jueves, 6 de febrero de 2014

PHILIP SEYMOUR HOFFMAN: THE MASTER






   Hay sucesos inesperados de los que cuesta reponerse, que no son fáciles de digerir, que te dejan durante un tiempo con la misma sensación de angustia, estupor y/o dolor que experimentaste al conocerlos, impresiones desagradables que, precisamente, se te quedan muy grabadas, como si llevasen tinta indeleble, y cuyo recuerdo te perturba y conmociona como el primer día; aunque puede sonar exagerado, así me siento desde que conocí la muerte de Philip Seymour Hoffman, uno de los actores que más admiraba (y admiro porque no voy a dejar de hacerlo), tal vez el que me parecía más grandioso de entre los que en la actualidad se suben a las tablas o se ponen delante de la cámara, sin duda casi el único al que considero heredero de aquellos Spencer Tracy, Broderick Crawford, Lee J. Cobb y similares, intérpretes capaces de conmover, impactar, emocionar con un solo gesto, con un movimiento casi imperceptible, sin necesidad de disfraces, por encima de cualquier caracterización por muy perfecta e imperceptible que resulte. Y, no se puede negar, las circunstancias de su fallecimiento han provocado que la conmoción aún sea mayor, tal vez porque alguien que te resulta tan inteligente emocionalmente (sólo comprendiendo, estudiando, empapándose de ellas se pueden expresar de esa manera, se diría que vivirlas encarnando a otras personas te coloca en una posición privilegiada para reconocer y expulsar las negativas), alguien que consigue que su trabajo dé fruto y alcanza una consideración casi unánime, alguien que merece tanto aplauso, alguien así (por más tristes ejemplos que se sigan sucediendo) sigue sin parecerte el tipo de persona que se deja arrastrar por lo oscuro, por lo que destruye, por lo que corrompe, por lo que pudre, por lo que incapacita, por lo que mata (y hago especial hincapié en lo que nace en la mente de cada uno, en lo que anida en el corazón, en lo que provocamos nosotros mismos que en las sustancias que en tantas ocasiones son el detonante, el punto de partida y de llegada a las profundidades de las que tantos no regresan). Sin embargo, asistiendo a los debates que a raíz de esta noticia han incendiado las redes sociales, me causa auténtico pasmo (dejémoslo ahí) que algunos aprovechen el momento para, de una manera u otra, mantener un discurso tan apologético como el que cerraba Drugstore Cowboy (1989), echando toda la culpa a los demás, justificando en gran medida que a las primeras de cambio uno recurra a las drogas como vía de escape, o que otros nieguen el pan y el sal al actor, el crédito concedido, rebajen sus elogios por razones que no afectan a sus interpretaciones, a lo que se valoraba de él, e incluso que haya quien ahora magnifique los adjetivos para incluirle en la nómina de artistas atormentados, depresivos, límites, como si sólo de esa manera fuera posible lograr las cimas coronadas y como si sólo por hacerlo así mereciesen los laureles que se les negaría en caso contrario (lo que sucede, por ejemplo, con muchos que hablan de Kafka sin haberle leído, pero con dos o tres estereotipos desarrollan todo un panegírico sobre la necesidad de entregarse de ese modo a su arte –es llevar hasta las últimas consecuencias esa frase absurda que afirma que sólo se puede crear desde el dolor-). Sin entrar en ese tipo de consideraciones, me gustaría hablar, tan sólo, del actor, que creo es lo que corresponde.
   Quedó grabado en mi retina gracias a la espléndida Boogie Nights (1997) y desde ese momento se convirtió en un seguro, en el convencimiento (que quedaba constatado al final de cada proyección) de que, pensase lo que pensase del conjunto, su aparición sería un disfrute, un momento para evocar y apuntalar mi creciente admiración; y así sucedió en El gran Lebowski (1998), uno de los títulos en los que los Coen más se han mirado el ombligo, El talento de Mr. Ripley (1999), filme que revisaré y estoy convencido apreciaré mucho más, pero en el que siempre me fallará Matt Damon (no responde para nada a cómo Patricia Highsmith describe, hace moverse a su gran creación, por eso Jude Law, Cate Blanchett y Seymour Hoffman se meriendan la función) o Casi famosos (2000), excesiva y arrítmica crónica de Cameron Crowe en la que Frances McDormand y él imprimían electricidad. Pero, sin duda (y sin olvidar la a ratos escalofriante Happiness (1998), cinta a reivindicar), la interpretación que en esos años más me zarandeó, conmovió, estremeció, entusiasmó, fue la que llevó a cabo en la magnífica Magnolia (1999), por la que seguimos perdonando a Paul Thomas Anderson todo lo que ha venido después, a la altura de lo que hubiese hecho el Montgomery Clift de ¿Vencedores o vencidos? (1961) y en un personaje mucho menos lucido sobre el papel, en el que el mérito era no estorbar, mantenerse en el segundo plano, casi en el fondo desenfocado, pero conseguir algunos de los momentos que más arañan, que laceran, que te causan temblor, imponiendo su presencia desde el encogimiento, la timidez, la servidumbre, el silencio, en definitiva, entrando en la leyenda.
   Debo reconocer que el hecho de que fuese elegido para interpretar el único personaje que me motivó en la novela original (ese que, de broma, como tantas veces, me pedía yo en un delirante casting), que encarnase al periodista de El dragón rojo (2002) fue otro punto a su favor porque comprendí (o así quise verlo) que de alguna manera estábamos en la misma onda, teníamos maneras similares de pensar a la hora de estudiar los personajes (sólo eso, claro, porque soy muy consciente de mis limitaciones), por eso siempre escogió roles que tan atractivos me resultan y de los que él extraía lo mejor, potenciándolos, enriqueciéndolos, transformándolos en imperecederos. Y así llegamos a su definitiva entronización, a la interpretación a la que siempre irá asociado su nombre, a una de esas lecciones que no se olvidan, que crean escuela, adeptos, fanáticos, ese Truman Capote (2005) del que, por encima de lo mucho que podría decirse, me quedaré con la secuencia en que le vemos sólo en parte (magnífica composición por parte de Bennett Miller que coloca la cámara en el pasillo, con pudor, con tiento, permitiéndonos atisbar lo que sucede en la habitación a través de una puerta entreabierta), cuando recibe la noticia que no querría escuchar, que no quería asumir aunque sabía que iba a suceder, ese segundo en que se quiebra, se deja caer, no puede dejar de llorar aferrado al teléfono, ese punto de no retorno en que Truman Capote se desmorona emocional, pasional, sentimental pero también, y sobre todo, intelectualmente, en que pudiera decirse que le arrancan de cuajo las ganas por seguir viviendo, le despojan de sus facultades porque apenas volverá a publicar nada más que esa elegía, esa obra maestra electrizante y sin concesiones que es A sangre fría.
   Y sobrevivió a un personaje de ese calibre porque después llegaron Antes que el diablo sepa que has muerto (2007) –la despedida del gran Sidney Lumet, una brillante película que sólo descompensa el nada afortunado Ethan Hawke-, La familia Savages (2007) –en la que consentía, porque era necesario, que la maravillosa Laura Linney fuese la reina de la fiesta-, La guerra de Charlie Wilson (2007) -¡Lástima de guión trenzado para el lucimiento de la estrella (Tom Hanks), aunque los careos entre Julia Roberts y Hoffman sean los que dan carácter, peso y brío al filme!- o La duda (2008) –en un personaje que a priori no era adecuado para él, pero al que supo ajustar las costuras y, junto a las impresionantes Meryl Streep, Amy Adams y Viola Davis, elevar el arte de la interpretación más allá de cualquier cumbre-. Ardo en deseos de verle en El último concierto (2012) para quitarme el mal sabor de boca de cómo su grandeza fue desperdiciada en The master (2012), aunque sólo él y, de nuevo, Amy Adams, consiguieron interesarme y arrancarme algún elogio, y espero que lleguen pronto a España dos películas que deja terminadas aunque sea indigno que lo último que hayamos de ver de él sea su participación en la aburrida saga de Los juegos del hambre, como una comparsa más de la nueva niña mimada de Hollywood, la anodina Jennifer Lawrence. ¡Gracias, Philip Seymour Hoffman!

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