Tal vez sabiendo más de la cuenta (al fin y al cabo el premio gordo lo
entregaba Will Smith, el mítico –por tantos motivos, no todos interpretativos-
Sidney Poitier hacía lo propio con el de mejor dirección, la actual presidenta
de la Academia es Cheryl Boone Isaacs, primera persona afroamericana que
ostenta tal cargo), la mordaz, aguda, inteligente y maravillosa Ellen DeGeneres
señaló en su espléndido discurso de bienvenida que la opción B de la noche
podía ser “¡Sois todos unos racistas!”; y aunque aplaudo la asunción de 12 años de esclavitud como mejor filme
del año, cosa que no esperaba ni en mis mejores sueños –que tuviese otros
favoritos latiendo con más fuerza en mi corazón no impide que aprecie sus
muchos méritos, su osadía, su impecable factura, sus poderosas interpretaciones,
su manera de barrenar el american way of
life-, no puedo dejar de pensar que muchos de los académicos votaron con
esa espada de Damocles invocada por la maestra de ceremonias más que por su
convicción de que, cinematográficamente hablando, la cinta merezca tal
consideración. Sea como sea, la reciente edición es la de Gravity, película que establece un antes y un después en el arte e
incluso en la industria, que hace historia en el consenso prácticamente inédito
entre público y crítica para un título de estas características y género, que
ya está inscrita con letras más doradas que mis primos hollywoodienses en la
leyenda que aureola y enriquece nuestra pasión por vivir historias proyectadas
en una pantalla y que, al margen de las otras seis estatuillas conseguidas,
concreta y confirma sus logros en la asunción de Alfonso Cuarón como mejor
director (y eso que la competencia era de aúpa, David O. Russell al margen) por
cómo ha equilibrado todos los elementos, cómo consigue que nos olvidemos de que
alguien dirige ya que nos sumerge en el espacio, nos pone a la deriva, nos hace
flotar, nos lleva a una de las experiencias más globales y emocionantes que
jamás podremos vivir y nunca olvidaremos.
En sí misma, y muy especialmente si la comparamos con la brillante del
año pasado conducida con mano maestra por Seth MacFarlane, la gala fue
pobretona, sin garra, rutinaria, no llegando a ser pesada pero sí bastante
anodina, a excepción de los números musicales en los que se presentaron las
canciones candidatas –la magnífica voz de Idina Menzel para una canción que no
la merece y que, contra pronóstico y un tanto injustamente, se llevó el gato al
agua; los siempre brillantes U2 sonando como sólo ellos pueden hacerlo; Karen O
y Ezra Koening elevando todavía más al Olimpo la espléndida composición de la
propia artista y Spike Jonze para Her;
Pharrell Williams retando a las actrices nominadas, encontrando estupendas
parejas de baile en Amy Adams, Lupita Nyong´o y Meryl Streep, no atreviéndose a
tanto Jennifer Lawrence, tal vez para evitar otro de esos tropiezos a los que
parece abonada-, cometiéndose algunos fallos de realización insólitos en un
espectáculo tan ensayado y medido, tan preparado de antemano. Pero todo se
olvidaba, todo era diversión, regocijo, algarabía, buen rollo, ganas de pasarlo
bien, en cuanto Ellen regresaba a escena: con su impagable y arrollador
carisma, con esa forma de hablar y moverse como si estuviese en el salón de su
casa, como una buena amiga, cercana, simpática, soltando pullas que siempre son
bienvenidas (excepto por los que no tienen sentido del humor) porque no son
dañinas, se limitan a señalar la realidad (y es la primera en dirigírselas
cuando la ocasión lo requiere), consiguen transformar lo hiriente en divertido
y digno de recuerdo, ganándose la complicidad de todo el mundo porque hace
sentir cómodo a cualquiera, porque estudia a su interlocutor y sabe hasta dónde
puede llegar, porque extrae lo mejor de cada uno, su lado más gamberro, payaso,
estrambótico, desconocido y, aunque es la estrella, pone su programa, el espectáculo,
al servicio de los otros. Y, así, es la primera alucinada al ver al grueso de
la producción cinematográfica reunido y se hace una foto mirando a esos
rostros, esos nombres admirados por su labor a un lado u otro de la cámara;
sólo con esa aparente ingenuidad, con esa enorme naturalidad que no se aprende
(hay que tenerla de fábrica), como sin darse importancia, quiere convertir a
Meryl Streep en trending topic y lo que era una pequeña broma termina siendo el
momento más hilarante por espontáneo, fiel reflejo del buenísimo ambiente que
se respiraba (esa foto que, con toda justicia, quedará en los anales: cómo
fueron añadiéndose elementos fue un regalo… ¡Si hasta Jennifer Lawrence estuvo
graciosa por una vez!). ¿Y qué decir de esas cajas de pizza que tanto motivaron
a los invitados? Brad Pitt no dudó en repartir platos de plástico mientras
Julia Roberts y Meryl Streep (quienes, si no habían hecho las paces tras el
rodaje de Agosto, seguro que
enterraron el hacha de guerra tras lo compartido anoche) cogían dos raciones (y
la enorme intérprete más nominada de la historia pedía una servilleta para no
mancharse), Jared Leto pedía una para su madre, Martin Scorsese levantaba el
dedo por si le llegaba algo, Harrison Ford también andaba a la caza y todo
discurría con una fiesta entre amigos encantados de compartir el momento.
El reparto de premios, que se salió poco de lo que se pronosticaba, deja
como es habitual alegrías y sinsabores, depende de cada uno: al margen de lo
comentado con la mejor canción (cuyo galardón propició un gag muy simpático
cuando el matrimonio López canturreó sus agradecimientos mientras se aferraban
a sus Oscar), el premio a la banda sonora fue amargo (es el menos consistente
de los obtenidos por Gravity) y
vuelve a dejar fuera del palmarés al espléndido Thomas Newman, cuya partitura
para Al encuentro de Mr. Banks es
sencillamente esplendorosa. Cate Blanchett obtuvo su segunda estatuilla (primera
como protagonista) por esa excelsa lección de interpretación que ejecuta en Blue Jasmine y fue de las más elegantes
(junto a Julia Roberts, Charlize Theron, Lupita Nyong´o –con el único fallo del
escote- y una Meryl Streep de ensueño –cuánto debe la gala de anoche, y tantas
otras, a su presencia, su entrega, su disposición a la broma, su implicación en
lo que sucede-) y de las más señoras en su discurso, sobrio, certero,
acordándose de las otras nominadas (aunque nombró a la Roberts, quien competía
como secundaria, en lugar a Meryl), no así Matthew McConaughey, quien se alargó
más de la cuenta y estuvo entre inconexo e inadecuado (como la gala estaba
dedicada a los héroes nos marcó una historia con moraleja sobre serlo cada uno
de nosotros para nosotros mismos) y sólo dio las gracias “a los otros
candidatos”. Como en tantas ocasiones, los actores votan la mueca, el disfraz,
la exageración, el mérito más allá de la interpretación, y aunque está más
comedido que en otros supuestos recitales en los que abre ojos
desmesuradamente, fuerza sonrisa, agita brazos y demás, McConaughey se lleva
(como tantos otros y otras) un Oscar que en unos años apenas se recordará y
que, es posible, él mismo haga más inmerecido al ofrecer un trabajo más
depurado, menos histriónico, más perfecto, algo que también puede decirse de su
compañero de fatigas Jared Leto, aunque parte de la culpa en este caso la tiene
el lastimoso guión de Dallas Buyers Club por
arrinconar a personaje tan interesante, otro que se dejó llevar por la
verborrea sin ton ni son (tiene mucho mérito acordarse de Ucrania, sí, pero si
eso lo hace alguien que yo me sé en España le hubieran puesto a caldo por no
ser el lugar ni el momento; lo que vale para uno, ha de servir para todos).
Lupita Nyong´o confirmó el pronóstico y, como ya dijimos, evitó que Jennifer
Lawrence obtuviese su segunda estatuilla; por debajo del resto de competidoras
(Sally Hawkins, June Squibb y Julia Roberts), sin destacar como sus compañeros
de reparto en 12 años de esclavitud,
tiene uno de esos primeros planos imposibles de olvidar y que provoca
escalofríos en la mera evocación (colofón de una brillantísima secuencia tanto
técnica como interpretativamente).
Bette Midler puso su granito de arena (esa gran calidad vocal marca de
la casa) en el recuerdo a los que fallecieron desde la última gala (donde, sin
ser patriotero, hubiese debido figurar Sara Montiel, con más méritos para ello que
otros a los que se rindió tributo simplemente por ser de allí), estando a la
altura de lo esperado (no como Barbra Streisand, tan nerviosa el año pasado) y
Pink resultó fría y sin alma al atacar el imperecedero Over the Rainbow, mágica composición que hubiese debido cantar la
inmensa Liza Minnelli, que no sólo estaba allí para aplaudir a su madre (se
cumplen 75 años del estreno de El mago de
Oz (1939) con una Judy Garland en absoluto estado de gracia), sino para
intentar salir en el selfie del año
(tampoco tiene precio la instantánea desde detrás en la que se perciben sus
esfuerzos por superar la barrera humana -¡Ella, con su poco más de 1,60 (e
incluso menos con lo agachada que camina)!-) y para protagonizar uno de los
momentos peor entendidos cuando Ellen habló del mejor imitador de Liza Minnelli
(las cosas como son, al principio todos pensamos que no era ella), pero que
ella supo encajar, participando después en bromas con la presentadora y sin
querer perderse la juerga (patético fue que la Academia consintiese que Kim
Novak participase estando en el estado que está –McConaughey hizo méritos para
recoger su Oscar un rato después al ser su sonriente acompañante y reconducir
lo que hubiera debido ser un diálogo ante la incapacidad de la inolvidable
protagonista de Picnic (1955) para
decir las frases fórmula de la entrega- u obligar a caminar a Sidney Poitier,
quien sólo ayudado por la guapísima Angelina Jolie logró llegar hasta el
micrófono, aunque al menos mantuvo la verticalidad). Pero, claro, en España
veíamos la gala a través de Canal Plus y Alexandra Jiménez –ella, que tanto
ejemplo puede dar después de estar como estuvo en los Premios Feroz, es decir,
a la altura del guión (por llamarlo algo) y de las propias ínfulas de los que
entregaban galardones en esa cena de gala sin comida en las mesas, o sea, por
debajo de lo ínfimo- actuaba como conciencia moral, reprendiendo a Ellen DeGeneres
(mientras participaba en un programa en el que se leían comentarios despiadados
de los internautas sobre Kim Novak), cuestionando la nominación de The Act of Killing como mejor
documental, hablando entre balbuceos, sin ningún contenido, al igual que el
supuestamente erudito Carlos Marañón (fallos e incorrecciones cada poco tiempo,
al igual que en la revista que dirige –Cinemanía-) y que el envarado y
desafortunado en sus comentarios Toni Garrido, cuyo único mérito es haber
desterrado ese aire de francachela y barra de bar que Pepe Colubi y seres
semejantes ofrecían otros años, ese supuesto desparpajo ordinario e irritante
tan caro al Grupo Prisa, que venden como rompedor, actual, transgresor y que
deja en pañales a las películas de Esteso y Pajares. Pero las pausas
publicitarias terminaban, Ellen asomaba su rostro pícaro, sonriente, pleno de
disfrute y todos los males eran desterrados.
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