viernes, 27 de febrero de 2015

OSCAR 2014: POCAS SONRISAS Y MUCHAS LÁGRIMAS







   Tan sólo por cerrar el círculo, por trazar una panorámica lo más completa posible, ahora que el paso de los días ha afianzado en mi ánimo las sensaciones vividas durante la emisión de la ceremonia (y algunas otras que, en realidad, ya lo estaban desde antes), es buen momento para pasar revista a lo sucedido en la gala de entrega de los premios Oscar, confirmando, como tantas veces (la vida es así de cruelmente jocosa, de irónica, disfruta baqueteando nuestro corazón), que no conviene desear demasiado las cosas ya que cuando suceden se alejan mucho del paraíso imaginado. Había una especie de clamor popular, un runrún entre los amantes del mundo del espectáculo, una petición que cobraba fuerza cada año por estas fechas (o por las inmediatamente anteriores al anuncio de quién sería el maestro de ceremonias en esa ocasión), el ruego de muchos aficionados y admiradores del probado talento del intérprete para que Neil Patrick Harris tomase el timón y llevase a buen puerto este caramelo envenenado con el que no saben qué hacer, en el sentido de dar bandazos intentando atraer/cautivar/interesar a un público que se mantiene al margen, olvidando su audiencia (millonaria) potencial, la de tantos que sólo quieren divertirse, regocijarse, reencontrarse con ese aroma clásico de Hollywood, con lo que a muchos les resulta trasnochado, cansino, con olor a naftalina, esos que nunca van a dar su brazo a torcer, esos que generalizan sin misericordia pero tanto barullo arman, tanto se hacen notar, tanto fustigan a los Oscar pero no sólo saben vivir en torno a ellos, esos que son más fieles que los que cada año ponemos un círculo rojo en torno al último domingo de febrero, esos que no señalan el devenir ni el éxito de algo porque jamás van a reconocer sus bondades (por mucho que haya quien, como tantas veces me gusta recordar, escribe o habla como si no hubiese un historial, una hemeroteca, un archivo, un pasado, esos capaces de dar la vuelta a su argumento con un cinismo impecable e intentar hacer creer que siempre vaticinaron lo contrario de lo que auguraban, pueden rastrearse sus impresiones año tras año, temporada tras temporada, para comprobar que, lo hagan como lo hagan, premien a quien premien, Hollywood es lo peor –por lo tanto, en esta ocasión que ha triunfado la favorita de tantos, aunque algunos ya empiezan a escurrirse en favor de la descabalgada Boyhood, cosechadora de grandes críticas desde su estreno pero a la que ahora algunos están engrandeciendo más por ser la defenestrada, todo en aras de sostener y no enmendar el discursito que tan aprendido tienen, ese que demuestra desconocimiento, ignorancia, prejuicios y tantas carencias más, siguiendo su sonsonete habrá que colegir que a Birdman también le cuadran los cuatro adjetivos con que suelen despechar cualquier film recompensado con el Oscar a la mejor cinta del año-).
   El número inicial ya hizo presagiar el desencanto porque, a pesar de su virguería formal, de su apabullante realización, del fastuoso y espléndido escenario (dos elementos –realización y escenario- que destacaron por méritos propios durante las excesivamente largas tres horas y media de ceremonia), supo un tanto a poco, dejó con la miel en los labios, terminó casi cuando parecía que lo mejor estaba por llegar, la versatilidad y abundancia de recursos de Harris apenas habían tenido ocasión de asomar tímidamente (por mucho que la esplendorosa voz de Anna Kendrick, descubierta gracias a la estupenda Into the Woods, fuese un buen acompañamiento –Jack Black estuvo en su línea más irritante, aunque al menos demostró tener buen fuelle para berrear a gran velocidad sin perder dicción-) y, para colmo, el habitual monólogo de bienvenida quedaba reducido a cuatro frases rápidas, rehuyendo la oportunidad de lucir el rápido ingenio que tan buenos resultados da (cuando se posee) en este tipo de retransmisiones, ese que brilló por su ausencia en sus intervenciones desde la platea, esos momentos en los que tanto se echó de menos a Ellen DeGeneres o a Billy Cristal –y uno no es demasiado fan de este señor, pero eso no es óbice para dejar de reconocer sus indudables facultades-, limitándose la mayoría de las veces en dar paso a los presentadores de cada premio o demás intervinientes, estirando hasta la saciedad un supuesto e innecesario gag sobre unas predicciones custodiadas por la sonriente Octavia Spencer, acertando en la parodia sobre la que precisamente sería la triunfadora la noche, uniéndola a otra de las nominadas (Whiplash), en un tono y pertinencia que hubiesen sido adecuados y de agradecer para el resto de candidatas, momentos en los que tal vez hubiese podido destapar el tarro de sus esencias, más allá de presumir de cuerpazo (momento, por cierto, muy criticado por los de siempre, los que ven resúmenes o fotos y no galas pero no dejan de soltar diatribas, los que descontextualizan porque no conocen, los que parecen olvidar aquello que dicen adorar –es decir, Birdman-). En vista de los resultados de audiencia (al fin y al cabo es una noche para vender espacios publicitarios), tal vez no volvamos a ver a Neil Patrick Harris en este mismo cometido, pero, por agarrarnos a un deseo positivo, recordemos que Ellen estuvo muy por debajo de lo esperado, de su tono habitual, de su campechanía irresistible, de su carisma embriagador, el primer año en que asumió las funciones de maestra de ceremonias, mientras que en la siguiente ocasión (hace apenas 365 días) nos regaló momentos impagables e inolvidables, convirtió en cómplices a los allí sentados y a los congregados al otro lado de la pantalla.
   En lo demás, puesto que de las cintas candidatas, de las interpretaciones escogidas y de las que se alzaron con galardones, de los nominados principales ya se ha hablado con profusión en este blog, sólo añadir que Patricia Arquette mereció el premio sólo por su encendido y necesario discurso (al que la enorme Meryl Streep, siempre entregada, siempre activa y activista, siempre en primera línea, siempre dando ejemplo, siempre fabulosa, puso un grano de arena que se convirtió en toda una playa ante la repercusión alcanzada en las redes sociales por su grito, su clamor de apoyo) y fue un placer ver a Eddie Redmayne y Julianne Moore (quienes, por cierto, habían coincidido en aquel engendro conocido como Savage Grace (2007), uno de esos títulos que uno preferiría que jamás se hubiesen rodado, al menos tal y como lo vimos en pantalla) alzarse con el triunfo por dos interpretaciones abracadabrantes que pasan a los anales y que se seguirán estudiando y admirando dentro de muchos años (ya que Benedict Cumberbatch y Marion Cotillard eran caballos perdedores de antemano, que al menos los galardonados merezcan la pena –y de qué modo-). Y, equilibrando en parte la balanza, tras el inesperado resultado de la noche (por mucho que ahora se afirme lo contrario, sólo Murakami parecía tener claro que el reparto de premios iba a cifrarse en el éxito clamoroso de Birdman sobre Boyhood y no al revés –o en una distribución un tanto más equitativa-), fue un gozo que The Imitation Game arañase una estatuilla, precisamente la que reconoce el considerado mejor guión adaptado del año (el modo en que la historia se ha construido para ser trasladada a imágenes, la manera en que se dibuja a los personajes, la elegancia que recorre cada frase, la magnífica alternancia de tonos, sólo con esa columna vertebral podía levantarse un edifico tan soberbiamente acabado), y toda una sorpresa descubrir que su autor es un debutante en el largometraje (un par de cortos y un episodio de una serie de televisión eran sus créditos hasta el momento), Graham Moore, un joven autor que puso en pie y provocó lágrimas y ovaciones con uno de los discursos más honestos, valientes y apabullantemente sencillos que puedan esgrimirse, un ejemplo que muchos deberían seguir, un canto a la diferencia, a la humanidad, al valor de cada persona por ser quien es, derribando barreras, desterrando estigmas, cercenando dedos acusadores con unas cuantas palabras, bajando de pedestales morales a los que aupados a los mismos demuestran su bajeza de alma, olvidan las doctrinas que intentan imponer, avergüenzan a ese en cuyo nombre dicen actuar (sea quien sea, venga de donde venga, reine donde reine).
  Por fortuna, hubo tiempo para reír con la canción de La Lego película (con esos Oscar hechos con piezas del juego que tanto ídem dieron a los que saben involucrarse en las ceremonias –de Meryl Streep a Channing Tatum, pasando por Emma Stone y el propio Clint Eastwood-), para dejarse llevar por los vientos de libertad y orgullo que insufla la letra de Glory (encumbrada como mejor canción desde Selma) y para volver a ser niño gracias a la adorada e inmortal partitura que Rodgers y Hammerstein titularon The Sound of Music, momento triunfal para una asombrosa Lady Gaga, capaz de llegar a la tesitura de la inolvidable Julie Andrews, aparición emocionante e incluso sobrecogedora al término de la espléndida actuación de la diva del pop (y es que de eso se trata, señores: es un programa de televisión, una cita para los amantes del cine, para los que seguimos conteniendo el aliento cuando se apagan las luces de la sala, para los que hemos aprendido a amar tantas imágenes casi antes de ponerles nombre, para los que sólo necesitamos el primer golpe de orquesta y el resto de la ensoñación forma parte de nuestro aliento). Y, además, esos comentaristas del Plus, ese Carlos del Amor últimamente ubicuo, pagado de sí mismo, haciendo pausas interminables y erróneas porque no aportan énfasis (el que intenta imprimir a cada palabra, engolando tono y pronunciación), diciendo que otros años los Oscar de Honor se recogían “en el patio de butacas” (y lo repitió un par de veces, o sea, para él nunca ha habido escenario), no sabiendo corregir las muchas inexactitudes e incoherencias de su compañero de mesa, el impagable Carlos Marañón, ese señor que ni siquiera sabe los datos necesarios aunque los tenga escritos, el que niega el premio que Robert Duvall obtuvo por Gracias y favores (1983) y se queda tan ancho, el que estaba dormido, mirando al suelo, aburrido pero sin abandonar su sonrisilla fatua, el mismo tufillo que destilan las páginas de la publicación que dirige, esa en la que se ha publicado, por ejemplo (si bien es cierto que antes de que él la dirigiese, pero el contenido tampoco ha mejorado), que Elizabeth Taylor y Richard Burton se conocieron durante el rodaje de Ben-Hur (1959) o que Humphrey Bogart nunca ganó un Oscar; y, en medio de ambos, una Leticia Dolera perdida, desangelada, convencida como los demás de que, entre lo de Alfonso Cuarón el año pasado y lo de Alejandro González Iñárritu éste, el cine mexicano sigue triunfando cuando, en realidad, Hollywood (y otras instituciones, círculos y demás) premia a mexicanos que trabajan allí (lo que no es exactamente lo mismo), mientras que el país con el que comparten frontera sigue sin tener una estatuilla en la categoría de mejor película de habla no inglesa. A pesar de todo, el espectador impenitente cruza los dedos para que el año que viene todo mejore (gala y cosecha, porque lo del Plus ya se sabe que no tiene arreglo).  

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