULO ORIGINAL: Gone Girl DIRECCIÓN: David Fincher GUIÓN: Gillian Flynn (basado en su novela homónima) MÚSICA: Trent Reznor, Atticus Ross FOTOGRAFÍA: Jeff Cronenweth MONTAJE: Kirk Baxter REPARTO: Ben Affleck, Rosamund Pike, Neil Patrick Harris, Tyler Perry, Carrie Coon, Kim Dickens

   Una novela se escribe para ser leída una vez, una película se filma para lo mismo, es cierto, y si ese primer visionado (quedémonos en lo cinematográfico, pero no perdamos de vista que lo que decimos es extrapolable a lo literario, puesto que en este caso ambas cosas están muy interrelacionadas –como tantas veces-), esa experiencia es placentera, divertida, sorprendente, satisfactoria, nada obliga a una revisión, no hay por qué enfrentar el recuerdo al paso del tiempo, pero el analista, el investigador, el que trabaja con el arte, se ve obligado a regresar a lo ya conocido, a contemplarlo bajo los prismas de cada momento para comprobar/confirmar/acreditar su vigencia, su perdurabilidad (o falta de ella), a poner en común obras similares o totalmente opuestas, a encuadrar cada una dentro de su corriente, su género, la trayectoria de su autor, miles de variables que ayudarán a conformar una opinión contrastada, ni superior ni inferior a ninguna otra, pero la deseable en alguien que asume su tarea con profesionalidad, sentido del rigor y preparación (lo que, por otro lado, no debería ser óbice para que expresase/mantuviese/incluyese su visión como mero espectador, las emociones como fluyen sin coartadas, sin prejuicios, sin adscripciones, sin influencias –de esa dialéctica entre una parte y otra resultan conclusiones muy certeras y dignas de tener en cuenta, sin necesidad de adoctrinamientos o dogmatismos, rémora y peligro del oficio crítico-). Y esta reflexión viene al hilo porque, a la hora de juzgar una obra sustentada en una sorpresa (o varias), en un giro que da la vuelta al argumento, en un golpe de efecto que descoloca las piezas que el espectador creía tener ordenadas, en un abracadabrante desenlace, en la repentina e inesperada inserción de un elemento que obliga a repensar toda la narración, no siempre se juega limpio con la platea, no siempre se es honesto, no siempre se siembran las pistas correctas, la mayoría de las ocasiones se trata de un rapto de ingenio más o menos acertado o verdaderamente deslumbrante (un destello, puede, pero sabe fascinar por un rato) que desbarata lo conseguido hasta el momento, que decepciona, que hace trampas, que se salta sin comedimiento la verosimilitud, que provoca interrogantes de estupor e incredulidad, que conlleva ese ejercicio de repaso, de reconstrucción (que demasiadas veces precisa la propia obra para intentar justificarse), incluso de reconocimiento de la argucia, alterando lo ya expuesto para ajustar la historia a la conveniencia del autor, quien cree demostrar su superioridad a base de vulnerar ciertos derechos del público (al que le gusta ser engañado pero no ser tomado por tonto o comulgar con ruedas de molino –bueno, hay ciertos fanáticos de algunos “autores” que se lo consienten todo, pero ese es asunto para otro día-).
   Perdida, la novela de Gillian Flynn, se sustenta en un alarde literario bastante sólido, dos narraciones que se alimentan aunque transcurren en paralelo y desconociendo la existencia de la otra, dos voces muy bien trazadas con mano vigorosa y firmeza en forma y fondo, un texto bien armado que fluye y atrapa, que crea una atmósfera ambigua y que obliga al lector a ir posicionándose en uno u otro lado según las versiones difieren y los personajes se muestran con todas sus sombras; ese es, precisamente, el máximo acierto de la escritora: el matrimonio que protagoniza la historia (la mujer perdida y el hombre que no la encuentra) habla en primera persona sin tapujos, disecciona sus pensamientos, rebusca en sus rincones más ocultos, hace prospecciones en sus oquedades más profundas, sin que el principal sospechoso haga nada por resultar simpático, siendo el primero que socava su supuesta inocencia, muy frágil, en precario equilibrio, casi impeliendo al lector para que demuestre su culpabilidad y, así, evitarle el calvario, aunque tampoco la posible víctima (a través de un diario que da a conocer el pasado de la pareja) desarrolla empatía porque es altiva, despectiva, un tanto ególatra, soberbia, convencida de sus capacidades, en definitiva, Flynn ha sabido dotar de entidad y matices a sus personajes, jugando con las palabras, con los tonos, con el modo de contar. A la hora de transformar su texto en guión (ese paso que muy pocos escritores saben dar, especialmente complejo en este caso porque, como señalamos, Perdida está endemoniada y admirablemente para ser leída), la autora ha optado por suprimir la voz del personaje masculino, dejando tan sólo la del rol femenino, desequilibrando la historia, tomando un claro partido, casi indicando al espectador lo que debe pensar/esperar, cayendo en un efectismo que se evitaba con bastante pericia en el original (no hay una única sorpresa, aunque sea una la que actúe como fuerza perturbadora, pero la tensión se mantiene una vez ésta queda a la luz y deja sentir sus efectos) porque fílmicamente todo se fía al giro, al quiebro forzado y exagerado por cómo se inserta y muestra, por cómo se explica y ofrece (al margen de que, desde ese momento, todo resulta excesivamente gráfico, nada sutil, muy alejado del tono malsano que va alternando diferentes gradaciones de negrura para no tambalearse y que dota a la novela de viveza para que se siga leyendo no dando nada por cierto).
   David Fincher opta por una dirección muy distante, ciertamente fría, que al menos aleja las tentaciones de abigarramiento y truculencia que tanta fama le han dado, el subrayar su presencia en cada secuencia que tanto lastra lo que en otras manos podrían haber sido, a buen seguro, filmes realmente estimulantes y menos epatantes, el estrépito con que estrella trayectorias interesantes como las de Seven (1995) o The Game (1997), el peso con que lastra e impide despegar planteamientos apasionantes como los de La habitación del pánico (2002) y sobre todo Zodiac (2007), el modo en que es incapaz de aportar algo propio al verborreico y engreído libreto de Aaron Sorkin para La red social (2010) –aunque es lo mejor porque bastante aparataje trae de por sí el guión como para que él se hubiese puesto a rizar el rizo como sí ocurrió en El club de la lucha (1999), exacerbando la crispación y haciendo más patente lo inane, facilón y pretenciosamente provocador del texto de Palahniuk-; al no tener voz narrativa que sustente y conduzca todo lo que se refiere al personaje masculino, al estar tan marcada la presencia de la voz femenina, al haber tanta disonancia entre las dos piezas del puzle, el artificio pergeñado por Gilian Flynn (ingenioso sin duda, pero falto por momentos de la solidez de Agatha Christie, capaz de saltarse las convenciones del género, de inventar otras, pero que en sus obras mayores –y en muchas de las demás-, en aquellos títulos que la han convertido en imprescindible, espejo y guía, maestra que aún deja con la boca abierta, siembra el camino de detalles que podrían hacer que el lector imagine/intuya/averigüe lo que está por suceder o lo que ha sucedido), lo que leído despierta interés es absurdamente rutinario, ramplón, creando socavones bien cubiertos de cemento en el original, explicaciones que sería fácil ofrecer en pantalla para no dejar el argumento tan desguarnecido, tan sin fuelle, tan al aire. En este sentido, la interpretación plana y sin aristas de Ben Affleck, su escasa talla como intérprete (descendiendo y en caída libre, todo lo contrario a los talentos que va demostrando como director), la abulia con la que asume su cometido (y no, no es algo del personaje: es que él no es capaz de nada más) contrasta con el despliegue efectuado por la siempre eficaz y en ocasiones brillante Rosamund Pike –Orgullo y prejuicio (2005), An education (2009), haber tenido la fortuna de disfrutarla como la Madame de Sade de Mishima junto a la maravillosa Judi Dench refrendan la admiración por esta actriz a la que ahora tantos descubren-, quien consigue sortear los escollos de un rol desdibujado, a ratos grotesco, que ha perdido el brío y sus variadas facetas en el traspaso al celuloide, carencia en la que también embarranca el estupendo Neil Patrick Harris, puesto que, aunque se aplica a la tarea con su solvencia habitual, no puede desplegar su versatilidad y multiplicidad de tonos, algo que hubiera sido sencillo de haber respetado la ominosa ambigüedad de su personaje (del mismo modo, es una lástima cómo desperdicia la apasionante nómina de secundarios que enriquece y dota a la trama original de verosimilitud, ampliando la paleta de colores, añadiendo matices).
   Queriendo huir de las convenciones del género, seguir su propio camino, establecer otras, destacar, Perdida abunda en muchas de ellas, pierde aciertos del original, agranda errores, cae en otros que eran inexistentes y, por encima de todo, olvida la máxima casi diríase imprescindible: el espectador no puede quedarse con cabos sueltos, reclamando explicaciones que no se dan, dinamitando con continuos interrogantes hechos sin lógica.

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