sábado, 26 de octubre de 2013

MANOLO ESCOBAR: ¡EN QUÉ PAÍS VIVIMOS!


 


   Debo comenzar por donde tantas veces para glosar la figura de Manolo Escobar: desde que tengo uso de razón (en realidad, desde antes de yo nacer), fue el cantante favorito de la tía Carmen, compartiendo podio con Alberto Cortez (otro de los descubrimientos y admiraciones que a ella le debo); por eso conozco tantas canciones que no son de las que más han sonado o calado en el público, que no son las que más han perdurado o las que se evocan nada más escuchar su nombre, por eso soy más seguidor de ese Manolo Escobar que de aquel que interpreta éxitos mundiales que incluso se han transformado en himnos, por eso siempre he defendido su timbre, su dicción, su señorío, su elegancia: porque más allá de Mi carro, El Porompompero o Que viva España (canciones pegadizas, emblemáticas, inolvidables), mis primeros recuerdos se asocian a Espigas y amapolas (sigue siendo una de mis preferidas dentro de su inmenso repertorio, una tonada que interpreta con hondura, presencia, rotundidad, pero con su buen gusto característico, respirando, paladeando la letra, sin requiebros innecesarios o abigarramientos a deshora –y unos versos que me llamaron la atención aunque no los comprendiese del todo y que ahora rubrico: “Cariño, cariño mío, / no hagas caso de la gente, / que es más chiquitito el río, / que es más chiquitito el río / que el rumor de la corriente”), Platero, tú y yo (y así me enteré de que había un burro pequeño, peludo, suave, obra de un Premio Nobel, lectura obligatoria en el colegio –y que el “tú” de la canción era un añadido para personalizar el asunto: “En Andalucía hay muchos Plateros, / todos son poetas, todos son muy buenos, / y a ti, vida mía, te voy a regalar / un burro Platero para caminar. / Y siempre juntitos iremos los tres, / recorriendo el mundo con nuestro querer: / Platero y tú, Platero y yo. / ¡Qué hermosa es la vida si canta el amor! / Platero, tú y yo”), Arremángate (¡Qué picarón aquello de “arremángate, arremángate, niña, tu vestío. / Arremángate, arremángate al pasar el río. / Arremángate, arremángate, arremángate, / pero ten mucho cuidao que por debajo te van a ver”!) y así podría seguir enumerando no sé cuántas más que tarareaba con la tía (Horóscopo, El golfillo de mi barrio, Hasta luego, La ruleta), incluyendo sus villancicos (tanto su versión de Los peces en el río como los que conocí en su voz –Cornetín y tambor, Todo para el Niño-).

   Del mismo modo, pensar en uno de los teatros que más quiero de Madrid, el Calderón (sí, sí, ya sé que ahora se denomina de otra manera pero me hago mayor y mi memoria inmediata flaquea), es emocionarme al recordarme en una de sus butacas (tuvo que ser la primera vez que fui espectador en esa platea) junto a la tía, mi abuela (que también era una ferviente seguidora del artista de Almería), Toñi (una amiga íntima de la tía, una gran mujer que su fue demasiado pronto, guardándose el dolor, la miseria, la podredumbre que la droga siembra en una familia, ocultando la adicción de su hijo hasta que le estalló el cerebro, intentando que nadie pudiera condenar a su ojito derecho) y su hija Virginia (algo más pequeña que yo), dispuestos a aplaudir a Manolo Escobar en uno de aquellos espectáculos que alternaban al cabeza de cartel con números cómicos y otros artistas (no podría concretar el año, pero no más allá de 1976, 77 como mucho). Y también recuerdo sus películas, por supuesto, no faltaban en aquellos cines de sesión continua, combinadas con alguna de aventuras o de risa o de Terence Hill y Bud Spencer o vaya usted a saber, porque los emparejamientos eran de lo más insólitos (daba igual: lo veíamos todo, nos apetecía todo y era una oferta irresistible ver Convoy (1978) de Peckinpah junto a El alegre divorciado de Martínez Soria o combinar –eso ya fue en los 80- El currante (1983) de Andrés Pajares con Viaje alucinante (1966) de Richard Fleischer; con decir que el estreno de Chispita y sus gorilas (1982) –había gran expectación por ver en cine al Tito y El Piraña de la serie Verano azul- compartió cartelera con el Ivanhoe (1952) en que coincidieron los dos Taylor, Robert y Elizabeth –“no son hermanos”, me explicó la tía Carmen-, queda muy claro que no había ningún tipo de criterio a la hora de seleccionar las películas y eso que salimos ganando los espectadores del momento). Títulos como Pero… ¿en qué país vivimos? (1967), que se reponían año tras año y que siempre gozaban del favor del público (de hecho, han sido necesarios varios Torrentes, Lo imposible, Los otros y algunos más para desbancar a la citada y alguna más con Manolo Escobar al frente del reparto de la lista de películas españolas más taquilleras de la historia); como en otras ocasiones me he lamentado, envidio a Francia por su defensa de lo que consideran sin ningún tipo de rubor “glorias nacionales”, dando a cada quien su lugar, reconociendo el éxito, los méritos, el papel jugado, sin menospreciar ni tildar de populachero, alternando lo intelectual con lo más mundano, encumbrando a Louis de Funes, Christian Clavier, comedias paródicas, de brocha gorda, cualquiera que engorda las arcas del cine patrio.

   Aunque, del mismo modo que digo una cosa, debo reconocer que estoy gratamente sorprendido porque el reconocimiento a la obra, la entrega al trabajo, la figura de Manolo Escobar ha sido prácticamente unánime y por fortuna han quedado acalladas las cuatro voces que, llegados a este punto, han de hablar de lo rancio, lo trasnochado, lo reduccionista, lo leal a no sé quién, los que hacen una relectura interesada (y errónea), sin ser capaces de poner a remojar sus barbas al ver cómo ha habido tanto “moderno” que ha pasado a la historia (no por su trascendencia, sino por todo lo contrario: porque cuesta recordar su existencia) mientras que aquellos a los que ellos niegan el pan y la sal permanecen porque son tradición, cultura, herencia, vigencia, eternidad –es pedir peras al olmo rogarles que escuchen letras como las de Lola Puñales, Candelaria la del Puerto, Y, sin embargo, te quiero, antes de acusar al género de lo que no es-. Y, por eso, en una gala de los Goya en que Manolo Escobar estuvo como invitado, cuando alguno de mis colegas dijo “¿qué pinta éste aquí?”, salté como un resorte “tal vez viene a por el Goya de Honor, para el que ha hecho más méritos que muchos de los presentes”, el mismo que le negaron a Sara Montiel, a Aurora Bautista, a Alberto Closas, a tantos que en otros países no tendrían problemas para recoger todo tipo de galardones (aunque no lo comparta, aplaudo a Hollywood por otorgar uno de los Oscar honoríficos de la próxima edición a Steve Martin, recompensando así una trayectoria con varios taquillazos y a un personaje muy querido por aquellos lares).    

   Y tuve la ocasión de entrevistarle, en ese tiempo maravilloso en que Miguel Ángel Yáñez y un servidor conseguimos que Cita a las dos  devolviese a Radio Intercontinental algo de su brillo pasado (feo está que yo lo diga, pero la nómina de invitados habla por nosotros –sólo Álvaro Luis, con Caliente y frío, la igualaba o superaba, pero él invitaba a cenar y nuestro presupuesto no daba para tanto-); y Manolo llegaba con su CD Contemporáneo bajo el brazo, nos dijeron que sólo podía estar una media hora o así porque tenía otro compromiso, pero generoso como siempre fue, gran profesional, excelente compañero, admirador de todo el mundo (resulta complicado encontrar a alguien que pueda contar algo malo sobre él), se dejó envolver por la dinámica del programa, se divirtió con las ocurrencias de Miguel Ángel, se emocionó cuando le conté lo del teatro Calderón, se maravilló de lo mucho que sabíamos sobre él, agradeció el sincero cariño y profundo respeto que nos inspiraba, y cuando llegó el momento de irse, cuando le recordaron la siguiente cita, preguntó a sus acompañantes “¿con quién hemos quedado? ¿Con mi hermano, no? Y él está en mi casa, o sea, que le atienden, estará tan tranquilo, puede esperar sentado y así no se cansa” –todo esto, claro, a micrófono cerrado mientras sonaba uno de sus temas-; por lo tanto, se quedó todo el programa, incluso participó en un concurso que hacíamos y, al confesar la oyente agraciada que era su cumpleaños, Manolo no se lo pensó dos veces y le regaló un espléndido Cumpleaños feliz. Quise repetir la experiencia años después, pero ya estaba muy mermado de salud, no pudo venir al estudio, y la charla telefónica no tuvo el brío que seguía conservando en escena, el poderío que supo mantener hasta el último concierto. Por encima de todo, al margen de la banda sonora particular, de mi vinculación personal, recodaré su voz redonda, limpia, contundente, exquisita, su elegancia como artista y como persona y reivindicaré el lugar que merece, el que sin duda tiene en tantos corazones, el que le corresponde por derecho propio.     

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