miércoles, 18 de septiembre de 2013

"MUD": PORQUE EL MUNDO LE HIZO ASÍ


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Mud DIRECCIÓN: Jeff Nichols GUIÓN: Jeff Nichols MÚSICA: David Wingo FOTOGRAFÍA: Adam Stone MONTAJE: Julie Monroe REPARTO: Matthew McConaughey, Tye Sheridan, Sam Shepard, Jacob Lofland, Reese Witherspoon, Sarah Paulson, Michael Shannon


   El eterno proceso de aprendizaje que supone vivir (esa tarea que se hace sin manual de instrucciones) siempre ha servido como inspiración para literatos y cineastas, centrándose especialmente en el paso de la niñez a la adolescencia y de ésta a la edad adulta, por constituir los procesos de transformación más marcados del ser humano, aunque cada quien los experimenta a una edad, en un momento concreto, propiciados por un suceso que marca su devenir, es una sensación (y una realidad) muy íntima y personal que, no obstante, puesta en común con la de otros suele tener concomitancias, lugares comunes, descubrimientos o epifanías, decepciones o logros semejantes. Desde nuestro Lázaro de Tormes hasta el Bel Ami de Maupassant, pasando por El guardián entre el centeno de Sallinger y los niños de El señor de las moscas de Golding, la enumeración de ejemplos podría llevarnos horas y lo mismo puede decirse si nos centramos exclusivamente en lo cinematográfico; en el caso que ahora nos ocupa, al margen de recurrir al inevitable y maravilloso referente de Mark Twain (sus prodigiosas criaturas, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, son indisociables del verano, el río, el coqueteo con el delito, la querencia por ayudar al desposeído aunque cometa acciones ilegales), Mud nos lleva directamente a la evocación de los textos en que Stephen King fabula sobre su adolescencia o la de los personajes que inventa, y que está grabada a fuego en la memoria colectiva sobre todo gracias a la estimulante adaptación que llevó a cabo un Rob Reiner en plena forma en esa joyita titulada Cuenta conmigo (1986), apabullante en su sencillez, en su economía de recursos, en saber narrar como la contasen los chavales en primera persona.

   Ése, entre otros, es uno de los mayores problemas del filme que ahora nos ocupa: Jeff Nichols quiere dejar clara su autoría, su visión, su manera de entender el cine, y no consiente que la película se impregne de la ingenuidad, de los interrogantes, de las dudas, de los miedos, del afán de aventura del protagonista, cuyo punto de vista el que nos introduce en la historia para luego ser abandonado en muchas ocasiones, cuando hubiera sido más desasosegante y dramáticamente adecuado no ser testigos de ciertas escenas, quedarnos en la penumbra, en el desconcierto, en el desconocimiento, en la frontera entre lo imaginado o supuesto y lo constatable; eligiendo un tema, un escenario, una tradición como la que hemos señalado, Nichols hace una utilización perversa de la misma en el sentido de ponerse por encima, parecer que la menosprecia, cuando en realidad cae en todos los tópicos, pero intentando darles una pátina que lo distinga, no queriendo resultar convencional y deviniendo en lo superficial e incluso falso. No tiene que haber ningún complejo en seguir la senda marcada por un maestro como Robert Mulligan (todo lo contrario: hay mucho que aprender de él, aunque es muy complicado estar a su altura), la sensibilidad demostrada en dos cintas imprescindibles: la contundente y magistral Matar un ruiseñor (1962) –con un Gregory Peck legendario- y la bellísima Verano del 42 (1971), dos maneras prodigiosas de acercarse al sentir de un joven corazón en plenitud de latidos; obviamente, Mud tiene más puntos en común con la primera, esa lírica y realista adaptación de la impresionante novela de Harper Lee, nacida de sus recuerdos y que parece escrita por una niña, esa permanente mirada sobre el progenitor (ambos en el caso de la cinta de Nichols), esa curiosidad sin fin, ese acercarse a una persona que los demás rechazan o consideran peligrosa.

   Y aquí llegamos a otro de los errores más palmarios: el personaje que da nombre a la película, ese que debería resultar ambiguo pero irresistible, amenazante pero atractivo (al modo en que Stevenson dibujaba a John Silver en La isla del tesoro), resulta monocorde, plano, unidimensional, sin profundidad, sin recovecos (por mucho que se empeñe el autor en proporcionar datos que se acumulan y no dejar de ser de lo más vulgares y manidos), en gran parte debido al actor que lo encarna: Matthew McConaughey, al que de un tiempo a esta parte hay un empeño en convertir y reconocer como el gran intérprete que, título tras título, demuestra no ser. A pesar de haber dejado atrás cierta tendencia a la mueca y su propensión a lo desaforado (que reaparece a la mínima, como puede comprobarse en Magic Mike (2012) o El chico del periódico (2012), aunque parece que algo mejor canalizada que antaño), no deja de ser más que un físico y una pose chulesca, sin hondura, con escasa capacidad para expresar emociones, sin profundizar en las facetas, en los matices, en los diferentes tonos de un personaje que, para colmo, tiene carencias desde el guión, desde la manera en que está escrito, al igual que el resto, importándonos muy poco por qué o de quién se esconde, si cuenta la verdad a los chavales o qué le lleva a comportarse como lo hace. Tye Sheridan, quien carga sobre sus delgados hombros con el peso de la cinta, demuestra facultades y capacidades que merecen un mejor cometido (al menos puede abandonar el gesto de estupor e iluminación que Terence Mallick exigió a todos sus actores para El árbol de la vida (2011)), Sam Shepard poco puede hacer con los rudimentos que le entregan y Reese Witherspoon, quien transpira verdad en cada aparición, quien aporta unos ojos cansados, un caminar dolorido, un paso cansino, no tiene oportunidad de volver a dejar clara su excelencia, su grandeza, la demostrada en Election (1999), la que transformó un producto tan vacuo como Una rubia muy legal (2001) en algo digno de recuerdo, la que estuvo por encima de los errores de dirección en La feria de las vanidades (2004), la que a pesar de James Mangold lograba buenos momentos –y ganaba un Oscar no demasiado justo- en En la cuerda floja (2005), la que deseamos volver a disfrutar muy pronto.

   La mayor rémora de Mud es, como decíamos, su director y guionista, quien parece empeñado en reinventar cada género que acomete (ya aburrió a las plateas con su particular manera de entender las películas de catástrofes en Take Shelter (2011); en España no pudimos ver su ópera prima, Shotgun Stories (2007), promocionada como thriller), dejando a un lado lo que debería primar, lo que debería ser su material de trabajo, es decir, las emociones, lo humano, lo que toque el corazón, lo que conmueva, lo que haga a un espectador partícipe de lo que se está narrando (y, para remate, tiende a dirigir con mesura, recreándose, alargando las secuencias, necesitando algo más de dos horas para lo que, visto lo visto, puede contarse en menos –regresemos a Cuenta conmigo: apenas necesita 90 minutos y nos deja una huella indeleble). Y, en realidad, al final tropieza en las mismas piedras, muchas de las cuales siembra él mismo, haciendo malas elecciones y recurriendo a soluciones que se han quedado más antiguas que las películas de las que quiere distanciarse.

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