lunes, 30 de junio de 2014

"THE INVISIBLE WOMAN": POR SU OBRA LE CONOCERÉIS


TÍTULO ORIGINAL: The Invisible Woman DIRECCIÓN: Ralph Fiennes GUIÓN: Abi Morgan (basado en el libro homónimo de Claire Tomalin) MÚSICA: Ilan Eshkeri FOTOGRAFÍA: Rob Hardy MONTAJE: Nicolas Gaster REPARTO: Ralph Fiennes, Felicity Jones, Kristin Scott Thomas, Joanna Scanlan, Ton Hollander, Tom Burke, John Kavanagh
 

   Cada espectador, lector, aficionado al arte que se acerca a la obra de un creador del que no sabe nada o del que sólo conoce lo que contempla en ese momento (pintura, novela, obra de teatro, interpretación, poesía), la música que escucha y con la que se deleita, aquello que le ha dado fama o tal vez le dé una permanencia de siglos si es que hablamos del presente, de alguien que irrumpe en el panorama artístico en ese momento, cada uno de los que acceden a esa obra se forja, inevitablemente, una imagen, una personalidad, una figura, concibe, fabula, intuye, piensa cómo es el autor por lo que extrae de los sentimientos, de las sensaciones, de lo que experimenta en ese momento. En múltiples ocasiones es enriquecedor conocer algo sobre la peripecia vital del artista, sobre las condiciones y condicionantes que dieron ese fruto porque es la manera de comprender, apreciar, ser verdaderamente justos con el resultado, en otras resulta innecesario porque la obra se explica por sí misma y es una ficción, una fantasía, una historia a la que no aporta nada el día a día de su autor y en algunas la realidad colisiona de frente con la imagen pública que la persona presenta o con la que nos hemos figurado o con la que nos gustaría que tuviese o con mil y una posibilidades exógenas al mero hecho artístico (y lo mismo vale, incluso ampliado, para los actores, puesto que ahí se mezclan los personajes que interpretan con sus actitudes en lo cotidiano, no somos capaces de disociar lo uno de lo otro y, para bien o para mal, valoramos su trabajo por lo que pensamos de ellos como personas, por lo que nos transmiten, por cuestiones de piel un tanto inevitables pero ciertamente injustas –si al menos se reconocen a la hora de emitir un dictamen, éste aparece como más ecuánime, más honesto, de cara a los que atienden al mismo-). Y en todo este conflicto entre si la obra nos gusta por sí misma o por quién es su autor, aparece la dicotomía de si compartimos, estamos de acuerdo, nos parece bien el comportamiento privado de la persona, sus preferencias políticas, su simpatía natural o fingida, su asistencia a tal acto, en definitiva, todo lo que él hace como ciudadano y que en muchas ocasiones no aparece reflejado en lo que crea, no es óbice para que su obra tenga una entidad propia, una hondura, una trascendencia, una emoción que podría pensarse incompatible con aquello que nos atrae (o atrajo en un principio).

   A veces, los descubrimientos, estudios, investigaciones, aproximaciones a la figura del autor que se oculta tras su producción se dirigen hacia la línea de flotación, es decir, intentan rebajar, desmitificar, desnudar, desbaratar, tirar por los suelos a aquel al que no es posible descabalgar de su bien ganada fama, de su prestigio, al que no se puede despojar de su calidad (otra cosa es el gusto de cada uno, por supuesto, pero queremos referirnos a esos incontestables, a los que el tiempo sigue tratando con misericordia e incluso engrandeciéndolos), y por mucho que aporten datos relevantes, interesantes, detalles que nos los acercan como personas, que nos los hacen más reconocibles (y puede ser que más simpáticos, más propios, más queribles), se percibe la intención nociva, el dolo, las ganas de intoxicar o desacreditar (cuando no de difamar), el empeño por desvanecer aureolas o derruir pedestales; pero a veces, más allá de cuál sea la intención primigenia, el resultado de la investigación nos muestra a un creador más humano, simple mortal, dotado de un talento inmenso en la actividad que le confiere fama mundial y asegura la inmortalidad, sometido como cualquiera a los vaivenes sentimentales, a las penalidades cotidianas, lo que, por otro lado, provoca que leamos su obra con más detenimiento, con mayor conocimiento, penetrando más en las psicologías, en las personalidades, en las peripecias narradas, en la realidad reflejada. Éste es el caso de Charles Dickens, quien ya en su momento provocó una perturbación honda y con notoria onda expansiva al abandonar a su mujer y madre de sus diez hijos por una joven actriz a la que jamás convirtió en su esposa ni ante la ley ni ante la vigilante sociedad de la época, más teniendo en cuenta que el escritor era uno de los personajes más famosos, queridos, venerados, respetados e involucrados en las luchas sociales, en procurar paz, un mínimo indispensable para vivir, en erradicar la pobreza (sobre todo la que se ceba en la infancia, en los más desprotegidos, en los más débiles), un personaje conocido en todo el mundo, un autor seguido con interés y delectación, famoso entre los más humildes, alabado por los expertos, aplaudido por todos. El acercamiento que Ralph Fiennes hace a este particular momento de la vida del autor de Oliver Twist es un prodigio de sensibilidad, elegancia, buen gusto, humanidad, sin prejuzgar, sin condenar, exponiendo hechos, huyendo del maniqueísmo, dando, permitiendo y consintiendo que todos los personajes se expliquen, combinando luces y sombras con gran maestría, con un respeto y admiración indudables por Dickens, los mismos que hace extensibles al resto de protagonistas del drama, manteniendo una distancia que da al espectador la última palabra, comprendiendo las circunstancias de cada uno, compadeciéndose de los que salen heridos, demostrando unas cualidades como narrador que ya había dejado muy patentes en su ópera prima, Coriolanus (2011), y que demuestran su versatilidad al transformar la fuerza enérgica, desabrida y tajante de aquella en una pintura victoriana en la que las pasiones se mantienen a buen recaudo porque la apariencia ha de ser de formalidad, tranquilidad, nada debe desordenar lo apacible del momento, una cinta medida, equilibrada, con un ritmo interno que envuelve, con una atmósfera irresistible, una joya de muchos quilates.

   Ralph Fiennes aporta su grandeza actoral encarnando a Dickens con mesura, con tiento, preso del arrebato que no logra ni quiere refrenar, alentado por la condescendencia recubierta de moralidad, por el conformismo cómplice, por el empuje y apoyo (aunque sin salirse de lo pautado, de las normas vigentes, pero buscando lo que piensa es el único futuro posible para su vástago) de la madre a la que aporta sus habituales elegancia, empaque y comedimiento la espléndida Kristin Scott Thomas, recuperando a aquella pareja mítica que hizo posible esa belleza titulada El paciente inglés (1996) en la que tuvo participación fundamental Juliette Binoche, pero a la que ellos dos, especialmente la intérprete inglesa, imprimieron un sello de magia añadida, un fulgor emocionante, un resplandor hechizante. Felicity Jones, quien salió airosa de encarnar a Cordelia en Retorno a Brideshead (2008) –el problema no era el reparto, sino la imposibilidad de resumir la magna obra de Evelyn Waugh y superar, ni tan siquiera alcanzar, la impresionante adaptación televisiva, una de las cimas de cualquier tiempo y lugar, protagonizada por Jeremy Irons y Anthony Andrews-, se gradúa con honores al soportar sobre sus frágiles hombros (porque así han de ser y mostrarse) todo el peso de la historia, enamorada de su ídolo antes de hacerlo del hombre, marioneta en manos de sus mayores, obligada a superar pruebas muy duras que en su inconsciencia o en su perversidad (Fiennes lo deja al arbitrio de cada uno) le pone su amante en el camino y en cada momento se muestra idónea para el cometido desempeñado, mostrando con sencillez sus miedos, sus ilusiones, su resignación, sin excederse o exagerar, un nuevo ejemplo de esa naturalidad que es marca de fábrica en los intérpretes británicos. Al mencionar la calidad que siempre destilan todos los que aparecen en pantalla, los que tienen un cometido importante o los que dicen una frase, no podemos olvidar a Joanna Scanlan, quien interpreta a la madre de los diez hijos de Charles Dickens, esposa abandonada que llevará su dolor con la mayor entereza posible, debiéndose a su hogar, no queriendo manchar la reputación de su marido como padre, actriz que sólo precisa de dos secuencias para estrujarnos el corazón, para reflejar la crueldad del que la abandona sin precisar de grandilocuencias ni obviedades: el momento en que debe llevar a su joven rival lo que el joyero de la familia ha pensado es para ella y en realidad es para la amante porque así se lo ha exigido el escritor es terrorífico, también para la que recibe ese regalo, y es una escena que remueve, angustia, duele, especialmente por la dignidad y bondad que destila la interpretación de la Scanlan; la otra ocasión en que esta magnífica actriz (a la que dentro de poco podrán disfrutar los telespectadores españolas, puesto que se anuncia la emisión de la maravillosa miniserie La muerte llega a Pemberley (2013)) se graba a fuego en nuestras retinas y nuestros corazones es cuando el adulterio, la deserción, el desamparo se hace público, las miserias de su matrimonio tienen eco en la prensa y llora desconsolada entre los brazos de su hijo mayor, aferrada al periódico que confirma lo inevitable, mientras uno de sus hijos pequeños asoma tímidamente al oír los sollozos de su madre (y, con mano maestra, con exquisitez y acierto, Fiennes pasa a otra secuencia sin que veamos si el niño le da consuelo, lo que parece detener por un momento nuestros latidos). The Invisible Woman es, sin duda, uno de los títulos más hermosos y estimulantes que llevamos vistos en este año y provoca que esperemos con gran impaciencia la nueva entrega de Ralph Fiennes como director porque, tras lo conseguido con sólo dos cintas, los pronósticos no pueden ser más favorables.
P.D.: Como complemento, como aporte, puede leerse lo que un servidor y Pablo Vilaboy escribimos hace poco reflexionando sobre el meollo de esta película: http://www.digital-magazine.org/de-secretos-y-misterios/)

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