TÍTULO ORIGINAL: Au cul du loup
DIRECCIÓN: Pierre Duculot GUIÓN: Pierre Duculot FOTOGRAFÍA: Hichame Alaouié
MONTAJE: Susana Rossberg, Virginie Messiaen REPARTO: Christelle Cornil,
François Vincentelli, Marijke Pinoy, Jean-Jacques Rausin, Pierre Niesse,
Roberto Dórazio
Una y mil veces conviene recordar aquella obra maestra de Adolfo
Aristarain que sirve para titular esta crítica, en primer lugar porque es una
de las cintas más estimulantes, esplendorosas y honestas que uno puede
encontrar y porque contiene alguna de las interpretaciones más escalofriantes
(especialmente la de Cecilia Roth) que recuerda, y en segundo porque su
aliento, su impulso, la verdadera historia que narra, lo que flota en su
espíritu, lo que llevan los personajes como bandera, es ese anhelo (más o menos
notorio, más o menos consciente, pero tan reconocible y humano) de lograr
encontrar ese sitio que sentimos como nuestro, algo que no se circunscribe sólo
a lo físico, al escenario, a lo tangible, sino que habla de esa sensación tan
placentera (y tan difícil de hallar, tan inasible, tan escurridiza, tan frágil,
tan en ocasiones guadianesca) de sentirnos bien, como pieza encajada en su
sitio, de experimentar la plenitud, la satisfacción de haber encontrado la
meta, incluso sin saber que era ésa, sólo reconociéndola al cruzarla, al
instalarnos en ese punto (que la mayor parte de las veces es fundamentalmente
anímico) que es el nuestro sin ningún género de dudas. Algo similar le sucede a
la protagonista de Una casa en Córcega,
y aunque sea el conocimiento de ésta lo que le da la clave, el auténtico
pistoletazo de salida para encarar su vida, para coger las riendas, son todas
las emociones que le despierta el lugar, es el diálogo consigo misma que
propicia conocer las piedras que fueron confidentes de los sentimientos y
vivencias de su abuela lo que le hace despertar y percatarse de que es ahora
cuando puede, debe y quiere empezar a vivir de verdad.
Lo que hubiera podido ser uno de esos ejercicios intelectuales e
introspectivos que tan caros le son al cine francés resulta una agradable
comedia con los tintes sombríos y melancólicos necesarios, con la ambivalencia
que tiñe cualquier acontecimiento por nimio que resulte, reflejando lo
rutinario y cansino de lo cotidiano sin recrearse en planos inacabables y
estáticos, que Pierre Duculot sabe conducir con solvencia y buen tono para
conseguir que el espectador se sienta partícipe de la aventura íntima y
personal de su protagonista, la cual al contar con los rasgos y la contención
de Christelle Cornil, logra resultar alguien a quien deseamos proteger,
comprender y ayudar. Sin abusar de la comicidad, del absurdo, de su lado
infantil ni de su condición de víctima, sin exacerbar todo lo que podría
convertirla en alguien estrambótico, desquiciado y desquiciante, irritante, con
una ingenuidad honesta y al mismo tiempo con un olfato muy sensible para
detectar la veta más rica, la actriz plasma un enorme abanico de registros,
tonos y emociones sin que en apariencia resulte notorio, es una auténtica
maestra de lo sutil y su mirada es un océano en que tiene cabida la variación
de ánimo más imperceptible, hecha realidad gracias a su talento.
Sin evitar ni alejarse de ciertos lugares comunes o de situaciones
convertidas en tópicos después de tantas historias similares, el guión narra la
historia a base de escenas en ocasiones muy cortas, de sugerencias, de
silencios, confiando el director (no en vano firma también el libreto) en los
materiales que maneja, aplicando su experiencia como documentalista para
convertir el paisaje en un personaje más, en una manera de hablar y definir a
los humanos, en una influencia a la que no pueden ni quieren resistirse, en la
explicación de sus actuaciones (esas que tantas veces somos incapaces de
comprender –y nos referimos más a las propias que a las ajenas, aunque la frase
sirve para ambas-), Córcega no es un mero escenario sino el núcleo de la trama,
el personaje más interesante, el que da auténtica entidad y sentido a la cinta.
Tras un arranque muy prometedor y divertido, una vez el tono se va
ensombreciendo (en realidad, variando, potenciando otras facetas, reajustándose
a las transformaciones interiores de la protagonista), la película llega a un
punto en que parece detenerse, en que está a punto de convertirse en algo
críptico al modo de Antonioni, pero llegará una inyección vital en forma de
visita, la recuperación de la figura del padre como eje de la historia, todo un
hallazgo por la sencillez con que se expone y el entrelineado que conlleva
(pocas veces el roce de un dedo dijo tanto, no en muchas ocasiones un suspiro
es capaz de contener tantos significados).
Película vitalista, pero por encima de todo emotiva, sincera, auténtica,
equilibrada y con una actriz que transmite bondad, humanidad y capacidad de
comprensión, sin perder de vista su lado revolucionario, ese que le hará, sin
gritos (al menos por su parte), sin deseos de fastidiar, sólo porque así lo
siente, dar un vuelco necesario a su vida, dejar atrás las rémoras que le
impedían ser ella misma, salirse del esquema al que los de su entorno la
reducían, recoger las miguitas que fue sembrando su abuela, ser fiel a su
espíritu y, de paso, encontrar un lugar en el que, al menos, sentir que vive
por ella, no de acuerdo a lo que imponen otros, sin tener que dar explicaciones
ni reprocharse su inacción. (P.D.: Y si alguien considera que el título de este
escrito no es de muy bien gusto, aclaremos que la expresión coloquial que
interrumpe la referencia a Adolfo Aristarain es la traducción literal y sin
paños calientes del título original y habla del desprecio que sienten los demás
por la actitud de la protagonista cuando recibe su herencia -¿Por qué
preocuparse por una casa que está allí mismo (o sea, en el culo del mundo)?
¡Véndela y punto!-).
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