lunes, 12 de mayo de 2014

UNA DE CINE FRANCÉS




   Aunque en ocasiones resulta inevitable (todos caemos en esa trampa, consciente o inconscientemente), las generalizaciones no dejan de ser eso (incluso aunque respondan a una cierta realidad, a una impresión sustentada en un análisis, en la experiencia, a un hecho que se repite), percepciones más o menos interesadas, más o menos ramplonas, más o menos injustas, más o menos estereotipadas, más o menos veraces; recuerdo ahora con cierta vergüenza cuando, con la osadía de la ignorancia, pensándome un erudito porque consumía todo el cine a mi alcance a través de televisión (y, por desgracia, cuánto ha quedado fuera del alcance, de cualquier revisión, del corazón cinéfilo, de la verdadera comprensión), sin distinguir a unos de otros, reconociendo a siete actores, sabiendo el nombre de dos directores, por un par de películas mal entendidas o porque no eran de mi género favorito (ese que ahora no termino de tener claro: omnívoro al mil por mil, aunque haya querencias y apatías reiteradas), afirmaba que no me gustaba el cine francés, así en bloque, en su conjunto, impasible el ademán (como tantos lo mantienen a la hora de expresar sus opiniones, esas que intentan imponer y para las que tantas veces no poseen argumentario, meras imposturas encaminadas a darles certificado de pertenencia, anhelos elitistas que les reconcomen). Y un buen día descubrí que ese filme que me conmocionó una mañana de sábado en el programa Pista libre (ya ven, en un programa juvenil: así eran antes las cosas en TVE), que me noqueó, que me insufló aliento, que me cautivó, es decir, Fahrenheit 451 (1966) estaba dirigida por un señor llamado François Truffaut y se me despertó la curiosidad y fueron llegando otros y me di cuenta de que, como cualquier cinematografía, una tendencia marcada, un gusto por lo críptico, una delectación por lo intelectual (en el sentido de restrictivo, hermético, incomprensible), es tan sólo eso y que hay muchos tonos, voces, corrientes, colores que descubrir. Y como de un tiempo a esta parte se han acumulado varias cintas llegadas desde el país vecino y casi todas tienen un denominador común (los premios César), y dedico menos tiempo del debido a este blog, mejor será hablar de todas ellas en el mismo escrito, dando a cada una su espacio, pero buscando los puntos de concomitancia (o de discrepancia).

GUILLAUME Y LOS CHICOS, ¡A LA MESA!


TÍTULO ORIGINAL: Les garcons et Guillaume, à table! DIRECCIÓN: Guillaume Gallienne GUIÓN: Guillaume Galienne, Claude Mathieu, Nicolas Vassiliev (basado en el texto teatral homónimo del primero) MÚSICA: Marie-Jeanne Serero FOTOGRAFÍA: Glynn Speeckaert MONTAJE: Valérie Deseine REPARTO: Guillaume Galliene, André Marcon, Françoise Fabian, Nanou García
   Uno de los claros ejemplos del escaso complejo que tiene la industria francesa a la hora de encumbrar uno de sus productos, pertenezca al género que pertenezca, represente su faceta más introvertida y pretenciosamente artística o su gusto por un humor zafio, de absoluta brocha gorda, de una comicidad basada en lo más obvio y elemental, en las supuestas gracietas de un cómico desaforado (y el público acude a las salas, a unas y a otras propuestas). El texto teatral que en España conocimos interpretado por Secun de la Rosa (quien en realidad lo escupía, lo aceleraba, no le buscaba matices, lo basaba todo en su supuesto carisma, en el cariño que despertaba entre los espectadores de Aída, dejando una vez más patentes sus muchas carencias, su único tono) demuestra en su trasvase cinematográfico ser un mero vehículo para las particularidades, para los tics, las morisquetas de su autor, de todo un intérprete de la Comédie Française, de uno de esos cómicos que si fuese español tildaríamos de epítetos rayanos en el insulto (cuando no superándolo ampliamente) pero que si viene fuera puede ser que sea bendecido con múltiples parabienes. Guillaume Gallienne ha tenido personajes secundarios en los que ha sabido ponerse en la sombra, armonizarse con el resto del reparto, no forzar el tono -El concierto (2009), María Antonieta (2006)-, pero convertido en estrella, dirigiéndose a sí mismo, transformado en su propio personaje, resulta muy cargante, excesivamente irritante, pasando de la necesaria ridiculización (al fin y al cabo estamos ante una farsa, un esperpento, una pantomima) a lo extenuante, recargando la humorada más allá de toda medida; sin duda, el mayor acierto es dar corporeidad a la madre, el personaje en ausencia en el escenario: sus apariciones (a cargo del propio Galienne) son lo mejor, lo más divertido, sorprendentemente lo menos exagerado, lo más comedido, razón por la que funcionan con una efectividad que se traduce en carcajadas. Cinco César parecen muchos, especialmente si tenemos en cuenta que obtuvo el de Mejor Ópera Prima y el de Mejor Película, cuando ser candidata en el primer apartado debería invalidar para aparecer en el segundo o, en todo caso, no distinguir entre primeros filmes y el resto (es como ese empeño de algunos en que una cinta de animación gane un Oscar en la categoría absoluta cuando existe un galardón específico).

9 MESES… DE CONDENA!


TÍTULO ORIGINAL: 9 MOIS FERME DIRECCIÓN: Albert Dupontel GUIÓN: Albert Dupontel MÚSICA: Christophe Julien FOTOGRAFÍA: Vincent Mathias MONTAJE: Christophe Pinel REPARTO: Albert Dupontel, Sandrine Kiberlain, Nicolas Marié, Philippe Uchan, Philippe Duquesne
   Tal vez el mayor error de los últimos César sea la asunción al Olimpo de las grandes de Sandrine Kiberlain, otra de esas cómicas irritantes porque piensan que su mera presencia, salpicada, complementada, condimentada por una sucesión incontrolable de muecas, aspavientos y ademanes exagerados, son más que suficiente para provocar la hilaridad del público (y en muchos casos, sin duda, lo consiguen: no hay que repasar la taquilla patria o los índices de audiencia televisiva e incluso, como en este caso, fijarse en lo que la crítica sanciona y los premios avalan). Y, para colmo, consigue el triunfo protagonizando una cinta a la que uno se resiste a calificar como comedia por el mucho respeto que le merece el género, una sucesión de gags, gritos, carreras, muecas, todo enfatizado como suelen hacerlo aquellos que se dirigen a los niños como si fuesen bobos, distorsionando las voces como efecto cómico, desquiciando el ritmo que bien temperado pudiera dotar de algo de gracia a un argumento manido, esquemático, sin sorpresas ni hallazgos, premiado como el mejor año en los mismos galardones de que venimos ocupándonos, es decir, los César (por otro lado, el suplicio pasa pronto porque no es que la olvides después de su visionado, ¡es que lo vas haciendo durante el mismo!).

EL PASADO

TÍTULO ORIGINAL: Le passé DIRECCIÓN: Asghar Farhadi GUIÓN: Asghar Farhadi MÚSICA: Evgueni Galperine, Youli Galperine FOTOGRAFÍA: Mahmoud Kalari MONTAJE: Bérénice Bejo, Tahar Rahim, Ali Mosaffa, Pauline Burlet, Elyes Aguis
   Desde que el Festival de Berlín aupó a lo más alto de su palmarés a Nader y Simin, una separación (2011), sustentando el Oso de Oro con los premios a los actores y actrices de la cinta (cuatro en el caso de los hombres, dos en el de las mujeres), el nombre de Asghar Farhadi goza del mayor de los prestigios entre los que se consideran cinéfilos y dicen gustar de un cine que huye de lo comercial (como siempre, usando el adjetivo con tono peyorativo y como manera de menospreciar a los que eligen otros filmes), considerándose importantes por el mero hecho de sentirse conectados como cineastas como el iraní. El caso es que hay poco que comprender en sus películas, el asunto queda claro, otra cosa es lo que a él le interesa, es decir, su estilo elíptico, poco explicativo, que deja a los actores sin protección porque, en realidad, tienen poco a lo que agarrarse, porque lo que sería importante, impactante, arrebatador (es decir, todo lo que el cineasta encuentra facilón, obvio, convencional, las pasiones, las emociones, los sentimientos, los porqués), queda fuera, no se incide, sólo intérpretes de la talla de Bérénice Bejo (galardonada en Cannes como mejor actriz, tal vez con menos méritos que otras de las posibles, pero reconociendo su talento más allá de The Artist (2011), lo que algunos profetizaban sería su tumba), capaces de expresar con una mirada páginas de guión, que aportan un bagaje, unas cargas pesadas en la espalda, un equipaje repleto e incómodo de arrastrar, logran imprimir carácter y realidad al rol encomendado e incidir en la sensibilidad del espectador, anegado en un tono moroso que no parece ir a ninguna parte, que pasa por encima de detalles, personajes, situaciones que precisarían una mayor atención, un desarrollo más pormenorizado, no porque no se comprendan (en realidad, por mucho que pretenda lo contrario, es fácil adivinar lo que vendrá a continuación), sino porque lo que aparece plasmado en pantalla deviene en cansino, redundante, plúmbeo.

LA VENUS DE LAS PIELES


 
TÍTULO ORIGINAL: La Vénus à la fourrure DIRECCIÓN: Roman Polanski GUIÓN: Roman Polanski, David Ives (basado en la obra homónima del segundo, inspirado en la novela de Lepold von Sacher-Masoch) MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Pawel Edelman MONTAJE: Hervé de Luze, Margot Meynier REPARTO: Emmanuelle Seigner, Mathieu Amalric
   Una vez más, Polanski vuelve a dejarnos sin aliento: por su cuidada planificación, por su puesta en escena, por alcanzar las más altas cotas de tensión e interés con dos personajes y un único escenario, por inyectar adrenalina en cada fotograma, por saber extraer la esencia teatral del original rompiendo todas las costuras, por ser un genio que no va de nada, que filma con asombrosa naturalidad, con apabullante sencillez, con un absoluto dominio de la escena, desapareciendo tras la cámara, imprimiendo su sello a cada momento. El modo en que Mathieu Amalric (uno de los actores más completos y versátiles del panorama mundial) y, especialmente, Emmanuelle Seigner asumen sus caracteres sólo puede calificarse de sobrehumano, de regocijante, de pletórico: nos hacen sentir, con la ayuda y complicidad del cineasta que siempre sabe dónde hay que colocar la mirada del espectador, como intrusos en este particular ensayo, en este duelo que va más allá de lo que dice el texto (un prodigio, por cierto, de altura literaria, filosófica, humana, de lo que se quiera, sin auparse a lo culterano, lo abstruso, lo ininteligible: despejando horizontes, despertando curiosidades, inquietudes, pulsando teclas desconocidas). Y si Polanski salvó el honor llevándose con toda justicia su cuarto César como director, clama a la instancia que deba hacerse el hecho de que Emmanuelle Seigner (que aún tiene que arrastrar el sambenito de ser la esposa de quien es) perdiese un premio que hubiese refrendado la constatación de que es una intérprete de muy amplio recorrido, de innumerables matices, casi como un caleidoscopio que muta de un segundo al siguiente sin que se note dónde y cómo lo hizo; en este caso, su interpretación roza (si no supera) lo excelso, lo brillante, lo glorioso, pero, al igual que en Cannes vio como la ninguneaban en beneficio de Bérénice Bejo (al menos, una contrincante de altura), en los César ambas y Catherine Deneuve y Fanny Ardant (y Léa Seydoux y Sara Forestier en un escalón inferior, aunque por encima de la ganadora) tuvieron que aplaudir a Sandrine Kiberlain sin que los responsables sufriesen el oprobio merecido por decisión tan estrambótica e innecesaria.

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