lunes, 31 de julio de 2017

JEANNE MOREAU: UNA HISTORIA INMORTAL







  Cuando alguien fallece tendemos a hablar en pasado y, en el caso concreto que nos ocupa, lamentarnos con la cantinela “cómo me gustaba esa actriz”, diríase que el hecho de que haya muerto implica que dejamos de apreciar su talento, que sólo nos referimos al mismo como algo del pasado, que ya no puede gustarnos en presente, y el caso es que, si somos admiradores leales y la persona lo merece, seguiremos gozando con la revisión de sus películas, apreciando sus virtudes, descubriendo otras, en definitiva, Jeanne Moreau será de mis favoritas mientras tenga uso de razón, por lo que debo proclamar a los cuatro vientos lo mucho que me gusta, tal y como lo hacía ayer, como lo seguirá haciendo mañana. Por otro lado, una de mis frases recurrentes es la de afirmar que este tipo de personalidades (en el campo que sea) de las que hablamos sin haber sido contemporáneos o de las que somos conscientes (o así lo creemos y deseamos al menos) se seguirá hablando dentro de varios siglos viven en un eterno presente, siempre son, cuando abrimos un libro, contemplamos un cuadro, escuchamos una música, vemos una película o una serie, cuando hacemos realidad su arte a través de nuestro interés y nuestro placer (e incluso nuestro desagrado: cada cual adquiere la inmortalidad que los receptores le otorgan). Al margen de este convencimiento, Jeanne Moreau es de esas intérpretes por las que nunca ha pasado el tiempo, se mantiene actual, vigente, moderna (en el mejor sentido de la palabra), vigorosa, potente, poderosa, arrolladora, cautivadora, absolutamente imperecedera, da igual en qué momento de su carrera nos fijemos.


   ¡Y ahí está ella haciendo girar el torbellino de la vida, siendo vórtice de pasiones, convocando a su alrededor todos los vientos! Moreau llega a cada personaje con su pasado a cuestas, no hay una mirada inocente, su sonrisa apagada intenta esconder resquemores, heridas que tal vez aún sangren, traumas, melancolías, su belleza destila verdad, experiencia, un bagaje vital y emocional que dota a sus interpretaciones de una ambigüedad que no deja impasible ni incólume a quien la contempla, es fieramente humana, terrenal, racial, tridimensional, con aristas, con contradicciones, con recovecos, actriz que imprime significado a la frase más anodina, al rol más esquemático, a la secuencia menos importante. Era lógico que, en apenas una década de trabajo (debutó en 1949 en Dernier amour, protagonizada por Annabella), su nombre adquiriese tintes míticos y que su rostro abanderase un título que, ya desde su gestación, motivó un golpe de timón que cambió el panorama del cine francés y que, más allá de ciertas experimentaciones y rarezas, se mantiene vivo y con mucho que decir (y seguir influyendo), películas que atraparon un momento pero supieron no quedarse en lo coyuntural e, incluso, desgajarse del tiempo.


   Pablo y un servidor tenemos un libro inédito, el tercero escrito en común (que nos pidió la editorial para luego rechazarlo afirmando que “no es el momento adecuado, la crisis ha hecho mucho daño”), no desvelaré cuál es el asunto central, pero sí que Ascensor para el cadalso (1958) ocupa uno de los capítulos y, por supuesto, centrándose en esta secuencia que -puede palparse, respirarse y sentirse- nació antológica, hecha para la leyenda, con atmósfera asfixiante, búsqueda interminable, desesperada, en ese París desenfocado que queda en segundo plano, hiriente por sus luces y bullicio mientras un corazón se desgarra hasta el resquebrajamiento final, ese caminar errático que quiere parecer seguro, ese rostro hierático que no deja traslucir el tormento interior aunque los ojos (¡Esos ojos de la Moreau!) no puedan ocultar un atisbo (o algo más) de compunción, unos andares a los que la música de Miles Davis se ajusta como un guante, no en vano nació contemplando lo filmado, una noche de improvisación y bebidas para dar a luz una de las bandas sonoras más deslumbrantes de todos los tiempos, complemento perfecto a una de las películas más desasosegantes e inquietantes que se puedan recordar. Y llegó Truffaut, claro, ya lo hemos visto, y continuó Malle, faltaría más, tuvo tiempo para rodar con Joseph Losey o Michelangelo Antonioni, para protagonizar Diálogos de Carmelitas (1960), para encontrarse con Orson Welles, quien no tuvo ningún reparo en confesar que era su actriz predilecta.


   Y antes de que repitiese con el director de Sed de mal (1958), se cruzó en su camino el genial Luis Buñuel para ofrecerle uno de los personajes por los que siempre será recordada, una de sus varias cimas interpretativas, la versión que el aragonés llevó a cabo de la ya adaptada novela de Octave Mirbeau Diario de una camarera, consiguiendo uno de sus títulos más memorables y que, las cosas como son, dejó en pañales cualquier acercamiento al texto, tanto anterior como posterior.


   Y dio muestras de su versatilidad en su episodio de El Rolls-Royce amarillo (1965) junto a Rex Harrison o de nuevo bajo la batuta de Louis Malle en ¡Viva María! (1965), donde era capaz de medirse y eclipsar (o al menos opacar) a la estelar Brigitte Bardot (mejor actriz, por cierto, de lo que algunos se empeñaron en ocultar).


   Y, como decíamos, Orson Welles volvió a llamarla para incluirla en el reparto de uno de esos filmes que siempre se citan al repasar los hitos del séptimo arte (por razones artísticas o por otras), un filme que llegó a buen término gracias, en gran medida, a los oficios y la entrega de Emiliano Piedra: Campanadas a medianoche (1965).


   Supo mantener su estatus, su mito, su calidad a buen recaudo, incluso con malas elecciones o películas que no tuvieron la repercusión que hubiesen merecido, trabajó con quien quiso (incluso con Fassbender y Elia Kazan -en el imposible intento de completar lo que Scott Fiztgerald dejó a medias: El último magnate (1976)-, conquistó a las nuevas generaciones y fue fiel a sí misma, sabiendo equilibrar intelectualidad con honestidad, lo más sublime con lo prosaico, teniendo su voz como mejor arma para, precisamente, desarmar al más escéptico.


   No ganó un César hasta 1992 -por La vieja que camina por el mar (1961)- y sólo había sido candidata previamente en 1987 y 1988, nunca fue nominada a un Oscar -pero sí a un Razzie por la canción de Querelle (1982)-, sin embargo obtuvo un Fotogramas en 1961, un año después de ser premiada en Cannes, y fue galardonada con un Donostia en 1997, lo que habla de lo bien recibida que fue en nuestro país (y ojalá lo siga siendo y aumentando su nómina de admiradores).

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