Hago un poco de trampa con el título porque, en realidad, recuerdo la
frase pronunciada por Barbara Bain (aunque tal vez Martin Landau también lo hiciese en alguna ocasión, casi podría asegurarlo) intentando prevenir que unos inesperados
visitantes descubriesen la verdadera identidad del personaje que Catherine Schell
interpretaba en la segunda temporada de Espacio
1999 (1975-1976), la serie que siempre citaré como la primera que me
fascinó, me abdujo, me obsesionó, me inquietó, me enganchó muchísimo más que
cualquier otro programa en aquellos primeros años como espectador, la serie
asociada a la merienda (la recuerdo los miércoles por la tarde), diversión asegurada
después de hacer los deberes (si los había: apenas empezaba la EGB), cada
capítulo duraba toda la semana porque lo recreaba, lo ampliaba, le añadía
tramas, jugábamos en el recreo y en el patio de casa (sí, particular, lo
adivinaron) con Gema y Juan Luis, enamorado de Maya, más por su capacidad para
la metamorfosis que por su belleza, descubriendo, sin ser consciente de ello, a
uno de esos actores que, con enorme naturalidad, se convertían en alguien casi
de la familia, un amigo al que fue un placer reencontrar cuando me hice adulto
y alcanzó el prestigio que siempre tuvo para la legión de seguidores de la
serie creada por el matrimonio Anderson; hablamos, por supuesto, de Martin
Landau, el comandante Koening (o capitán, según el doblaje).
Esa es la cabecera de la primera temporada, Maya aún no estaba y sí el
profesor Victor Bergman al que daba vida Barry Morse (y la tía Carmen me decía “ese
es el policía que perseguía al fugitivo”, evocando la serie homónima), pero se
puede ver a Landau en todo su esplendor, irrumpiendo en la pantalla, el héroe
por el que temíamos cuando las cosas se torcían (y eso ocurría muy a menudo
para garantizar la diversión), ese al que, por más que el doblaje que nos llegó
fuese el del otro lado del Atlántico y en los créditos se pronunciase su
apellido correctamente, conocimos durante bastante tiempo como “Landau”, leído
tal cual, y no “Landó”. Y antes de eso, ya había conquistado a otra generación,
sobre todo a las señoras, gracias a su intervención en la mítica Misión imposible (1966-1973), aunque
siempre se citaba a Peter Graves como estrella de la misma, puesto que Landau y
Barbara Bain (su esposa) la abandonaron al finalizar la tercera temporada y la
serie se mantuvo en antena cuatro más.
Sin embargo, como ha podido comprobarse en el vídeo anterior que reúne
todas las cabeceras, parece que Martin Landau no debía gozar de tanto
predicamento como su esposa porque ni rastro de su nombre en los créditos de
entrada. Sea como sea, parece que madres, abuelas y demás señoras y chavales de
los 70 fuimos los menos sorprendidos -porque, además, nos íbamos tropezando con él cuando teníamos acceso a, por ejemplo, Con la muerte en los talones (1959)o Cleopatra (1963)- cuando, de repente, se empezó a hablar del
actor de Brooklyn en los términos más elogiosos, cuando la crítica más sesuda y
los miembros de su profesión se rindieron a sus virtudes, esas que tal vez no
apreciábamos en su momento pero que, de un modo u otro, nos llegaban
(especialmente su carisma) y permanecían en nuestro corazón (y agradecimiento)
de espectador. Y fue Francis Ford Coppola el que consiguió que Martin Landau
convenciese y rindiese a los más escépticos gracias al rol que le encomendó en Tucker: Un hombre y su sueño (1988) y
que le granjeó su primera candidatura al Oscar.
Partía como el gran favorito, al menos de los que de repente se habían
transformado en admiradores suyos de toda la vida, se le igualaba e incluía en
esa larguísima nómina de intérpretes que desde personajes secundarios se
apoderan de la pantalla y del filme (y lo cierto es que resulta electrizante,
sacude e impacta), pero se cruzó en su camino el hilarante y brillante Kevin
Kline de Un pez llamado Wanda (1988),
haciendo justicia para una película que hubiese merecido mejor fortuna en lo
que a premios se refiere y, además, sirvió un gag inolvidable junto a Michael
Caine, Sean Connery y Roger Moore, los encargados de hacerle entrega de la
estatuilla. Pero antes de que pudiera cundir el pánico y pensar que los cinco
minutos de prestigio de Martin Landau habían terminado, llegó uno de los
guiones más perfectos y sublimes que hayan salido de la mente de Woody Allen
para servirle su segunda candidatura al Oscar y, sobre todo, una de sus
interpretaciones que, por derecho propio, hay que calificar como legendaria: Delitos y faltas (1989).
Fue Denzel Washington por Tiempos
de gloria (1989), lo que no fue ninguna sorpresa, quien se llevó el gato al
agua (con todo merecimiento, pero sin superar lo que Landau lograba en la cinta
de Allen) y cuando empezábamos a temer (o llevábamos un tiempo haciéndolo) que,
como tantos otros antes y después, se quedase para aportar categoría, oficio,
dignidad interpretativa, un mínimo de calidad a filmes que no le merecían o
apareciendo en títulos bien recibidos sólo en círculos minoritarios, el mejor
Tim Burton posible le entregó todo un regalo (envenenado, porque el reto era de
altura y podía haberse quedado en lo risible, en la mera imitación, en un
esperpento -aunque sea algo impensable viniendo de Landau-) y rubricó la
leyenda con el Bela Lugosi que da la réplica a un no menos espléndido Johnny
Depp en Ed Wood (1994).
Y esta vez sí, no quedó otra, la Academia recompensó su excelsitud con
el Oscar al mejor actor secundario del año.
¡Y qué maravilla verle tan sinceramente emocionado, tan feliz, tan
caballero siempre! No puedo terminar este breve pero emocionado recordatorio de
un actor al que, por tantas razones, nunca olvidaré sin detenerme en la que me
parece una de sus interpretaciones más sensibles, logrando ríos de lágrimas con
apenas un gesto (y a veces ni eso: sólo con la mirada), merendándose a su
compañero (y sin pretenderlo en plan abusón o ególatra: es que de donde no hay
no se puede sacar), ese Jim Carrey empeñado en demostrar que era actor
dramático (lo de cómico lo discutimos en otro momento). Me refiero a The Majestic (2001), la fallida (por
alargada) película de Frank Darabont.
Y se nota el impacto conseguido en varias generaciones de espectadores a
lo largo de tantos años de trabajo y dedicación al constatar las múltiples muestras
de cariño, las emociones expresadas, el eterno agradecimiento traducido en
vídeos, mensajes, declaraciones, infinidad de tributos que, en realidad, son
una celebración, un homenaje a quien nos hizo espectadores, a quien alegró
tantas horas, a quien nos ayudó a imaginar, a quien aprendimos a respetar y
querer como algo natural, como sólo puede hacerse con aquellos que engrandecen
su profesión. ¿Qué nos van a contar a los que crecimos teniéndole por nuestro
capitán? ¡Salve, Martin Landau!
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