lunes, 17 de julio de 2017

MARTIN LANDAU: "MAYA, TRANSFÓRMATE"







  Hago un poco de trampa con el título porque, en realidad, recuerdo la frase pronunciada por Barbara Bain (aunque tal vez Martin Landau también lo hiciese en alguna ocasión, casi podría asegurarlo) intentando prevenir que unos inesperados visitantes descubriesen la verdadera identidad del personaje que Catherine Schell interpretaba en la segunda temporada de Espacio 1999 (1975-1976), la serie que siempre citaré como la primera que me fascinó, me abdujo, me obsesionó, me inquietó, me enganchó muchísimo más que cualquier otro programa en aquellos primeros años como espectador, la serie asociada a la merienda (la recuerdo los miércoles por la tarde), diversión asegurada después de hacer los deberes (si los había: apenas empezaba la EGB), cada capítulo duraba toda la semana porque lo recreaba, lo ampliaba, le añadía tramas, jugábamos en el recreo y en el patio de casa (sí, particular, lo adivinaron) con Gema y Juan Luis, enamorado de Maya, más por su capacidad para la metamorfosis que por su belleza, descubriendo, sin ser consciente de ello, a uno de esos actores que, con enorme naturalidad, se convertían en alguien casi de la familia, un amigo al que fue un placer reencontrar cuando me hice adulto y alcanzó el prestigio que siempre tuvo para la legión de seguidores de la serie creada por el matrimonio Anderson; hablamos, por supuesto, de Martin Landau, el comandante Koening (o capitán, según el doblaje).


   Esa es la cabecera de la primera temporada, Maya aún no estaba y sí el profesor Victor Bergman al que daba vida Barry Morse (y la tía Carmen me decía “ese es el policía que perseguía al fugitivo”, evocando la serie homónima), pero se puede ver a Landau en todo su esplendor, irrumpiendo en la pantalla, el héroe por el que temíamos cuando las cosas se torcían (y eso ocurría muy a menudo para garantizar la diversión), ese al que, por más que el doblaje que nos llegó fuese el del otro lado del Atlántico y en los créditos se pronunciase su apellido correctamente, conocimos durante bastante tiempo como “Landau”, leído tal cual, y no “Landó”. Y antes de eso, ya había conquistado a otra generación, sobre todo a las señoras, gracias a su intervención en la mítica Misión imposible (1966-1973), aunque siempre se citaba a Peter Graves como estrella de la misma, puesto que Landau y Barbara Bain (su esposa) la abandonaron al finalizar la tercera temporada y la serie se mantuvo en antena cuatro más.


   Sin embargo, como ha podido comprobarse en el vídeo anterior que reúne todas las cabeceras, parece que Martin Landau no debía gozar de tanto predicamento como su esposa porque ni rastro de su nombre en los créditos de entrada. Sea como sea, parece que madres, abuelas y demás señoras y chavales de los 70 fuimos los menos sorprendidos -porque, además, nos íbamos tropezando con él cuando teníamos acceso a, por ejemplo, Con la muerte en los talones (1959)o Cleopatra (1963)- cuando, de repente, se empezó a hablar del actor de Brooklyn en los términos más elogiosos, cuando la crítica más sesuda y los miembros de su profesión se rindieron a sus virtudes, esas que tal vez no apreciábamos en su momento pero que, de un modo u otro, nos llegaban (especialmente su carisma) y permanecían en nuestro corazón (y agradecimiento) de espectador. Y fue Francis Ford Coppola el que consiguió que Martin Landau convenciese y rindiese a los más escépticos gracias al rol que le encomendó en Tucker: Un hombre y su sueño (1988) y que le granjeó su primera candidatura al Oscar.


   Partía como el gran favorito, al menos de los que de repente se habían transformado en admiradores suyos de toda la vida, se le igualaba e incluía en esa larguísima nómina de intérpretes que desde personajes secundarios se apoderan de la pantalla y del filme (y lo cierto es que resulta electrizante, sacude e impacta), pero se cruzó en su camino el hilarante y brillante Kevin Kline de Un pez llamado Wanda (1988), haciendo justicia para una película que hubiese merecido mejor fortuna en lo que a premios se refiere y, además, sirvió un gag inolvidable junto a Michael Caine, Sean Connery y Roger Moore, los encargados de hacerle entrega de la estatuilla. Pero antes de que pudiera cundir el pánico y pensar que los cinco minutos de prestigio de Martin Landau habían terminado, llegó uno de los guiones más perfectos y sublimes que hayan salido de la mente de Woody Allen para servirle su segunda candidatura al Oscar y, sobre todo, una de sus interpretaciones que, por derecho propio, hay que calificar como legendaria: Delitos y faltas (1989).


   Fue Denzel Washington por Tiempos de gloria (1989), lo que no fue ninguna sorpresa, quien se llevó el gato al agua (con todo merecimiento, pero sin superar lo que Landau lograba en la cinta de Allen) y cuando empezábamos a temer (o llevábamos un tiempo haciéndolo) que, como tantos otros antes y después, se quedase para aportar categoría, oficio, dignidad interpretativa, un mínimo de calidad a filmes que no le merecían o apareciendo en títulos bien recibidos sólo en círculos minoritarios, el mejor Tim Burton posible le entregó todo un regalo (envenenado, porque el reto era de altura y podía haberse quedado en lo risible, en la mera imitación, en un esperpento -aunque sea algo impensable viniendo de Landau-) y rubricó la leyenda con el Bela Lugosi que da la réplica a un no menos espléndido Johnny Depp en Ed Wood (1994).


   Y esta vez sí, no quedó otra, la Academia recompensó su excelsitud con el Oscar al mejor actor secundario del año.


   ¡Y qué maravilla verle tan sinceramente emocionado, tan feliz, tan caballero siempre! No puedo terminar este breve pero emocionado recordatorio de un actor al que, por tantas razones, nunca olvidaré sin detenerme en la que me parece una de sus interpretaciones más sensibles, logrando ríos de lágrimas con apenas un gesto (y a veces ni eso: sólo con la mirada), merendándose a su compañero (y sin pretenderlo en plan abusón o ególatra: es que de donde no hay no se puede sacar), ese Jim Carrey empeñado en demostrar que era actor dramático (lo de cómico lo discutimos en otro momento). Me refiero a The Majestic (2001), la fallida (por alargada) película de Frank Darabont.


   Y se nota el impacto conseguido en varias generaciones de espectadores a lo largo de tantos años de trabajo y dedicación al constatar las múltiples muestras de cariño, las emociones expresadas, el eterno agradecimiento traducido en vídeos, mensajes, declaraciones, infinidad de tributos que, en realidad, son una celebración, un homenaje a quien nos hizo espectadores, a quien alegró tantas horas, a quien nos ayudó a imaginar, a quien aprendimos a respetar y querer como algo natural, como sólo puede hacerse con aquellos que engrandecen su profesión. ¿Qué nos van a contar a los que crecimos teniéndole por nuestro capitán? ¡Salve, Martin Landau!

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