DIRECCIÓN: Pepón Montero GUIÓN: Juan Maidagán,
Pepon Montero MÚSICA: Carles Cases FOTOGRAFÍA: José Moreno Moti MONTAJE:
Cristina Pastor REPARTO: Arturo Valls, Natalia de Molina, Raúl Cimas, Manolo
Solo, Neus Asensi, Pol López, Nuria Mencía, Jesús Guzmán, Teresa Gimpera
Parece inevitable que, de un tiempo a esta
parte, toda nueva comedia española que llega a la cartelera sea examinada con
una lupa de muchos aumentos (excepto en el caso de Ocho apellidos vascos (2014), recibida con todos los parabienes del
mundo y bendecida desde el primer momento incluso por aquellos que afirman no
ver cine patrio), sobre todo en lo que a sus posibles rasgos televisivos se
refiere, es decir, menospreciando lo que se produce directamente para ese medio
y equiparando el término –“televisivo”- con realización descuidada, actores
exagerados, chistes de hace siglos, zafiedades varias, rodaje precipitado, poca
o ninguna atención a los detalles, dando por buena la primera toma, abaratando
costes sin parar y sin importar que esa precariedad se perciba, como si no
hubiese producciones estrenadas en grandes pantallas (incluso de presupuestos
holgados y con rutilantes estrellas al frente, muchas de ellas llegadas desde Hollywood
y saludadas como renovadoras gamberradas adultas -vaya usted a saber por qué
eso se considera un valor añadido- o desopilantes historias de colegas) que
caen en errores (dejémoslo ahí) que muchas series demuestran superar capítulo a
capítulo y temporada a temporada (por no hablar de miniseries o telefilmes). No
puede negarse el abuso de fórmulas, planteamientos, desarrollos, estereotipos,
prototipos y tipos manoseados, desgastados, periclitados (que, no puede negarse
si nos atenemos a los índices de audiencia y a las recaudaciones en las
taquillas, siguen funcionando y siendo demandados y consumidos por millones de
espectadores), pero no siempre se trata de resultar original (los hay que así
se anuncian -e incluso saludados como tales por supuestos expertos- abusando de
la desmemoria o desconocimiento del resto) sino del modo y medida en que se
utilizan y combinan los ingredientes y de cómo es el acabado final; por otra
parte, el hecho de que los grandes grupos de comunicación (sobre todo en lo que
a televisión se refiere) hayan entrado a por todas en la producción
cinematográfica (en muchas ocasiones, las cosas como son, posibilitando que
proyectos que llevaban tiempo dormidos o que se veían imposibles hayan salido
adelante, permitiendo, de una forma u otra, el desarrollo de algo que puede ser
llamado industria y no la suma de individualidades de que ha malvivido el cine
español), encontrarse los logotipos de cadenas de televisión al frente de los
créditos sigue provocando fruncimientos de nariz y/o suspiros de resignación,
una y mil veces más sin atender a lo que es habitual en otros países (incluso
mirando con sospecha lo que de ellos llega auspiciado por cadenas, plataformas
o cualquier otra opción que no puede ser llamada “estudio” o “productora” en el
sentido en que esas palabras se utilizaban en el pasado), dando por malo de
antemano el trasvase de personajes y éxitos televisivos a las salas cuando eso
sucede o mirando por encima del hombro a lo que se entiende como banco de
pruebas para, si vienen bien dadas, continuar poco tiempo después con una serie
de televisión (como si de productos bien cerrados, acabados y completos no
hubiesen nacido continuaciones más o menos bastardas -incluso a manos de
personas ajenas a los creadores, sobre todo si entramos en el campo literario-,
gallinas de los huevos de oro exprimidas hasta la extenuación).
No cabe duda de que Los del túnel podría ser el germen de un serial, posee los mimbres
necesarios para ello, presenta una nómina de personajes que proponen subtramas
que explorar al margen del conjunto mientras alimentan con sus peripecias la columna
vertebral de la película, pero quedarnos en ese código nos impediría apreciar
sus diferencias, sus aportes e incluso malinterpretar las tradiciones que
recoge. Porque la ópera prima de Pepón Montero tiene, no cabe duda, un origen
plenamente televisivo en el sentido de que allí dio sus primeros frutos la colaboración
entre él y Juan Maidagán como creadores y gracias a una de sus series, Camera Café, Arturo Valls obtuvo un
Fotogramas de Plata como mejor actor que le ayudo a afianzarse y consolidarse en
esa faceta (aunque siga explotando con enorme fortuna su lado más cómico y
descacharrante como showman, como presentador recompensado con un Ondas). Pero
el equipo no se ha reunido para reverdecer viejos laureles repitiendo la jugada
puesto que la característica más sobresaliente de Los del túnel es la de adoptar tintes tragicómicos, eludiendo en lo
posible lo más convencional, el trazo más grueso, la caricatura descarada y
grotesca, acertando en el equilibrio que se da entre lo más disparatado y
absurdo (que, como tantas veces, brota con espontaneidad en lo cotidiano) y los
dramas de mayor o menor intensidad que cada personaje arrastra, poniendo el
foco en el interpretado con suma solvencia por un Arturo Valls que sabe
despojarse de su histrionismo para añadir matices a su interpretación, explorar
una cara más amarga, la de alguien que no encuentra su lugar, que es señalado
con el dedo por el resto del grupo, que se siente desubicado, incomprendido,
que se queda bloqueado en unas rutinas íntimas que de pronto le resultan
insoportables, lastres que sacudirse de encima y de los que huir, es gratamente
sorprendente el modo en que Arturo Valls se acomoda en un personaje frágil,
gris y patético a fuerza de creerse el rey del mambo, un tipo que al principio resulta
risible, que por momentos resulta cargante y rancio, pero que poco a poco nos
congela la sonrisa y despierta nuestra conmiseración, nuestra empatía, nos
sacude ante la crisis personal que sufre, ante su parálisis vital, ante su
pánico a seguir siendo quien no quiere ser. La desbordante naturalidad de Nuria
Mencía es el complemento perfecto para que esa parte de la película destaque
del resto por su perfecta mezcla de tonos, primando lo cómico pero dejando un
regusto agrio y pesaroso.
Gracias a Berlanga, a Ozores, a Fernando
Palacios, a tantos cineastas, como extensión de una tradición que nos llevaría
a Jardiel, a Mihura e incluso a parte del portentoso teatro del Siglo de Oro,
España siempre ha gozado de buena salud en lo que a comedia coral se refiere
(aunque también en el drama se ha sabido emplear con acierto y fortuna), los
repartos de innumerables películas rebosan de nombres populares, de estupendos
actores que, en papeles de mayor o menor extensión, invaden la pantalla y
comparten planos irrepetibles. Los del
túnel sigue esa tradición, no tanto por su posible ambición por transformarse
en serie televisiva como por dotar de agilidad a la trama y por remarcar el
contraste entre el grupo que interactúa y se comporta como una sola persona y
la oveja negra, la nota discordante, la pieza sobrante que encarna Arturo
Valls; el reparto mezcla intérpretes jóvenes que ya han dado sobradas muestras
de maestría (caso de la estupenda Natalia de Molina, quien ojalá siga encontrando
personajes que le permiten seguir creciendo como actriz) con actores solventes
que siempre dejan muestra de su buen hacer (Manolo Solo, aunque aquí sepa a
poco después de su prodigiosa aparición en Tarde
para la ira (2015), uno de los más perjudicados por el brusco abandono que
sufren algunos personajes y lo poco trazados que quedan), dejando espacio para nombres
del momento (Raúl Cimas, incorporando toda la antipatía que despierta en quien
suscribe a su rol, uno de esos fundamentalistas del dolor que por desgracia
tanto abundan en los momentos de crisis, personaje que tal vez hubiese
necesitado un actor que hubiese rebajado intensidad) y recuperando a una pareja
de ilustres veteranos a los que es un placer ver en plena forma y, en el caso
de ella, tirando por tierra su propio mito con enorme sentido del humor y soberbia
autoparodia (Jesús Guzmán y Teresa Gimpera, a la que gustaría ver más en
cometidos de este tipo o similares -o dramáticos, ella puede con todo-). Más
allá de ciertas arritmias a la hora de pasar de lo coral a lo individual, más
allá de ciertas reiteraciones y subrayados que hacen perder frescura y ritmo, Los del túnel demuestra que una historia
más o menos vista puede contarse de otra forma (empieza por lo que en muchos
casos sería el final, no muestra el pasado hasta que lo considera
imprescindible y sabe no abusar del flashback) y con otro tono (y, de ese modo,
consigue que el efecto cómico aún sea más desternillante y que nos riamos de
nosotros mismos -porque fuimos muchos los fans de Pecos y somos aún muchos los
que escuchamos sus canciones y, si nos parece bien, no evitamos la lagrimita de
nostalgia-). Ojalá en esa recuperación de una comedia a ratos sutil y a ratos amarga, sirva esta película como experiencia piloto, como la punta del iceberg.
No hay comentarios:
Publicar un comentario