TÍTULO ORIGINAL: The
Hateful Eight DIRECCIÓN: Quentin Tarantino GUIÓN: Quentin Tarantino MÚSICA:
Ennio Morricone FOTOGRAFÍA: Robert Richardson MONTAJE: Fred Raskin REPARTO:
Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Walton Goggins, Demián Bichir,
Tim Roth, Michael Madsen, Bruce Dern
Espectador omnívoro e impenitente, admirador
de cualquier película por el mero hecho del disfrute sin hacer otras
consideraciones (y mucho menos auparse a una superioridad intelectual que, en
muchas ocasiones, tan sólo es reflejo de lo mal visto que está el
entretenimiento entre aquellos que reprimen o reprueban las emociones para
sentirse parte de la élite), Quentin Tarantino, sin ocultarlo y sin rubor,
continúa homenajeando en cada nueva película a aquel cine que devoró
compulsivamente en su época como dependiente de un videoclub, recuerdo y
realidad de un auténtico cinéfago, el mejor embajador de ese público que
aprendió a amar el cine sin apellidos ni prejuicios en aquellas sesiones
continuas, en aquellos gloriosos programas dobles en que el Ivanhoe (1952) de Richard Thorpe
compartía honores con, por ejemplo, Chispita
y sus gorilas (1982), en que Viaje
alucinante (1966) formaba tándem y pareado con El currante (1983) o una de las aventuras cinematográficas de
Parchís servía como telonera a la reposición de La muerte tenía un precio (1965), tardes de cine en las que todo
valía y se aceptaba, el caso era cumplir con el ritual e ir al patio de butacas
a aplaudir, jalear, involucrarse, apostillar cada secuencia y compartir tu
reacción con el resto de la audiencia. Tras Django
desencadenado (2012) en la que seguía la estela de los conocidos como spaghetti western, Tarantino regresa al
género en su vertiente más clásica pero, cerrando el círculo, convoca al
maestro Ennio Morricone para que revista con su música esta auténtica odisea
que, como muy bien sabían manejar gentes como Howard Hawks o John Ford, resulta
opresiva no sólo en los espacios cerrados sino en escenarios abiertos,
inhóspitos, grandes extensiones de terreno en las que no se ve un alma, en las
que se sufren los embates de la naturaleza, en las que el peligro se mastica,
en las que hay una permanente amenaza en el ambiente. Tras utilizar algunas de
sus composiciones en Kill Bill. Volumen 1
(2003), Malditos bastardos (2008)
y la propia Django desencadenado (nobleza
obliga), en esta ocasión Tarantino ha pedido a Morricone una partitura original
-para la que ha recuperado algunos de los descartes de la banda sonora
compuesta para La cosa (1982),
inéditos en todo caso- que, sin parecerse en nada a aquellas que se han
convertido en clásicas, entronque y evoque esa música que huele a aventura, agranda
los silencios, tensa la espera, puntúa los movimientos, diríase nacida al mismo
tiempo que las imágenes (confiemos en que, por fin, los Oscar, a pesar del
galardón honorífico concedido hace unos años, salden en esta edición la deuda
que mantienen con este casi nonagenario que sigue trabajando infatigablemente).
Aunque es una cinta en la que se habla
mucho, los diálogos de Los odiosos ocho se
alejan de esa verborrea que tan cara le es a Tarantino, de esa marca de fábrica
que ya quedaba clara en la primera secuencia de Reservoir Dogs (1992), de los parlamentos que un esplendoroso
Samuel L. Jackson interpretaba con firmeza y naturalidad en Pulp Fiction (1994), de ese abuso
indiscriminado de la palabra con que tantas veces ha colapsado la acción y ha
lastrado su indudable sentido del ritmo: aquí son muy importantes las pausas,
las dobles intenciones, lo que se camufla, lo que se oculta, el juego de
engaños sobre el que se articula la historia, las palabras que intentan
confundir, engatusar, aturdir, adormecer los sentidos, poner sordina a las
posibles alarmas, una verbosidad profusa que añade tensión porque se sabe
embustera, fingida, despierta sospechas, impregna aún más la atmósfera de tintes
ominosos y atenazadores (no en vano, todo conduce a un escenario muy
reconocible: el que Agatha Christie imaginó para Diez negritos, un endiablado embrollo nunca manejado con tanta
soltura ni maestría, claustrofobia en un espacio abierto pero asilado).
Tarantino demuestra su buen gusto a la hora de planificar secuencias, de
coreografiarlas para que las piezas vayan encajando en el momento conveniente
(recuérdese ese prodigio que era Jackie
Brown (1997) o el prólogo de Malditos
bastardos (2009), ese que hacía presagiar una obra magistral antes de que
el director optase por el camino más obvio y facilón), recupera en parte su
capacidad para sugerir y resultar inquietante e incluso brutal sin necesidad de
mostrar (como en la memorable escena del baile de Michael Madsen en Reservoir Dogs), su temple para no
excederse en lo necesariamente bárbaro sin renunciar al tono que el momento
precisa (por ejemplo, todo lo relacionado con cierta inyección de adrenalina en
Pulp Fiction o la auténtica batalla
campal entre Uma Thurman y Daryl Hannah en Kill
Bill. Volumen 2 (2004)), pero no puede evitar la tentación de, ya bien
avanzado el metraje (cercano a las tres horas aunque apenas se le nota), hacer
unas cuantas concesiones a sus admiradores más irredentos, a los que se
carcajean estrepitosa y ostentosamente como si sólo ellos comprendiesen el chiste
(que, en ocasiones, es digan de una sonrisa o un asentimiento y no de esa
reacción que el director propicia para sentirse querido -cuando el respeto bien
debería rendírsele por lo señalado anteriormente, pero siempre obtiene mayor
recompensa lo rimbombante que lo sutil-), esos espectadores que se reconocen
tarantinianos sin conocer una palabra sobre su universo, sobre sus
inspiraciones, sobre sus plagios, sobre sus referentes, sobre todo el cine que
contiene cada una de las páginas que escribe (otra cosa es que nos convenza con
su trabajo, pero no se le puede negar la sabiduría fílmica que atesora, sea en
su faceta como público o en la de cineasta), son esos que vuelven a celebrar con
algarabía y sorpresa el enésimo golpe, el disparo a bocajarro, el puñetazo que
rompe dentaduras, lo grotesco, lo que puede anticiparse conociendo al director
y guionista, los mismos que permanecen mudos cuando, por ejemplo, alguien cita
a Lily Langtry -y no digamos nada si el que sale a colación es el asesino de
Lincoln-. Por fortuna, sobre todo comparando con Django desencadenado, Tarantino no parece demasiado pendiente de
contentar a esa parte de la platea y, más allá de alguna digresión que podría
ser más corta e incluso suprimida, mantiene el pulso de la primera y soberbia
secuencia, dejando hablar a sus personajes, manteniendo la acción en segundo
plano pero sin dejar de alimentarla con las dosis precisas para que el interés no
decaiga.
Quentin Tarantino es, aunque pudiera no
parecerlo por su tendencia a lo barroco, a lo grandilocuente, al virtuosismo,
al montaje trepidante, un director de actores, escoge con mucho cuidado sus
repartos, así dio la oportunidad de su vida a John Travolta en Pulp Fiction, recuperó en Jackie Brown a unos estupendos Pam Grier
y Robert Forster o puso en órbita a Christoph Waltz con Malditos bastardos (al que hizo repetir rol sin ningún recato en Django desencadenado), quien desde ese
momento se ha limitado a, de una forma u otra, vivir a la sombra de su
oscarizado personaje (doblemente, ya que volvieron a otorgarle la estatuilla
por su segunda colaboración con Tarantino), llegando a los extremos patéticos
de Big Eyes (2014) y Spectre (2015). En este caso ha recurrido
a viejos cómplices como los ya citados Samuel L. Jackson (impecable y
señorial), Tim Roth (magnífico en ese tono a medias caricaturesco, a ratos
sardónico, dando más miedo cuando sonríe esquinadamente que cuando se pone
bravo) y Michael Madsen (estupendo trabajo de voz, absolutamente crepuscular) y
los ha reunido con otros a los que también conoce como un Bruce Dern que aporta
categoría y saber hacer con unas cuantas miradas y muchos silencios, un Kurt
Russell que aporta su presencia, su voz, su energía y un Walton Goggins que
supone una gran revelación para los que le conocían por su estupendo trabajo en
televisión en series como The Shield (2002-2008)
o Justified (2010-2015). Completan la
nómina de estos odiosos ocho un
Demián Bichir que cumple con su cometido y sigue demostrando su capacidad
camaleónica y una Jennifer Jason Leigh a la que han escrito un personaje a su
medida para que ofrezca el recital a que nos tiene acostumbrados de mohines,
gritos, recursos guiñolescos, maquillaje sucio, dientes podridos, esfuerzo que
por fin le ha valido lo que tantas veces había buscado sin resultado: una
nominación al Oscar que ojalá no se traduzca en premio (y, sin embargo, la
Academia ha ignorado a Tarantino como guionista cuando merecía mucho más ese
honor aquí y no por Django desencadenado,
aquel desfase sin medida).
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