miércoles, 16 de octubre de 2013

"LA ESPUMA DE LOS DÍAS": CUANDO LO OCURRENTE DEVIENE EN RUTINARIO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: L´écume des jours DIRECCIÓN: Michel Gondry GUIÓN: Michel Gondry, Luc Bossi (basado en la novela homónima de Boris Vian) MÚSICA: Etienne Charry FOTOGRAFÍA: Christophe Beaucarne MONTAJE: Charlotte Moreau REPARTO: Romain Duris, Audrey Tatou, Gad Elmaleh, Omar Sy, Aïssa Maïga, Charlotte Le Bon


   Boris Vian es uno de esos autores un tanto inabarcables que rompen el esquematismo de cualquier adjetivación o clasificación porque su obra es muy ecléctica, caleidoscópica, ambigua, polifónica, multidisciplinar, y su trascendencia depende mucho del receptor, de su ánimo, de su conocimiento, de sus inquietudes, de su momento, ya que acepta muchas interpretaciones, es de una riqueza tal que todavía hoy en día no es comprendido ni valorado como merece, quedándose la consideración que a veces recibe muy en la superficie, en lo más ostentoso, en la espuma (nunca mejor dicho), en lo más elemental, en etiquetas como “provocador”, “transgresor” (que le cuadran, pero si las llenamos de contenido y propician el análisis). Centrándonos en su prosa, podemos decir que es muy vivaz, torrencial, pródiga en imágenes y hallazgos, arrebatadoramente sugerente, certera, pasando con suma facilidad y sin quebrar la voz narrativa (antes al contrario, enriqueciéndola y expandiéndola) de lo extremadamente poético a lo brutalmente prosaico, de lo onírico a lo terrenal, de lo evocador a lo lapidario; es un escritor de recursos inagotables que nunca se refrena, que da rienda suelta a su imaginación, que provoca carcajadas estruendosas y puede llegar a congelarnos la sonrisa, que nos acaricia el alma y estruja el corazón según convenga a sus intenciones, que sublima lo esperpéntico, que da categoría al absurdo, que se fija en lo más secundario para crear un universo propio que, en lo más elemental, en los sentimientos, en los comportamientos, podemos reconocer como propio. Al igual que sucede con el realismo mágico, con esa perfecta unión entre lo tangible y lo espiritual que podemos encontrar en Juan Rulfo, García Márquez, Álvaro Cunqueiro o Toni Morrison, resulta muy complejo, una tarea titánica, traducir a imágenes un universo que invita a cada uno a soñar, a recrear, a incorporarse (así, por desgracia, debemos recordar muchos intentos fallidos en este sentido –tal vez el más clamoroso sea La casa de los espíritus (1993), a pesar de contar con unos poderosos Jeremy Irons y Glenn Close; Beloved (1998), con un Jonathan Demme desubicado y una Thandie Newton agotando todo su repertorio de muecas- y pocos aciertos –Alfonso Arau mejoró la novela de su esposa, Laura Esquivel, en Como agua para chocolate (1992)-).

   Parecía inevitable que alguien como Michel Gondry, con la veneración crítica y la aureola de artista total que le rodea, quisiera demostrar por enésima vez lo que se le antoja inagotable caudal de ideas, intentase ajustar las costuras a Vian para llevárselo a su terreno y que, por mucho que uno recuerde quién es el inspirador, el fabulador, el que diseñó, trenzó, desarrolló las ideas, el espectador no pueda olvidar que ha vuelto a caer en las redes (tupidas, abigarradas, fatuas) de un cineasta glorificado por encadenar ocurrencia tras ocurrencia hasta agotar la paciencia del más pintado (excepto de aquellos que le aplauden la gracia, la misma, una y otra vez). Tremendamente popular (entre los seguidores de la cantante y los empeñados en dotar al formato de algo que le es ajeno) por los videoclips que dirigió para Björk, Gondry alcanzó las cotas más altas del prestigio por ¡Olvídate de mí! (2004), filme irritante que no dejaba de ser otra de Jim Carrey (con todo lo que eso conlleva), actor que sirve para definir lo que el francés (y su compinche Charlie Kaufman, guionista que, por fortuna, apenas ha aparecido en nuestras pantallas después de ganar un Oscar por semejante engendro facilón y hueco) suele hacer con sus películas: una sucesión de muecas, de estridencias, de sinsentidos, un envoltorio a ratos lucido a ratos reiterativo (el visual, no el de Carrey), un inane castillo de naipes que se viene abajo a las primeras de cambio por mucha ampulosidad que se imprima a las imágenes y mucho contenido que se quiera añadir al guión. Tras rodar algunos de los títulos más ridículos de los últimos años (y que a otros les hubiesen condenado al ostracismo –Rebobine, por favor (2008) y The Green Hornet (2011)-), Gondry ha regresado a Francia para ampararse en Boris Vian e intentar justificar así todos sus desfases, su parafernalia, su descoque, sus idas y venidas, puesto que, se supone, están en el texto original.

   La baza de utilizar a Audrey Tatou como protagonista va más aún en su contra, puesto que el cinéfilo no deja de añorar Amelie (2001), en la que Jean-Pierre Jeunet supo extraer lo mejor de sí mismo y, al modo en que había hecho junto a Marc Caro en Delicatessen (1991), ofrecer una grandiosa sinfonía de colores, sonidos, hechos insólitos, sorpresas, conteniéndose cuando era necesario para no crear disonancias, armonizando el conjunto, atendiendo a la superficie y al fondo, sin olvidar el objetivo fundamental: contar una historia. Aquí, a pesar de que Boris Vian aporte su genio (con una obra que, por cierto, no tuvo éxito en vida del autor y que, en realidad, es más para leerla, para sentirla, que para contarla -es difícil resumirla en palabras: la propuesta queda en nada al intentar contar la trama, se trata de lanzarse a la lectura-), Gondry nos presenta una cotidianeidad llena de artilugios, bailes que estiran las piernas, ratones que se comportan como los de las películas de Disney, innumerables ocurrencias que se suceden las unas a las otras hasta provocar hastío porque resultan sólo eso: chispazos, ingenios que buscan provocar una efímera sorpresa ya que en seguida hay que atender a lo siguiente, deviniendo el conjunto en una rutina agotadora que despega al espectador de lo que sucede en la pantalla, a pesar de que Tatou despliega sus encantos (muy similares, es cierto, a los del personaje que le dio fama) y que Romain Duris se aplica por ofrecer una imagen desenfadada, fresca, simpática (es un actor que, en la mayoría de las ocasiones, está muy por encima de los filmes que interpreta); junto a ellos, Omar Sy dejando claro que, haga lo que haga, siempre va a ser como el rol que asumió en Intocable (2011) –y que le valió un César del que nunca se arrepentirán lo suficiente-. Es una auténtica lástima que el primer (y tal vez único) acercamiento que muchas personas hagan a la obra de Boris Vian sea a través de esta cinta sin garra, sin pasión, que confía todo a las gracietas de su director, a lo epatante por lo epatante, a lo que se ve como forzado, como metido con calzador, sólo se aplica en lo visual e incluso en ese terreno naufraga estrepitosamente al no saber dotar a cada secuencia de auténtica gracia, del artificio necesario para sorprender y alucinar (detalle que, por cierto, le viene como anillo al dedo al señor Vian).

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario