TÍTULO ORIGINAL: L´écume des jours
DIRECCIÓN: Michel Gondry GUIÓN: Michel Gondry, Luc Bossi (basado en la novela
homónima de Boris Vian) MÚSICA: Etienne Charry FOTOGRAFÍA: Christophe Beaucarne
MONTAJE: Charlotte Moreau REPARTO: Romain Duris, Audrey Tatou, Gad Elmaleh,
Omar Sy, Aïssa Maïga, Charlotte Le Bon
Boris Vian es uno de esos autores un tanto inabarcables que rompen el
esquematismo de cualquier adjetivación o clasificación porque su obra es muy ecléctica,
caleidoscópica, ambigua, polifónica, multidisciplinar, y su trascendencia depende
mucho del receptor, de su ánimo, de su conocimiento, de sus inquietudes, de su
momento, ya que acepta muchas interpretaciones, es de una riqueza tal que
todavía hoy en día no es comprendido ni valorado como merece, quedándose la
consideración que a veces recibe muy en la superficie, en lo más ostentoso, en
la espuma (nunca mejor dicho), en lo más elemental, en etiquetas como “provocador”,
“transgresor” (que le cuadran, pero si las llenamos de contenido y propician el
análisis). Centrándonos en su prosa, podemos decir que es muy vivaz, torrencial,
pródiga en imágenes y hallazgos, arrebatadoramente sugerente, certera, pasando
con suma facilidad y sin quebrar la voz narrativa (antes al contrario,
enriqueciéndola y expandiéndola) de lo extremadamente poético a lo brutalmente
prosaico, de lo onírico a lo terrenal, de lo evocador a lo lapidario; es un
escritor de recursos inagotables que nunca se refrena, que da rienda suelta a
su imaginación, que provoca carcajadas estruendosas y puede llegar a
congelarnos la sonrisa, que nos acaricia el alma y estruja el corazón según
convenga a sus intenciones, que sublima lo esperpéntico, que da categoría al
absurdo, que se fija en lo más secundario para crear un universo propio que, en
lo más elemental, en los sentimientos, en los comportamientos, podemos
reconocer como propio. Al igual que sucede con el realismo mágico, con esa
perfecta unión entre lo tangible y lo espiritual que podemos encontrar en Juan
Rulfo, García Márquez, Álvaro Cunqueiro o Toni Morrison, resulta muy complejo,
una tarea titánica, traducir a imágenes un universo que invita a cada uno a
soñar, a recrear, a incorporarse (así, por desgracia, debemos recordar muchos
intentos fallidos en este sentido –tal vez el más clamoroso sea La casa de los espíritus (1993), a pesar
de contar con unos poderosos Jeremy Irons y Glenn Close; Beloved (1998), con un Jonathan Demme desubicado y una Thandie
Newton agotando todo su repertorio de muecas- y pocos aciertos –Alfonso Arau
mejoró la novela de su esposa, Laura Esquivel, en Como agua para chocolate (1992)-).
Parecía inevitable que alguien como Michel Gondry, con la veneración
crítica y la aureola de artista total que le rodea, quisiera demostrar por
enésima vez lo que se le antoja inagotable caudal de ideas, intentase ajustar
las costuras a Vian para llevárselo a su terreno y que, por mucho que uno
recuerde quién es el inspirador, el fabulador, el que diseñó, trenzó,
desarrolló las ideas, el espectador no pueda olvidar que ha vuelto a caer en
las redes (tupidas, abigarradas, fatuas) de un cineasta glorificado por
encadenar ocurrencia tras ocurrencia hasta agotar la paciencia del más pintado
(excepto de aquellos que le aplauden la gracia, la misma, una y otra vez).
Tremendamente popular (entre los seguidores de la cantante y los empeñados en
dotar al formato de algo que le es ajeno) por los videoclips que dirigió para
Björk, Gondry alcanzó las cotas más altas del prestigio por ¡Olvídate de mí! (2004), filme irritante
que no dejaba de ser otra de Jim Carrey (con todo lo que eso conlleva), actor
que sirve para definir lo que el francés (y su compinche Charlie Kaufman,
guionista que, por fortuna, apenas ha aparecido en nuestras pantallas después
de ganar un Oscar por semejante engendro facilón y hueco) suele hacer con sus
películas: una sucesión de muecas, de estridencias, de sinsentidos, un
envoltorio a ratos lucido a ratos reiterativo (el visual, no el de Carrey), un
inane castillo de naipes que se viene abajo a las primeras de cambio por mucha
ampulosidad que se imprima a las imágenes y mucho contenido que se quiera
añadir al guión. Tras rodar algunos de los títulos más ridículos de los últimos
años (y que a otros les hubiesen condenado al ostracismo –Rebobine, por favor (2008) y The
Green Hornet (2011)-), Gondry ha regresado a Francia para ampararse en
Boris Vian e intentar justificar así todos sus desfases, su parafernalia, su
descoque, sus idas y venidas, puesto que, se supone, están en el texto
original.
La baza de utilizar a Audrey Tatou como protagonista va más aún en su
contra, puesto que el cinéfilo no deja de añorar Amelie (2001), en la que Jean-Pierre Jeunet supo extraer lo mejor
de sí mismo y, al modo en que había hecho junto a Marc Caro en Delicatessen (1991), ofrecer una
grandiosa sinfonía de colores, sonidos, hechos insólitos, sorpresas,
conteniéndose cuando era necesario para no crear disonancias, armonizando el
conjunto, atendiendo a la superficie y al fondo, sin olvidar el objetivo
fundamental: contar una historia. Aquí, a pesar de que Boris Vian aporte su
genio (con una obra que, por cierto, no tuvo éxito en vida del autor y que, en
realidad, es más para leerla, para sentirla, que para contarla -es difícil
resumirla en palabras: la propuesta queda en nada al intentar contar la trama,
se trata de lanzarse a la lectura-), Gondry nos presenta una cotidianeidad
llena de artilugios, bailes que estiran las piernas, ratones que se comportan
como los de las películas de Disney, innumerables ocurrencias que se suceden
las unas a las otras hasta provocar hastío porque resultan sólo eso: chispazos,
ingenios que buscan provocar una efímera sorpresa ya que en seguida hay que
atender a lo siguiente, deviniendo el conjunto en una rutina agotadora que
despega al espectador de lo que sucede en la pantalla, a pesar de que Tatou
despliega sus encantos (muy similares, es cierto, a los del personaje que le
dio fama) y que Romain Duris se aplica por ofrecer una imagen desenfadada,
fresca, simpática (es un actor que, en la mayoría de las ocasiones, está muy
por encima de los filmes que interpreta); junto a ellos, Omar Sy dejando claro
que, haga lo que haga, siempre va a ser como el rol que asumió en Intocable (2011) –y que le valió un
César del que nunca se arrepentirán lo suficiente-. Es una auténtica lástima
que el primer (y tal vez único) acercamiento que muchas personas hagan a la
obra de Boris Vian sea a través de esta cinta sin garra, sin pasión, que confía
todo a las gracietas de su director, a lo epatante por lo epatante, a lo que se ve como forzado, como metido con calzador, sólo se aplica en lo visual e incluso en ese terreno
naufraga estrepitosamente al no saber dotar a cada secuencia de auténtica
gracia, del artificio necesario para sorprender y alucinar (detalle que, por
cierto, le viene como anillo al dedo al señor Vian).
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