viernes, 6 de septiembre de 2013

"UNA CASA EN CÓRCEGA": UN LUGAR EN EL (CULO DEL) MUNDO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Au cul du loup DIRECCIÓN: Pierre Duculot GUIÓN: Pierre Duculot FOTOGRAFÍA: Hichame Alaouié MONTAJE: Susana Rossberg, Virginie Messiaen REPARTO: Christelle Cornil, François Vincentelli, Marijke Pinoy, Jean-Jacques Rausin, Pierre Niesse, Roberto Dórazio

 

   Una y mil veces conviene recordar aquella obra maestra de Adolfo Aristarain que sirve para titular esta crítica, en primer lugar porque es una de las cintas más estimulantes, esplendorosas y honestas que uno puede encontrar y porque contiene alguna de las interpretaciones más escalofriantes (especialmente la de Cecilia Roth) que recuerda, y en segundo porque su aliento, su impulso, la verdadera historia que narra, lo que flota en su espíritu, lo que llevan los personajes como bandera, es ese anhelo (más o menos notorio, más o menos consciente, pero tan reconocible y humano) de lograr encontrar ese sitio que sentimos como nuestro, algo que no se circunscribe sólo a lo físico, al escenario, a lo tangible, sino que habla de esa sensación tan placentera (y tan difícil de hallar, tan inasible, tan escurridiza, tan frágil, tan en ocasiones guadianesca) de sentirnos bien, como pieza encajada en su sitio, de experimentar la plenitud, la satisfacción de haber encontrado la meta, incluso sin saber que era ésa, sólo reconociéndola al cruzarla, al instalarnos en ese punto (que la mayor parte de las veces es fundamentalmente anímico) que es el nuestro sin ningún género de dudas. Algo similar le sucede a la protagonista de Una casa en Córcega, y aunque sea el conocimiento de ésta lo que le da la clave, el auténtico pistoletazo de salida para encarar su vida, para coger las riendas, son todas las emociones que le despierta el lugar, es el diálogo consigo misma que propicia conocer las piedras que fueron confidentes de los sentimientos y vivencias de su abuela lo que le hace despertar y percatarse de que es ahora cuando puede, debe y quiere empezar a vivir de verdad.

   Lo que hubiera podido ser uno de esos ejercicios intelectuales e introspectivos que tan caros le son al cine francés resulta una agradable comedia con los tintes sombríos y melancólicos necesarios, con la ambivalencia que tiñe cualquier acontecimiento por nimio que resulte, reflejando lo rutinario y cansino de lo cotidiano sin recrearse en planos inacabables y estáticos, que Pierre Duculot sabe conducir con solvencia y buen tono para conseguir que el espectador se sienta partícipe de la aventura íntima y personal de su protagonista, la cual al contar con los rasgos y la contención de Christelle Cornil, logra resultar alguien a quien deseamos proteger, comprender y ayudar. Sin abusar de la comicidad, del absurdo, de su lado infantil ni de su condición de víctima, sin exacerbar todo lo que podría convertirla en alguien estrambótico, desquiciado y desquiciante, irritante, con una ingenuidad honesta y al mismo tiempo con un olfato muy sensible para detectar la veta más rica, la actriz plasma un enorme abanico de registros, tonos y emociones sin que en apariencia resulte notorio, es una auténtica maestra de lo sutil y su mirada es un océano en que tiene cabida la variación de ánimo más imperceptible, hecha realidad gracias a su talento.

   Sin evitar ni alejarse de ciertos lugares comunes o de situaciones convertidas en tópicos después de tantas historias similares, el guión narra la historia a base de escenas en ocasiones muy cortas, de sugerencias, de silencios, confiando el director (no en vano firma también el libreto) en los materiales que maneja, aplicando su experiencia como documentalista para convertir el paisaje en un personaje más, en una manera de hablar y definir a los humanos, en una influencia a la que no pueden ni quieren resistirse, en la explicación de sus actuaciones (esas que tantas veces somos incapaces de comprender –y nos referimos más a las propias que a las ajenas, aunque la frase sirve para ambas-), Córcega no es un mero escenario sino el núcleo de la trama, el personaje más interesante, el que da auténtica entidad y sentido a la cinta. Tras un arranque muy prometedor y divertido, una vez el tono se va ensombreciendo (en realidad, variando, potenciando otras facetas, reajustándose a las transformaciones interiores de la protagonista), la película llega a un punto en que parece detenerse, en que está a punto de convertirse en algo críptico al modo de Antonioni, pero llegará una inyección vital en forma de visita, la recuperación de la figura del padre como eje de la historia, todo un hallazgo por la sencillez con que se expone y el entrelineado que conlleva (pocas veces el roce de un dedo dijo tanto, no en muchas ocasiones un suspiro es capaz de contener tantos significados).

   Película vitalista, pero por encima de todo emotiva, sincera, auténtica, equilibrada y con una actriz que transmite bondad, humanidad y capacidad de comprensión, sin perder de vista su lado revolucionario, ese que le hará, sin gritos (al menos por su parte), sin deseos de fastidiar, sólo porque así lo siente, dar un vuelco necesario a su vida, dejar atrás las rémoras que le impedían ser ella misma, salirse del esquema al que los de su entorno la reducían, recoger las miguitas que fue sembrando su abuela, ser fiel a su espíritu y, de paso, encontrar un lugar en el que, al menos, sentir que vive por ella, no de acuerdo a lo que imponen otros, sin tener que dar explicaciones ni reprocharse su inacción. (P.D.: Y si alguien considera que el título de este escrito no es de muy bien gusto, aclaremos que la expresión coloquial que interrumpe la referencia a Adolfo Aristarain es la traducción literal y sin paños calientes del título original y habla del desprecio que sienten los demás por la actitud de la protagonista cuando recibe su herencia -¿Por qué preocuparse por una casa que está allí mismo (o sea, en el culo del mundo)? ¡Véndela y punto!-).   

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