Aunque en ocasiones resulta inevitable (todos caemos en esa trampa,
consciente o inconscientemente), las generalizaciones no dejan de ser eso
(incluso aunque respondan a una cierta realidad, a una impresión sustentada en
un análisis, en la experiencia, a un hecho que se repite), percepciones más o
menos interesadas, más o menos ramplonas, más o menos injustas, más o menos
estereotipadas, más o menos veraces; recuerdo ahora con cierta vergüenza
cuando, con la osadía de la ignorancia, pensándome un erudito porque consumía
todo el cine a mi alcance a través de televisión (y, por desgracia, cuánto ha
quedado fuera del alcance, de cualquier revisión, del corazón cinéfilo, de la
verdadera comprensión), sin distinguir a unos de otros, reconociendo a siete
actores, sabiendo el nombre de dos directores, por un par de películas mal
entendidas o porque no eran de mi género favorito (ese que ahora no termino de
tener claro: omnívoro al mil por mil, aunque haya querencias y apatías
reiteradas), afirmaba que no me gustaba el cine francés, así en bloque, en su
conjunto, impasible el ademán (como tantos lo mantienen a la hora de expresar
sus opiniones, esas que intentan imponer y para las que tantas veces no poseen
argumentario, meras imposturas encaminadas a darles certificado de pertenencia,
anhelos elitistas que les reconcomen). Y un buen día descubrí que ese filme que
me conmocionó una mañana de sábado en el programa Pista libre (ya ven, en un programa juvenil: así eran antes las
cosas en TVE), que me noqueó, que me insufló aliento, que me cautivó, es decir,
Fahrenheit 451 (1966) estaba dirigida
por un señor llamado François Truffaut y se me despertó la curiosidad y fueron
llegando otros y me di cuenta de que, como cualquier cinematografía, una
tendencia marcada, un gusto por lo críptico, una delectación por lo intelectual
(en el sentido de restrictivo, hermético, incomprensible), es tan sólo eso y
que hay muchos tonos, voces, corrientes, colores que descubrir. Y como de un
tiempo a esta parte se han acumulado varias cintas llegadas desde el país
vecino y casi todas tienen un denominador común (los premios César), y dedico
menos tiempo del debido a este blog, mejor será hablar de todas ellas en el
mismo escrito, dando a cada una su espacio, pero buscando los puntos de
concomitancia (o de discrepancia).
GUILLAUME Y LOS CHICOS, ¡A LA MESA!
TÍTULO ORIGINAL: Les garcons et
Guillaume, à table! DIRECCIÓN: Guillaume Gallienne GUIÓN: Guillaume Galienne,
Claude Mathieu, Nicolas Vassiliev (basado en el texto teatral homónimo del primero)
MÚSICA: Marie-Jeanne Serero FOTOGRAFÍA: Glynn Speeckaert MONTAJE: Valérie
Deseine REPARTO: Guillaume Galliene, André Marcon, Françoise Fabian, Nanou
García
Uno de los claros ejemplos del escaso complejo que tiene la industria
francesa a la hora de encumbrar uno de sus productos, pertenezca al género que
pertenezca, represente su faceta más introvertida y pretenciosamente artística
o su gusto por un humor zafio, de absoluta brocha gorda, de una comicidad
basada en lo más obvio y elemental, en las supuestas gracietas de un cómico
desaforado (y el público acude a las salas, a unas y a otras propuestas). El texto
teatral que en España conocimos interpretado por Secun de la Rosa (quien en
realidad lo escupía, lo aceleraba, no le buscaba matices, lo basaba todo en su
supuesto carisma, en el cariño que despertaba entre los espectadores de Aída, dejando una vez más patentes sus
muchas carencias, su único tono) demuestra en su trasvase cinematográfico ser
un mero vehículo para las particularidades, para los tics, las morisquetas de
su autor, de todo un intérprete de la Comédie Française, de uno de esos cómicos
que si fuese español tildaríamos de epítetos rayanos en el insulto (cuando no
superándolo ampliamente) pero que si viene fuera puede ser que sea bendecido
con múltiples parabienes. Guillaume Gallienne ha tenido personajes secundarios
en los que ha sabido ponerse en la sombra, armonizarse con el resto del
reparto, no forzar el tono -El concierto (2009),
María Antonieta (2006)-, pero
convertido en estrella, dirigiéndose a sí mismo, transformado en su propio
personaje, resulta muy cargante, excesivamente irritante, pasando de la
necesaria ridiculización (al fin y al cabo estamos ante una farsa, un
esperpento, una pantomima) a lo extenuante, recargando la humorada más allá de
toda medida; sin duda, el mayor acierto es dar corporeidad a la madre, el
personaje en ausencia en el escenario: sus apariciones (a cargo del propio
Galienne) son lo mejor, lo más divertido, sorprendentemente lo menos exagerado,
lo más comedido, razón por la que funcionan con una efectividad que se traduce
en carcajadas. Cinco César parecen muchos, especialmente si tenemos en cuenta
que obtuvo el de Mejor Ópera Prima y el de Mejor Película, cuando ser candidata
en el primer apartado debería invalidar para aparecer en el segundo o, en todo
caso, no distinguir entre primeros filmes y el resto (es como ese empeño de
algunos en que una cinta de animación gane un Oscar en la categoría absoluta
cuando existe un galardón específico).
9 MESES… DE CONDENA!
TÍTULO ORIGINAL: 9 MOIS FERME
DIRECCIÓN: Albert Dupontel GUIÓN: Albert Dupontel MÚSICA: Christophe Julien
FOTOGRAFÍA: Vincent Mathias MONTAJE: Christophe Pinel REPARTO: Albert Dupontel,
Sandrine Kiberlain, Nicolas Marié, Philippe Uchan, Philippe Duquesne
Tal vez el mayor error de los últimos César sea la asunción al Olimpo de
las grandes de Sandrine Kiberlain, otra de esas cómicas irritantes porque
piensan que su mera presencia, salpicada, complementada, condimentada por una
sucesión incontrolable de muecas, aspavientos y ademanes exagerados, son más
que suficiente para provocar la hilaridad del público (y en muchos casos, sin
duda, lo consiguen: no hay que repasar la taquilla patria o los índices de
audiencia televisiva e incluso, como en este caso, fijarse en lo que la crítica
sanciona y los premios avalan). Y, para colmo, consigue el triunfo
protagonizando una cinta a la que uno se resiste a calificar como comedia por
el mucho respeto que le merece el género, una sucesión de gags, gritos,
carreras, muecas, todo enfatizado como suelen hacerlo aquellos que se dirigen a
los niños como si fuesen bobos, distorsionando las voces como efecto cómico,
desquiciando el ritmo que bien temperado pudiera dotar de algo de gracia a un
argumento manido, esquemático, sin sorpresas ni hallazgos, premiado como el
mejor año en los mismos galardones de que venimos ocupándonos, es decir, los
César (por otro lado, el suplicio pasa pronto porque no es que la olvides
después de su visionado, ¡es que lo vas haciendo durante el mismo!).
EL PASADO
TÍTULO ORIGINAL: Le passé DIRECCIÓN:
Asghar Farhadi GUIÓN: Asghar Farhadi MÚSICA: Evgueni Galperine, Youli Galperine
FOTOGRAFÍA: Mahmoud Kalari MONTAJE: Bérénice Bejo, Tahar Rahim, Ali Mosaffa,
Pauline Burlet, Elyes Aguis
Desde que el Festival de Berlín
aupó a lo más alto de su palmarés a Nader
y Simin, una separación (2011), sustentando el Oso de Oro con los premios a
los actores y actrices de la cinta (cuatro en el caso de los hombres, dos en el
de las mujeres), el nombre de Asghar Farhadi goza del mayor de los prestigios
entre los que se consideran cinéfilos y dicen gustar de un cine que huye de lo
comercial (como siempre, usando el adjetivo con tono peyorativo y como manera
de menospreciar a los que eligen otros filmes), considerándose importantes por
el mero hecho de sentirse conectados como cineastas como el iraní. El caso es
que hay poco que comprender en sus películas, el asunto queda claro, otra cosa
es lo que a él le interesa, es decir, su estilo elíptico, poco explicativo, que
deja a los actores sin protección porque, en realidad, tienen poco a lo que
agarrarse, porque lo que sería importante, impactante, arrebatador (es decir,
todo lo que el cineasta encuentra facilón, obvio, convencional, las pasiones,
las emociones, los sentimientos, los porqués), queda fuera, no se incide, sólo
intérpretes de la talla de Bérénice Bejo (galardonada en Cannes como mejor
actriz, tal vez con menos méritos que otras de las posibles, pero reconociendo su
talento más allá de The Artist (2011),
lo que algunos profetizaban sería su tumba), capaces de expresar con una mirada
páginas de guión, que aportan un bagaje, unas cargas pesadas en la espalda, un
equipaje repleto e incómodo de arrastrar, logran imprimir carácter y realidad
al rol encomendado e incidir en la sensibilidad del espectador, anegado en un
tono moroso que no parece ir a ninguna parte, que pasa por encima de detalles,
personajes, situaciones que precisarían una mayor atención, un desarrollo más
pormenorizado, no porque no se comprendan (en realidad, por mucho que pretenda
lo contrario, es fácil adivinar lo que vendrá a continuación), sino porque lo
que aparece plasmado en pantalla deviene en cansino, redundante, plúmbeo.
LA VENUS DE LAS PIELES
TÍTULO ORIGINAL: La Vénus à la fourrure
DIRECCIÓN: Roman Polanski GUIÓN: Roman Polanski, David Ives (basado en la obra
homónima del segundo, inspirado en la novela de Lepold von Sacher-Masoch)
MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Pawel Edelman MONTAJE: Hervé de Luze,
Margot Meynier REPARTO: Emmanuelle Seigner, Mathieu Amalric
Una vez más, Polanski vuelve a dejarnos sin aliento: por su cuidada
planificación, por su puesta en escena, por alcanzar las más altas cotas de
tensión e interés con dos personajes y un único escenario, por inyectar
adrenalina en cada fotograma, por saber extraer la esencia teatral del original
rompiendo todas las costuras, por ser un genio que no va de nada, que filma con
asombrosa naturalidad, con apabullante sencillez, con un absoluto dominio de la
escena, desapareciendo tras la cámara, imprimiendo su sello a cada momento. El modo
en que Mathieu Amalric (uno de los actores más completos y versátiles del
panorama mundial) y, especialmente, Emmanuelle Seigner asumen sus caracteres
sólo puede calificarse de sobrehumano, de regocijante, de pletórico: nos hacen
sentir, con la ayuda y complicidad del cineasta que siempre sabe dónde hay que
colocar la mirada del espectador, como intrusos en este particular ensayo, en
este duelo que va más allá de lo que dice el texto (un prodigio, por cierto, de
altura literaria, filosófica, humana, de lo que se quiera, sin auparse a lo culterano,
lo abstruso, lo ininteligible: despejando horizontes, despertando curiosidades,
inquietudes, pulsando teclas desconocidas). Y si Polanski salvó el honor
llevándose con toda justicia su cuarto César como director, clama a la
instancia que deba hacerse el hecho de que Emmanuelle Seigner (que aún tiene
que arrastrar el sambenito de ser la esposa de quien es) perdiese un premio que
hubiese refrendado la constatación de que es una intérprete de muy amplio
recorrido, de innumerables matices, casi como un caleidoscopio que muta de un
segundo al siguiente sin que se note dónde y cómo lo hizo; en este caso, su
interpretación roza (si no supera) lo excelso, lo brillante, lo glorioso, pero,
al igual que en Cannes vio como la ninguneaban en beneficio de Bérénice Bejo
(al menos, una contrincante de altura), en los César ambas y Catherine Deneuve
y Fanny Ardant (y Léa Seydoux y Sara Forestier en un escalón inferior, aunque
por encima de la ganadora) tuvieron que aplaudir a Sandrine Kiberlain sin que
los responsables sufriesen el oprobio merecido por decisión tan estrambótica e
innecesaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario