DIRECCIÓN: Paco León GUIÓN: Paco León MÚSICA:
Pájaro, Pony Bravo, Espaldamaceta, Nina Simone FOTOGRAFÍA: Juan González
MONTAJE: Ana Álvarez REPARTO: Carmina Barrios, María León, Yolanda Ramos, Paco
Casaus, Estefanía de los Santos, Teresa Casanova, Mari Paz Sayago, Alejandro
León
Hace
apenas dos años, el popular y estupendo cómico Paco León (reducido a una mera
caricatura en la serie Aída, abducido
por un personaje al que supo ensanchar las costuras, transformar en entrañable,
sacar del mecanicismo al que obligaba un guión repetitivo, en ocasiones
inexistente, chusco, forzado, encasillado en la obviedad, cortadas sus alas
creativas a pesar de que el público lo respaldase), el que para tantos es “el
Luisma”, decidió dar un giro a su carrera y pasar al otro lado de la cámara
para dirigir una estimulante y rompedora película titulada Carmina o revienta, inspirada en la figura de su madre, con ella
misma como protagonista, un experimento que se revestía de falso documental
para glosar, reivindicar y homenajear a la mujer que le dio la vida,
transformándola en metáfora, representando en ella a tantas que día a día han
de partirse la cara con la vida para pelear por sus retoños, por su dignidad,
por su supervivencia, esas que a pesar de todo siempre extraen una enseñanza y
una sonrisa, esas filósofas que saben más que cualquier libro de autoayuda y
que no venden ninguna fórmula mágica porque bien saben que no existe, pero no
se arredran y aplican la experiencia y el sentido común, el ingenio
permanentemente agudizado por el hambre (no sólo física, aunque los rugidos del
estómago son la banda sonora que mantiene alerta sin descanso su instinto de
protección). Y a pesar de lo mucho que fabuló, para cualquiera fue reconocible,
verosímil y querible esa Carmina que llama a las cosas por su nombre, que acoge
en su seno a los desprotegidos, los arrinconados, los marginados y se enfrenta
sin dudarlo a los ladrones, los abusadores, los injustos, los que sojuzgan,
reprimen o acogotan, los que se consideran superiores, los que cometen
injusticias cuando no delitos amparados en la impunidad, en la legalidad
vigente, en los subterfugios; y se dirá que ella utiliza unos modos nada
ortodoxos, que diseña planes destinados a engatusar, ocultar, extraer beneficio
propio, que resulta amoral (algunos emplearán un vocabulario más duro, pero en
realidad sólo porque ven amenazado su corralito), y nadie está defendiendo su
actitud para llevarla a la práctica, tan sólo señalando cuáles son sus
referentes, por qué nos es tan cercana, por qué se establece una rápida
identificación, una empatía inmediata, base fundamental del triunfo de la película,
ya que los avatares de Carmina son similares a los de los grandes pícaros que
en la literatura española (y mundial, pero esos, se quiera o no, se tienen muy
interiorizados), aquellos que sólo roban para poder comer, que pergeñan mil y
una argucias para llevarse algo caliente (o frío) al estómago, esos que
reclaman cien años de perdón puesto que se lo están hurtando al acaparador, al
que no tiene conciencia, al que atesora, al que se apodera de lo que en muchas
ocasiones han obtenido otros sudando la gota gorda; y Paco León no dudó en
poner el nombre, el rostro, la personalidad de su madre en un personaje de
semejante calibre porque sólo desde lo cercano, lo familiar, lo mamado y vivido
era posible comprenderle, latir a su ritmo, dejarse envolver por su arrolladora
personalidad.
Sin
fatuidades ni grandilocuencias, el director novel supo imprimir un sello de
autenticidad a su película, como si a ratos estuviéramos viendo el resultado de
una cámara oculta, respirando verdad por los cuatro costados, confiando en el
innegable carisma de su madre y en la sabiduría actoral de su hermana María,
esa que jamás parece estar actuando, combinadas, arropadas, acompañadas por un
elenco que eleva la naturalidad a un estadio de excelsitud pocas veces
obtenido, mezclando intérpretes de solvencia y oficio con otros recién
llegados, haciendo imposible distinguir a éstos de aquéllos, dotados todos de
un saber decir que da a cada frase el énfasis adecuado, el tono medido para que
el conjunto funcione con precisión, provocando carcajadas sinceras de complicidad,
de asentimiento, de camaradería. El modo en que Paco León presentó su ópera
prima provocó un estremecimiento en la industria, en aquellos que se mantienen
inamovibles pensando que todo lo que no sea lo que está decidido en los
despachos viene a quitarles raciones del pastel, los que no enmiendan, no
alteran, no quieren avanzar, utilizar la tecnología en lugar de ser fagocitados
por ella, los que no comprenden que las herramientas están para usarlas y
evolucionar, que sus mayores enemigos son ellos mismos y sus modos obsoletos,
que el público sigue queriendo serlo, que la mayoría quiere sentirse así y no
le importa pagar, que igual importancia tiene el que lo hace para el disfrute
doméstico y privado como el que sigue yendo a las salas pero tiene que hacer
equilibrios para permitirse un rato de ocio, hubo muchas voces interesadas que
se alzaron en su contra y que negaban los aciertos artísticos como parte de la
censura feroz que intentaron aplicar, en algunos casos propiciando que los adeptos
de Carmina creciesen en progresión geométrica (y no digamos nada de cómo han
clamado a los cielos por su decisión de organizar un preestreno gratuito de Carmina y amén, lo que no le ha restado
taquilla, todo lo contrario, puesto que es de esos títulos a los que la
recomendación de un amigo aporta un valor añadido y el actor sabe que el favor
del público es básico y se lo gana con honestidad). Era inevitable (y deseado) que
Paco volviese a dirigir, pero también resultaba casi necesario que Carmina regresara,
que se ahondase un poco más en su historia, y la nueva cita es absolutamente
gratificante y se salda con la mayor de las victorias: sin haber perdido un
ápice de su sencillez, de su aparente y envidiable facilidad para trenzar
anécdotas, gags, ocurrencias dándoles una unidad, una progresión, narrando,
desarrollando, Paco León se supera como guionista al profundizar en el drama, al
no traicionar a sus personajes pero conferirles una hondura que en el disparate
de la primera película hubiera sido un error, al aproximarse con mimo y respeto
a las zonas oscuras a través de sugerencias, planos certeros, consintiendo que
su madre revele facultades de inmensa actriz (su modo de mirar a la vecina que
le cuenta con dignidad derrotada, pero sin perderla, sus terribles planes para
no dejar a su hijo discapacitado desasistido antes de que ella pueda morir –y qué
sentido cobrará después ese silencio cargado de comprensión, esos ojos que
escudriñan y se empañan con un velo de profunda tristeza-, su manera de acoger,
abrazar, intentar no inquietar a su nieta, siendo consciente de que se da
cuenta del forzado disimulo que ella y María se traen –varía de tono, cambia de
intención sin que se noten las transiciones, capaz de hablar con los gestos,
comiendo compulsivamente el postre que la niña rechaza aunque “no me entra nada”,
canturreando con agudeza, medio dormida, con ese plano del pie infantil que
refleja más conocimiento cinematográfico que el de algunos aupados al podio de “directores
artistas”-); además, el cineasta (porque así hay que llamarle sin ningún tipo
de titubeo) se revela como dignísimo heredero de Berlanga, Forqué, Olea,
Azcona, Buñuel, Neville, el mejor Almodóvar y, ¿por qué no?, Valle-Inclán,
Gutiérrez Solana o Goya, creadores que deforman, exageran, subliman lo
diferenciador, lo extravagante, lo risible, lo patético, lo absurdo,
reflejándolo certeramente, sin disfraces, pero extrayendo el lado humorístico,
diluyendo la tragedia en lo rocambolesco, divirtiendo por encima de todo,
destacando lo anecdótico, lo idiosincrático, lo que queda como rasgo, como
definición, como categoría, sin abrumar al espectador, pero dejando un sabor
agridulce que es más efectivo que la tragedia más desatada, que la denuncia más
descarnada.
Y,
por supuesto, esa inmensa Yolanda Ramos que abandona cualquier afectación,
cualquier intento de ser divertida a toda costa, que dice frases desopilantes
sin sentir, hablando en su bruma alcohólica, aún más difusa por los efectos de
lo que fuma, que pudiera pensarse no tiene su bagaje interpretativo porque es
tan enormemente natural como esas vecinas que son las de cualquiera, otro
acierto de Paco León porque sabe dosificarlas, no imponerlas, no dejarse llevar
por lo fácil, por lo que ya funcionó, por lo que gracias a su contención
conserva prístina la capacidad para la algarabía, la sorpresa, la risa
incontenible. Sin duda, este filme marca un antes y un después, aún más que su
predecesor, porque deja clara la categoría de un director, un universo propio
con tantos puntos de concomitancia con el de los que miran, un buen gusto a
prueba de brochas gordas o truculencias, un buen puñado de escenas inolvidables
(y que no conviene destripar, pero sí compartir con los que ya las han visto),
momentos para reír hasta las lágrimas, otros para tragar saliva y conmoverse,
todos para asombrarnos ante la maestría y solvencia del Paco León director y
guionista del que empezamos a anhelar nuevas entregas de su talento que, a buen
seguro, no nos harán echar de menos a Carmina, personaje que ya es legendario y
merece un puesto de honor en la historia del cine.
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