Por mucho que se intente afinar, por mucho empeño que se ponga, resulta
difícil resumir un año cinematográfico en unos cuantos títulos, sobre todo
porque hablamos de gustos, de preferencias, de lo que uno hay visto y, se
quiera o no, siempre resultaremos injustos; más de otros baremos como la
recaudación, las estrellas críticas conseguidas, los aspectos
extracinematográficos que pueden haber dado mayor vuelo a un título, los Oscar
tan sólo señalan el camino que toma la Academia (esa venerable anciana
compuesta por un montoncito de átomos, que son los que votan) a la hora de
honrar y destacar cada año lo que le parece digno de lo mismo, pero, por mucho
que a algunos les moleste (esos mismos que si les conviene los utilizan como
demostración de alguien es mejor que otro por el mero hecho de tener una estatuilla
en casa), siguen siendo una cita imprescindible, uno de esos momentos en que el
cine importa, destaca, se convierte en el principal tema de conversación (sí,
otros sólo se fijan en los vestidos, las joyas, los peinados, los hilos de oro,
los retoques faciales y demás envoltorios, pero los que gustamos del cine y del
espectáculo esperamos ansiosos una nueva edición). Por mucho que hayan decidido
ampliar el número de candidatas, cada uno echaremos a faltar títulos y
aplaudiremos la inclusión de otros, es inevitable (y mientras habrá quien siga
manteniendo el discurso delirante de que la Academia pretendía –y no ha
cumplido con ello- incluir las películas de animación al abrir el abanico de
nominadas, cuando ya existe una categoría en concreto para ello y, por otro
lado, si resulta complicado optar entre, por ejemplo, Gravity y Philomena, ¿qué
haríamos con la ecuación si entrase en la misma liza Frozen, tan diferente en su propia esencia? Sea como sea, no sé
cuándo dijo eso la Academia, pero si pensándolo alguien se siente más
espabilado que el resto, mejor para él –aunque sólo recuerda este mantra cuando
hay una cinta de animación que le parece digna de ello, claro-); la selección
de este año es la que sigue:
-CAPITÁN
PHILLIPS:
La demostración de que Peter Greengrass ha olvidado el gran director que
era, el modo en que sabía graduar e inyectar tensión, lo poco que necesitaba
para crear atmósferas, para sacudir al espectador, vendiéndose a lo más
convencional y manido para, se supone, dar espectáculo. Las posibilidades de la
historia (tanto políticas como sociales, las humanas y las cinematográficas)
quedan en agua de borrajas al ser puestas al servicio de constantes y bruscos
movimientos de cámara, de un montaje atropellado que deja a un lado la deseable
claustrofobia con la que transmitir la odisea (real) de los personajes. Demasiado
metraje para estancarse en el minuto veinte y no ir más allá sin que haya ni el
mínimo atisbo de la osadía, potencia y épica bien entendida de que el cineasta
hizo gala en las por desgracia cada vez más lejanas de su ánimo y estilo Bloody Sunday (2002) y United 93 (2006).
-DALLAS
BUYERS CLUB:
Tiene buenos mimbres pero acaba conformando un conjunto con muchos
agujeros, algo habitual en su director, el sobrevalorado Jean-Marc Vallé, quien
tal vez ha tenido en esta ocasión mucho cuidado para amagar pero no dar, es
decir, para molestar lo justo (y el asunto tratado requiere una mayor implicación,
no se puede ser tibio cuando hablamos de las farmacéuticas, comportamientos
deleznables, cuando no criminales y delictivos, documentados y probados). Jared
Leto mantiene la dignidad, el tono, la elegancia con un personaje muy complejo,
sobre todo en lo desdibujado y poco aprovechado, mientras que Matthew
McConaughey se aleja de su histrionismo habitual para adecuarse a um
comedimiento plausible, aunque se le nota el truco desde el primer momento.
Confío en que ninguno de los dos se alce con ese Oscar que parece tener escrito
su nombre y que en ambos casos resultaría desmesurado (pero hay filmes a los
que se quiere compensar y distinguir a alguno de los intérpretes o al guión
suele ser el modo utilizado).
-12
AÑOS DE ESCLAVITUD:
Es una de esas películas que mantiene a la sala en completo silencio e
incluso obra el milagro de que no suene ningún móvil. Seca, rotunda,
necesariamente dura, un prodigio de contención que hipnotiza al espectador y no
le consiente aflojar ni la atención ni la emoción. Por mucho que aparezca como
gran favorita, sigo pensando que su amargura, su tono descarnado, su falta de
ampulosidad, su manera de barrenar los cimientos del país, la invalidan como
triunfadora, aunque su mayor éxito es verla en la pantalla, gozar del aplauso
del público y de la crítica, quedar como un referente.
-LA
GRAN ESTAFA AMERICANA:
David O. Russell sigue empeñado en tocar todos los géneros, todos los
tonos, demostrar su supuesta versatilidad, en realidad dejar patente su
incapacidad en cualquier estilo, aunque al menos dirija con algo más de tino
que en El lado bueno de las cosas (2012),
esa comedieta romántica con tanta tendencia a lo feo como la excesivamente
aplaudida Tres reyes (1999), primera
piedra del incomprensible prestigio alcanzado por este caballero. Una cinta que
en manos de Martin Scorsese, Sidney Lumet, Paul Thomas Anderson o George Roy
Hill hubiese sido estimulante, divertida, frenética, explosiva, se queda en un paquidermo
con problemas de movimiento, en un canto al disfraz, la impostura, lo forzado,
en un revoltijo larguísimo que provoca bostezos y hartazgo.
-GRAVITY:
Una de esas sorpresas, uno de esos goces por los que merece la pena
seguir siendo espectador, una de las experiencias más abracadabrantes e
inolvidables que uno va a vivir, un absoluto prodigio, la sabiduría de un creador,
el acierto de un cineasta, la integración perfecta de las tres dimensiones con
una historia bien trenzada que deja claro que no hay que pretender innovar,
sencillamente, hay que saber narrar, un ejemplo digno de estudio (de hecho,
queda ahí para la posteridad, marca un antes y un después, lección obligada
para los estudiantes de cine por mucho que aparezcan nuevos formatos, nuevas
formas de verlo). En una edición con varias posibilidades para ponerse en
reclinatorio, al final, a la hora de elegir una favorita, el corazón se me
rinde ante este portento hecho película (y tuve, además, el pálpito de que
puede llevarse el gato al agua).
-HER:
Una revelación ya que, hasta el momento, Spike Jonze me resultaba
bastante intragable, uno de esos llamados genios por sí mismos, convencido de
su agudeza, de sus capacidades, de su carácter de autor, de su posición por
encima del resto de los mortales (y lo malo es que ante alguien así siempre
aparecen los corifeos, los que balan a su alrededor –beeeee- y lo elevan a los
altares, los cofrades que no analizan, tan sólo creen y engordan egos). Por una
vez, el guión no se queda en una ocurrencia que da para unos minutos, y aunque
tal vez pueda pensarse (y decirse) que podría haberla recortado un poco, porque
Her sabe desarrollar una historia
llena de ternura, en un futuro muy cercano que por desgracia resulta bastante
reconocible, advirtiendo de ciertas derivas pero sin ponerse apocalíptico o
cargar las tintas, explicándolas a través de un personaje lleno de candor,
emocionante, a quien tal vez compadecer pero sin duda comprender y querer (un
prodigioso Joaquin Phoenix, descabalgado de las nominaciones). Jonze se pone al
servicio de lo narrado con una dirección artística milimetrada, nada ostentosa,
que envuelve al espectador, demostrando una sensibilidad y buen gusto que hasta
ahora brillaban por su ausencia.
-EL LOBO DE WALL STREET:
Una película desbordante y desbordada como sólo puede controlar el pulso
firme del gran Martín Scorsese, lástima que el guión no esté a la altura y se
entretenga en secuencias que no aportan nada al implacable dibujo del personaje
principal (sólo la pericia del maestro consigue que la narración fluya y
resulte más corta, entretenida, controlada y bien llevada que la estafa -otra
más- perpetrada por el que ahora es su imitador, el tal Russell). No obstante,
resulta curioso (¿o paradójico?) que este año se eche de menos a Scorsese al
frente de dos filmes que, a buen seguro, hubiera convertido en obras maestras:
una es la tantas veces mencionada La gran
estafa americana, la otra es Cuento
de invierno, la cual, conociendo el material original (la estupenda novela
de Mark Helprin), él hubiese llevado por los cauces adecuados.
-NEBRASKA:
Como poco me queda por decir de esta maravilla, copio lo que en su día,
según salía de la proyección, publiqué en Facebook: "Una de esas joyas que cada
cierto tiempo nos regala el cine independiente y/o de autor cuando no pretende
reivindicar ni demostrar ninguna de esas etiquetas, convirtiendo en valor lo
que no es más que una circunstancia, limitándose a narrar una historia y
extrayendo oro de un material sabiamente utilizado. Un guión prodigioso que no
se percibe pero se siente, se experimenta, una dirección invisible, despojada
de artificio o engolamiento, al servicio de lo que se cuenta, un perfecto Bruce
Dern, un espléndido Will Forte (que merecería consideración a la hora de los
premios, pero una interpretación tan sutil no suele ser apreciada) y una
prodigiosa June Squibb que cualquiera diría es una persona real y no una
actriz. Un absoluto regalo, una película llena de verdad, una hermosura filmada
y lista para ser paladeada y disfrutada".
-PHILOMENA:
Con permiso de Gravity y Nebraska es mi gran favorita: un Stephen
Frears en plena forma, desapareciendo tras la cámara, para ceder protagonismo a
la historia, un guión equilibrado, medido, evitando todos los escollos, dejando
a un lado lo obvio, lo elemental, combinándose a la perfección con el modo en
que Dame Judi Dench no interpreta porque se limita a ser el personaje -¡Qué
modo de hacer fácil lo difícil! ¡Esas miradas perdidas que cuentan tanto!- y a
la manera generosa en que Steve Coogan le da apoyo, réplica, un compañero
perfecto, el gozne perfecto para que todo encaje como debe. Sigo en
reclinatorio ante esta obra maestra… ¡y lo que me queda!
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