TÍTULO ORIGINAL: Mud DIRECCIÓN:
Jeff Nichols GUIÓN: Jeff Nichols MÚSICA: David Wingo FOTOGRAFÍA: Adam Stone
MONTAJE: Julie Monroe REPARTO: Matthew McConaughey, Tye Sheridan, Sam Shepard,
Jacob Lofland, Reese Witherspoon, Sarah Paulson, Michael Shannon
El eterno proceso de aprendizaje que supone vivir (esa tarea que se hace
sin manual de instrucciones) siempre ha servido como inspiración para literatos
y cineastas, centrándose especialmente en el paso de la niñez a la adolescencia
y de ésta a la edad adulta, por constituir los procesos de transformación más
marcados del ser humano, aunque cada quien los experimenta a una edad, en un
momento concreto, propiciados por un suceso que marca su devenir, es una
sensación (y una realidad) muy íntima y personal que, no obstante, puesta en
común con la de otros suele tener concomitancias, lugares comunes,
descubrimientos o epifanías, decepciones o logros semejantes. Desde nuestro
Lázaro de Tormes hasta el Bel Ami de
Maupassant, pasando por El guardián entre
el centeno de Sallinger y los niños de El
señor de las moscas de Golding, la enumeración de ejemplos podría llevarnos
horas y lo mismo puede decirse si nos centramos exclusivamente en lo
cinematográfico; en el caso que ahora nos ocupa, al margen de recurrir al
inevitable y maravilloso referente de Mark Twain (sus prodigiosas criaturas,
Tom Sawyer y Huckleberry Finn, son indisociables del verano, el río, el
coqueteo con el delito, la querencia por ayudar al desposeído aunque cometa
acciones ilegales), Mud nos lleva
directamente a la evocación de los textos en que Stephen King fabula sobre su
adolescencia o la de los personajes que inventa, y que está grabada a fuego en
la memoria colectiva sobre todo gracias a la estimulante adaptación que llevó a
cabo un Rob Reiner en plena forma en esa joyita titulada Cuenta conmigo (1986), apabullante en su sencillez, en su economía
de recursos, en saber narrar como la contasen los chavales en primera persona.
Ése, entre otros, es uno de los mayores problemas del filme que ahora
nos ocupa: Jeff Nichols quiere dejar clara su autoría, su visión, su manera de entender
el cine, y no consiente que la película se impregne de la ingenuidad, de los
interrogantes, de las dudas, de los miedos, del afán de aventura del
protagonista, cuyo punto de vista el que nos introduce en la historia para
luego ser abandonado en muchas ocasiones, cuando hubiera sido más desasosegante
y dramáticamente adecuado no ser testigos de ciertas escenas, quedarnos en la
penumbra, en el desconcierto, en el desconocimiento, en la frontera entre lo
imaginado o supuesto y lo constatable; eligiendo un tema, un escenario, una
tradición como la que hemos señalado, Nichols hace una utilización perversa de
la misma en el sentido de ponerse por encima, parecer que la menosprecia,
cuando en realidad cae en todos los tópicos, pero intentando darles una pátina
que lo distinga, no queriendo resultar convencional y deviniendo en lo
superficial e incluso falso. No tiene que haber ningún complejo en seguir la
senda marcada por un maestro como Robert Mulligan (todo lo contrario: hay mucho
que aprender de él, aunque es muy complicado estar a su altura), la
sensibilidad demostrada en dos cintas imprescindibles: la contundente y
magistral Matar un ruiseñor (1962) –con
un Gregory Peck legendario- y la bellísima Verano
del 42 (1971), dos maneras prodigiosas de acercarse al sentir de un joven
corazón en plenitud de latidos; obviamente, Mud
tiene más puntos en común con la primera, esa lírica y realista adaptación
de la impresionante novela de Harper Lee, nacida de sus recuerdos y que parece
escrita por una niña, esa permanente mirada sobre el progenitor (ambos en el
caso de la cinta de Nichols), esa curiosidad sin fin, ese acercarse a una
persona que los demás rechazan o consideran peligrosa.
Y aquí llegamos a otro de los errores más palmarios: el personaje que da
nombre a la película, ese que debería resultar ambiguo pero irresistible,
amenazante pero atractivo (al modo en que Stevenson dibujaba a John Silver en La isla del tesoro), resulta monocorde,
plano, unidimensional, sin profundidad, sin recovecos (por mucho que se empeñe
el autor en proporcionar datos que se acumulan y no dejar de ser de lo más
vulgares y manidos), en gran parte debido al actor que lo encarna: Matthew
McConaughey, al que de un tiempo a esta parte hay un empeño en convertir y
reconocer como el gran intérprete que, título tras título, demuestra no ser. A
pesar de haber dejado atrás cierta tendencia a la mueca y su propensión a lo
desaforado (que reaparece a la mínima, como puede comprobarse en Magic Mike (2012) o El chico del periódico (2012), aunque parece que algo mejor
canalizada que antaño), no deja de ser más que un físico y una pose chulesca, sin
hondura, con escasa capacidad para expresar emociones, sin profundizar en las
facetas, en los matices, en los diferentes tonos de un personaje que, para
colmo, tiene carencias desde el guión, desde la manera en que está escrito, al
igual que el resto, importándonos muy poco por qué o de quién se esconde, si cuenta la verdad a los chavales o qué le lleva a comportarse como lo hace. Tye Sheridan, quien carga sobre sus delgados hombros con el
peso de la cinta, demuestra facultades y capacidades que merecen un mejor
cometido (al menos puede abandonar el gesto de estupor e iluminación que
Terence Mallick exigió a todos sus actores para El árbol de la vida (2011)), Sam Shepard poco puede hacer con los
rudimentos que le entregan y Reese Witherspoon, quien transpira verdad en cada
aparición, quien aporta unos ojos cansados, un caminar dolorido, un paso
cansino, no tiene oportunidad de volver a dejar clara su excelencia, su
grandeza, la demostrada en Election (1999),
la que transformó un producto tan vacuo como Una rubia muy legal (2001) en algo digno de recuerdo, la que estuvo
por encima de los errores de dirección en La
feria de las vanidades (2004), la que a pesar de James Mangold lograba
buenos momentos –y ganaba un Oscar no demasiado justo- en En la cuerda floja (2005), la que deseamos volver a disfrutar muy
pronto.
La mayor rémora de Mud es,
como decíamos, su director y guionista, quien parece empeñado en reinventar
cada género que acomete (ya aburrió a las plateas con su particular manera de
entender las películas de catástrofes en Take
Shelter (2011); en España no pudimos ver su ópera prima, Shotgun Stories (2007), promocionada
como thriller), dejando a un lado lo que debería primar, lo que debería ser su
material de trabajo, es decir, las emociones, lo humano, lo que toque el
corazón, lo que conmueva, lo que haga a un espectador partícipe de lo que se
está narrando (y, para remate, tiende a dirigir con mesura, recreándose,
alargando las secuencias, necesitando algo más de dos horas para lo que, visto
lo visto, puede contarse en menos –regresemos a Cuenta conmigo: apenas necesita 90 minutos y nos deja una huella
indeleble). Y, en realidad, al final tropieza en las mismas piedras, muchas de las cuales siembra él mismo, haciendo malas elecciones y recurriendo a soluciones que se han quedado más antiguas que las películas de las que quiere distanciarse.
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