domingo, 28 de diciembre de 2014

"LA SEÑORITA JULIA": SEÑORAS ACTRICES


TÍTULO ORIGINAL: Miss Julie DIRECCIÓN: Liv Ullmann GUIÓN: Liv Ullmann (basado en la obra de teatro homónima de August Strindberg) FOTOGRAFÍA: Mikhail Krichman MONTAJE: Michal Leszczylowski REPARTO: Jessica Chastain, Colin Farrell, Samantha Morton, Nora McMenamy


   El rostro de Liv Ullmann, su presencia, el modo en que abordó los diferentes cometidos que el que con toda justicia ha de ser considerado su Pigmalión cinematográfico le fue encomendando a lo largo de las diez ocasiones en que trabajaron juntos para la gran pantalla (y da igual que el origen de dos de los proyectos fuese televisivo porque uno –Secretos de un matrimonio (1973)- fue reconvertido en film comercial por su propio hacedor y otro –Saraband (2003)-, la última vez que coincidieron, la historia que posibilitó que la actriz volviese a serlo tras años de dedicación exclusiva a la dirección, fue estrenado en los cines de varios países, España entre ellos), la manera en que la intérprete expresa, matiza, da vida a sus personajes sirve para definir la cinematografía de Ingmar Bergman, sus diferentes tonalidades, los temas que le interesan y en los que escarba sin piedad, exponiendo tormentas morales, anímicas y afectivas sin que le tiemble el pulso pero sin abandonar una elegancia formal a la que imprime hondura, vehemencia, dramatismo, humor cuando es necesario (sí, Bergman tiene mucha sorna, es tremendamente irónico, ácidamente crítico con costumbres y rituales, con los poderosos, los perversos subidos a las tribunas u ocultos en la aparente paz familiar, pero destila su mordacidad con cuentagotas, no busca la carcajada sino la amarga sonrisa que a veces pesa como una condena, se acepta como una penitencia), una medida y deseaba imperturbabilidad que sólo alteran a veces las múltiples corrientes subterráneas que recorren sus fotogramas, una frialdad de estilo que no evita latigazos, duelos inacabables, llagas supurantes, dolores ancestrales, miedos patológicos, culpas que abaten como losas, crueldades despiadadas, susurros del pasado que intentan acallar el grito que pugna por estallar, ese que no suena pero no deja de sacudir el alma (es una tradición muy arraigada en las diferentes formas de narración de lo que solemos denominar “la Europa del Este” -englobando en la misma en ocasiones a los países nórdicos, con su propia idiosincrasia pero con muchos puntos en común-, la que recoge con acierto la muy interesante Ida (2013), tal vez demasiado glorificada por los que añoran esta manera de contar, muy alabada como novedad y ruptura por los que ignoran quiénes fueron Dreyer, Troell o el propio Bergman). En manos del maestro sueco, los actores llevan hasta extremos casi imposibles el comedimiento, el hieratismo, la inexpresividad para, así, baquetear con más virulencia el ánimo del espectador, inocularle profundamente sus pasiones, ausencias, incapacidades emocionales, castraciones mentales, el amplio abanico de emociones que se reprimen en los interiores (precisamente el título de una de las grandes películas de Woody Allen, homenaje confeso a Bergman, demostración palpable de su enorme talento a la hora de radiografiar grupos familiares, constatación de lo bien que había aprendido la lección), sutileza y exquisitez interpretativa que Liv Ullmann ejemplifica como pocas (y que una Ingrid Bergman a la que tales características no lo eran ajenas supo reverdecer en uno de los duelos más impactantes que puedan contemplarse, un prodigio de equilibrio que sabe dónde incidir, en qué momento preciso descontrolarse, para que la disonancia chirríe lo conveniente pero sus efectos se perciban con más aspereza en la tensa calma en la que se enfrentan las dos mujeres de Sonata de otoño (1978), amargas, cargadas de reproches, deseosas de un cariño que no saben expresar, una madre desabrida porque no quiere resultar débil, porque es competitiva hasta la médula –especialmente consigo misma, con la imagen que desea proyectar-, una hija que quiere comprenderla, conquistarla, hacerse querer, pero a la que no han enseñado a amar).

   Y puede decirse que la alumna ha igualado al maestro en el sentido de saber aplicar sus enseñanzas, de no resultar un mero remedo, una pálida copia del talento de aquel, puesto que su reconversión en directora de cine posee ecos bergamanianos, intereses parejos, delicadeza y buen gusto a la hora de filmar, preocupación por lo que sucede y cómo afecta a los involucrados, un bagaje cultural que no interfiere ni pesa, que no estorba al no iniciado, una querencia por determinados asuntos que, en realidad, quedan englobados en esa categoría que hemos dado en llamar “los universales”. Y ahora se ha atrevido con uno de los textos capitales de un autor al que Bergman puso sobre las tablas en más de una oportunidad y al que consideraba “un compañero de viaje a lo largo de mi vida", a pesar de que "a veces me inspiraba una especie de repulsión y otras me atraía”, y todo porque “expresaba unas emociones que yo también sentía, pero que era incapaz de formular": August Strindberg y La señorita Julia, una obra compleja, con múltiples aristas, todo un catálogo de misoginia, una mirada cargada de crueldad sobre las clases pudientes del momento (escrita a finales de XIX) pero que tampoco tiene misericordia con las trabajadoras, un texto por momentos abstruso puesto que él mismo habló de una “lucha de cerebros”, de un enfrentamiento entre psicologías, enredado a veces en lo metafórico, en lo que los personajes simbolizan, poniendo el foco en el significado y descuidando la acción en sí (llegó a reconocer que “el diálogo anda sin rumbo” porque, exacerbando los postulados naturalistas bajo los que escribió esta obra, quería ser muy realista y no pautar ni determinar comportamientos imprevisibles). Liv Ullmann firma también la versión del texto y le aporta una luminosidad inusitada, una claridad que, sin traicionar los postulados de Strindberg ni los trazos con los que caracteriza los tres roles, le permiten ir más allá para equilibrar un tanto el pie forzado y el desafuero originales, especialmente gracias a los insertos relacionados con la criada, pieza básica pero que desaparece demasiado en escena y que aquí supone una nueva perspectiva para abordar el estudio de lo que sucede en esa noche de San Juan.

   Uno de los máximos aciertos de la película es encomendar un rol de semejante calibre y en el que es muy fácil desbarrar o llevar por caminos absurdos (no hay más que recordar la manera fatua con que quiso darle vida Magüi Mira, pareciendo más la reina de Saba que una mujer tormentosa y atormentada) a una actriz que continúa demostrando es capaz de salir airosa del reto más estrambótico y que ya posee un aura legendario comparable al de Meryl Streep a pesar de haber debutado en cine hace apenas siete años: Jessica Chastain (de la que se espera con impaciencia El año más violento (2014) por la que algunos pronostican, incluso, ese Oscar que parece reacio –perderlo ante la Jennifer Lawrence de El lado bueno de las cosas (2012) es un mal chiste que, tal vez, Hollywood comprenda algún día- pero que nadie duda terminará por lograr). En manos de la californiana, la señorita Julia resulta vulnerable sin perder su altivez, la atalaya desde la que se ha acostumbrado a regir los destinos de los demás, expresa con dolor su dicotomía entre lo que le han dicho que merece y su incomprensión hacia sí misma, a ratos conmueve y en otros espanta, se comporta con histeria, adquiere un tono irritante como el de una cuerda de violín desafinada, la muestra cruel cuando es conveniente y víctima cuando es necesario contemplar el envés, la hace comprensible porque la humaniza, porque le inyecta sangre, veracidad, sentimientos que sólo una intérprete tan inteligente y osada puede concretar en unas cuantas secuencias, asumiendo su parte de culpa, sembrando interrogantes que ya Strindberg desplegó en su día. La excelencia de Jessica Chastain encuentra un contrapunto insólito en una Samantha Morton que olvida su cansino repertorio de muecas y sonrisitas para construir un personaje que conmueve, interesa y amplía el horizonte del original, aportando con su mera presencia o con el recuerdo de la misma una mirada de censura hacia lo que está ocurriendo, una reprensión callada pero decisiva e irrebatible, una brisa suave pero irresistible que por un lado apuntala y hace más palmaria la atmósfera opresiva y claustrofóbica y por otra imprime nuevos bríos a la historia. Sin embargo, el verdadero antagonista, el que debería ser un motor de cilindrada pareja al que da nombre a la cinta, ese complemento desde la oposición, ese polo opuesto que marcha al mismo ritmo pero por un camino divergente (de ahí la complejidad añadida de conseguir una pareja de actores que se entiendan desde lo distinto, que creen química donde no debe existirla –han de ser sutiles donde Strindberg exige desbordamiento-), es decir, Colin Farrell está muy por debajo de lo que su papel requiere (como le sucedió a Raúl Prieto, muy desubicado al enfrentarse a una más que meritoria María Adánez cuando Miguel Narros repuso la función en 2008, mientras que José Coronado era una grata sorpresa en el montaje dirigido por Miguel Hernández en 1993 y que se mencionó antes al hablar de Magüi Mira); aunque la directora consigue quitarle ciertos vicios y fruncimientos de cejas (su recurso habitual para intentar expresar emociones), Farrell se muestra en todo momento incapaz de seguir el ritmo marcado por Chastain y tampoco consigue encajar con Morton, por lo que su presencia (casi constante) lastra el conjunto, ofreciendo una blandenguería que no casa con el personaje encomendado (cometido en el que brilló un muy acertado Peter Mullan en la versión un tanto abigarrada y forzada que dirigió Mike Figgis en 1999 y que coprotagonizó Saffron Burrows).

   Liv Ullmann orquesta con pericia y sencillez una cinta que juega sus bazas con acierto, sabiendo pasar de lo necesariamente teatral a otros escenarios sin que se note el esfuerzo o el añadido, confiando en la vehemencia del texto y en el buen hacer de los actores, imposible de refrenar en algunos tramos la primera (aunque ha conseguido limar ciertas disonancias sin que se note el trabajo), inalcanzable en lo que al protagonista masculino se refiere lo segundo. Por lo demás, estamos ante una película que, a buen seguro, hubiese hecho pasar un buen rato a Ingmar Bergman (quien, además, hubiese aplaudido las variaciones que, sin caer en el extremo contrario, sacan los colores a la clarísima misoginia de Strindberg).  

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