lunes, 27 de octubre de 2014

"EL HOMBRE MÁS BUSCADO": SIN NINGUNA DUDA, JOHN LE CARRÉ


 
 
TÍTULO ORIGINAL: A Most Wanted Man DIRECCIÓN: Anton Corbijn GUIÓN: Andrew Bovell (basado en la novela homónima de John le Carré) MÚSICA: Herbert Grönemeyer FOTOGRAFÍA: Benoît Delhomme MONTAJE: Claire Simpson REPARTO: Philip Seymour Hoffman, Rachel McAdams, Grigoriy Dobrygin, Willem Dafoe, Nina Hoss, Robin Wright

 

   Es la eterna dicotomía, la discusión que en realidad termina casi antes de empezar, puesto que es fácil entender que una obra literaria, por naturaleza, es muy diferente de una cinematográfica y, por lo tanto, necesariamente han de recorrer caminos distintos a la hora de desarrollarse y presentarse ante el lector/espectador; pero, por otro lado, es inevitable tender a la comparación cuando una película bebe, parte, toma impulso, se inspira en una novela, obra de teatro o cualquier otro texto previo, se coloca bajo los auspicios de un éxito editorial, del prestigio de un autor, busca a los lectores (normalmente numerosos, de ahí la elección) como potenciales espectadores. Y no se trata de reproducir todas las páginas, sino de captar el espíritu, de no traicionar la historia (a veces son los propios autores los que lo hacen sin recato, tal vez con el ojo puesto en un Oscar como fue el caso de John Irving con Las normas de la casa de la sidra (1999), como acaba de sucederle a Gilian Flynn al desmontar el ingenioso aunque endeble artefacto literario orquestado para Perdida, transformado en algo convencional, muy previsible y lleno de agujeros en el filme homónimo dirigido por David Fincher –del que hablaremos próximamente-), de aportar, de enriquecer, incluso de hacer algo propio, muy personal, pero manteniendo la base, la inspiración, que se reconozca el origen –aunque es tarea imposible la de contentar a todos, como sucede en cualquier aspecto de la vida, mucho más en este caso en que cada lector ha imaginado su propia adaptación, ha puesto rostro a los personajes, ha dirigido su película-; hay mil ejemplos de espléndidas adaptaciones en las que los cambios, los inevitables recortes, lo eliminado, todo se mide con tiento, con gusto, con inteligencia, con talento, llegando en ocasiones a superar al original (Clint Eastwood transformó en filme emocionante y arrebatador lo que era trivial, plañidero y tramposo en la novelita de Robert James Waller –Los puentes de Madison (1995)-; aunque fue acusada de medrosa y de camuflar lo que en la novela se mostraba abiertamente, en realidad Fannie Flagg dotó a su texto en pantalla de mayor verdad, de comicidad, de una atmósfera grata y envolvente, ayudada por un fantástico reparto que puso las intenciones necesarias, sutilezas fácilmente legibles, emociones que Jon Avnet supo convocar y dosificar con brío –Tomates verdes fritos (1991)-; ni se sabe cuántas alteraciones de guión sufrió antes y durante el rodaje, cuántos cambios en la sala de montaje, cuántos directores participaron, el caos que fue su pre, post y producción en sí, pero ningún lector de la impresionante novela de Margaret Mitchell se siente defraudado ante una de las películas más colosales, en todos los sentidos, que verán los tiempos –Lo que el viento se llevó (1939)-), podríamos asimismo enumerar un montón de licencias, heterodoxias o reinvenciones que ni ofenden ni horripilan al lector previo (la Miss Marple de Margaret Rutherford, cómo Curtis Hanson reescribió –con la ayuda de Brian Helgeland- lo que ya impactante en palabras de James Ellroy –L. A. Confidencial (1997)-), antes al contrario, le convierten en cómplice satisfecho.

   Las tramas que John le Carré desarrolla en sus novelas son por lo general muy complejas, muy extensas, con muchos personajes, con muchas localizaciones, con mucha información que sólo puede suministrarse con párrafos largos y prolijos, con meandros y ramificaciones que enriquecen, explicitan o diversifican la corriente principal, análisis políticos y sociales que dotan de entidad y de poso a la historia, sustrato imprescindible para captar sus intenciones, contexto y realidad que influyen, que condicionan, que obligan a determinados comportamientos de los personajes, normalmente enfrentados a dilemas morales, arrastrando traumas del pasado, cuentas pendientes, interrogantes, un mapa humano que el autor británico sabe presentar con brío, con solvencia, con astucia, con genialidad, pero que no resulta sencillo reducir al metraje más o menos convencional de un filme que pueda ser considerado “comercial” (aunque ni los que ponen esas etiquetas tengan realmente claro a qué se refiere con ella o cuando debe emplearse con tono peyorativo). El topo (2011) supuso una gratísima sorpresa, un auténtico regalo para los admiradores de le Carré, un deleite para los que gustan del género de espionaje, un disfrute para los amantes del cine por su esmerada y portentosa fotografía, por su magnífica y perfecta evocación de la atmósfera de los años 70 del siglo XX, por un guión milimetrado que ayudaba al no iniciado y no resultaba redundante o trivial para el conocedor de la época y/o del original, una adaptación memorable, sobre todo porque tenía que luchar contra el recuerdo (ya que no se animan a editarla en formato doméstico, no queda otra que vivir del mismo o buscar otras opciones –o hablar un inglés perfecto y comprarla en Reino Unido-) de la mítica serie Calderero, sastre, soldado, espía (1979) con un insuperable Alec Guiness como George Smiley (aunque Gary Oldman no se quedaba corto, sino todo lo contrario –incluso consiguió lo que parecía que nunca iban a concederle: una candidatura al Oscar-); El jardinero fiel (2005) se benefició de una historia más lineal y fácil de concretar (a pesar de sus aristas, de su denuncia), de una deslumbrante Rachel Weisz, de la inspiración de un Fernando Meirelles en plenitud de facultades, de un le Carré soberbio, convertido en clásico, ampliando su registro, escribiendo con el vigor de siempre y una madurez apabullante, en la que tal vez sea su última gran novela (aunque alguien de su trayectoria y solvencia siempre puede dar en la diana una vez más –o varias-), un título a la altura de El espía que surgió del frío, La casa Rusia, El sastre de Panamá y el conocido como “ciclo Smiley” (El topo, El honorable colegial y La gente de Smiley).

   El hombre más buscado conserva el aliento del mejor le Carré, un creador que todavía se reinventa, busca nuevas vías de expresión, incorpora rasgos de humor que, en realidad, son propios y tributarios de la edad, hay una ironía más patente, una burla y sorna menos sutiles, una causticidad expresa, la mirada nada complaciente de alguien que lleva años advirtiendo de las diferentes derivas que han llevado a la situación que da origen y centra la historia que narra; sin embargo, la adaptación que firma Andrew Bovell deja de lado esos aspectos para tomar tan sólo parte de la trama y rediseñarla, alterarla, incluso reescribirla, dejándose en el camino las mejores bazas, por un lado complicándose la vida un tanto innecesariamente (restando emoción, interés, incógnitas, humanidad), por otro simplificando excesivamente relaciones, condicionantes, intereses, difuminando personajes, desaprovechando otros, no teniendo muy claro hacia dónde quiere dirigirse o cuál es el tono que aspira a alcanzar. El reputado fotógrafo y director de videoclips Anton Corbijn, aunque menos pagado de sí mismo y de su aureola intelectual que en la abigarrada y cansina El americano (2010), una película de intriga y/o espionaje acomplejada de serlo y por ello discursiva, morosa, pretenciosa en su desnudez, en su frialdad, prisionera de su envoltorio artístico (como tal se vendía), vuelve a marcar distancias con el género escogido y conduce la cinta de modo errático, acertando en el hecho de que lo importante son los actores, es decir, las personas, pero descuidándolos, dejándolos al albur de lo que cada uno pueda lograr por sí mismo; en ese sentido, Willem Dafoe es un clamoroso error de casting (no es idóneo ni para el personaje tal y como se describe en la novela ni para el modo en que queda retratado en panatalla), Robin Wright poco puede hacer con ese estrambote escrito para la ocasión (en el original no existe, no al menos como se desarrolla ante nuestros ojos, y es una lástima porque hubiese estado soberbia –bueno, con un guión más atinado- encarnando a la compañera del rol encomendado a Philip Seymour Hoffman, cometido en el que intenta no naufragar Nina Hoss, uno de los más graves desperdicios que comete el adaptador), Rachel McAdams no parece tener claro qué tiene que hacer (ni al que haya leído la novela tampoco), Grigoriy Dobrygin resulta estereotipado, un tópico andante, absurdo por momentos (y es una de las mejores creaciones de le Carré) y Philip Seymour Hoffman puede dejar aquí y allá algunos destellos de su grandeza interpretativa, de su capacidad para mimetizarse con el personaje, por momentos duele, inquieta y sobrecoge, sin que eso sea suficiente para cubrir las carencias del libreto (y eso que pudiera decirse que le Carré tenía en mente al malogrado actor cuando escribía por el modo en que le da entidad, frases, movimientos, acota sus parlamentos, le imprime carácter –aunque se da el caso de que también hubiese podido encarnar al banquero al que da vida Dafoe con una mínima caracterización para aproximarse a la edad que se menciona en la novela-). No cabe duda: el hombre más buscado (y esperado) en pantalla es el propio le Carré (aunque, y no es destripar nada, el último plano de Seymour Hoffman resulta estremecedor porque, al ser él el que sale de foco, el que se aleja, parece que se está despidiendo del público premonitoriamente –por mucho que aún nos queden juegos del hambre por sufrir-).

 

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