viernes, 4 de octubre de 2013

"LA GRAN FAMILIA ESPAÑOLA": POR TODA LA ESCUADRA


 
 
 
DIRECCIÓN: Daniel Sánchez Arévalo GUIÓN: Daniel Sánchez Arévalo MÚSICA: Josh Rouse FOTOGRAFÍA: Juan Carlos Gómez MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Antonio de la Torre, Quim Gutiérrez, Verónica Echegui, Roberto Álamo, Miquel Fernández, Patrick Criado, Sandra Martín, Arantxa Marín


   Y llegó esta película para que los hombres de las cavernas, los que no se cansan de denostar, insultar, minusvalorar, atacar inmisericordemente el cine español (incluso alardeando de no verlo, pero dándole en cualquier línea de flotación que se les ocurra), los que sólo interpretan cualquier aspecto de la vida según lo conveniente que resulte a su labor catequizante, a sus intereses fanáticos, a su causa, hablen de que se rompe un tabú ideológico al aparecer la nacionalidad en el título (uno desconocía este detalle, será porque tampoco lo hacen el resto de cinematografías a no ser que sea necesario: ¿Esconde algo el hecho de que un filme no se llame La vida de los otros alemanes (porque si decimos La vida alemana de los otros podría pensarse que es la continuación de la obra maestra de Alejandro Amenábar)? ¿Debería reivindicarse lo mismo en el resto de países y, de este modo, reestrenar La vida italiana es bella (ironía pura, sorna a la enésima potencia con todo lo que tienen ahora mismo encima), Los visitantes franceses… ¡No nacieron ayer! (una realidad: llevan muchos años viniendo de turismo) o El lado bueno de las cosas estadounidenses (a ver si son capaces de verlo a pesar de lo que están viviendo)? Y, en todo caso, ¿por qué no reclamar ese alarde de patrioterismo a la inolvidable cinta de Fernando Palacios cuyo título ésta de ahora evoca? Pues mira tú por dónde, a pesar de nacer con un objetivo claro y conducida desde la oficialidad (hay que dar hijos al país, los que Dios mande serán bienvenidos –casi como ahora que el Gobierno recorta en todo pero prevé mantener los privilegios económicos de las familias numerosas casi hasta la jubilación de los beneficiarios-), La gran familia (1962) sólo se llamó así porque era lo lógico, y ahora, al margen del posible guiño y de no mover a equívocos (y tal vez por asuntos de propiedad), se trata de enmarcar la historia, de hacer referencia a lo que (de nuevo) aquellos del principio utilizaron como arma arrojadiza, manipularon e ideologizaron, cuando sólo era la expresión de una unión ficticia y momentánea, de una explosión de júbilo (podría decirse de aborregamiento) que en este país sólo consigue el fútbol: nadie se hizo preguntas, sencillamente sacó su alegría a pasear porque (lo nunca visto) la selección española de fútbol llegaba como favorita a la final de un Mundial y, encima, conseguía el triunfo.

   Es una lástima que Daniel Sánchez Arévalo tome el camino más fácil, el mismo que lleva transitando desde que su ópera prima, Azuloscurocasinegro (2006), le colocase en el disparadero, es decir, el de la comedia más trillada, torpe y plagada de tópicos; la cinta que le hizo merecedor del Goya a la mejor dirección novel basculaba entre diferentes tonos, no siempre con igual fortuna, pero hacía albergar ciertas esperanzas sobre el narrador oculto tras la cámara (aunque los parabienes que recibió resultasen un tanto exagerados), quien comprobando que las partes cómicas (con un Raúl Arévalo que jamás ha vuelto a resultar tan natural y vivaz) funcionaban muy bien, decidió centrarse en ese género con Gordos (2009) –muy irregular, con algunos aciertos y fallos de casting clamorosos, quedándose en la superficie de lo que prometía su sinopsis- y Primos (2011) –otro ejemplo de esas películas que se califican como “gamberras para adultos” y que, sobre todo si vienen desde Hollywood, gozan de gran predicamento entre los que se les ponen los pelos como escarpias ante cualquier comedia popular, simple, exitosa, en la que todo les resulta casposo, trasnochado, ofensivo, ordinario, grosero, hiriente, insultante y no sé cuántos epítetos más-. Y no hay nada nuevo en La gran familia española, nada sorprendente, nada inteligente, ni un ápice de ironía –se nota que no quiere ofender a los que sólo invaden las calles con banderas (que, por cierto, son de todos, nadie tiene la exclusiva de su uso) cuando unos señores que cobran millones por dar patadas a un balón (o por estar sentados en un banquillo) se limitan a hacer bien su trabajo-, hay una falta palmaria del esperpento del bueno (o sea, del verdadero –lo que así se llama es, en la mayoría de los casos, un despropósito caótico sin orden ni concierto, una patente de corso que se concede el director-guionista para intentar que comulguemos con ruedas de molino y todo valga-); y aunque alguien pueda esgrimir el argumento de que una comedia debe divertir y punto, servir como evasión (totalmente cierto), no conviene olvidar que lo mejor del género, lo que lo apuntala y da trascendencia, lo que lo convierte en realmente grande, es que, sin notarse, tenga en el sustrato una crítica, que desde la carcajada consiga la reflexión, que pasen los años y quede como referente, como reflejo de la sociedad del momento que retrata -y es algo fácilmente rastreable en títulos como la propia y original gran familia o la maravillosa Atraco a las tres (1962) o la gran comedia negra Los palomos (1964), eso por no recordar al maestro Berlanga, experto en sortear a esa señora que sólo se fija en lo obvio y que no entiende de sutilezas, es decir, la censura con joyas como Plácido (1961) o la incombustible ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953)-.

   Sabiendo enganchar con el público (eso no se puede dudar, comprobando la juerga en el patio de butacas y la respuesta de la taquilla), Sánchez Arévalo se limita a reunir unos cuantos personajes estereotipados y planos, cuya gracia se supone está más en los actores que los encarnan que en el guión, presencias habituales que aún dejan más a las claras lo inane de la propuesta al carecer de recursos cómicos que suplan las carencias de origen: Antonio de la Torre (al que el director supo extraer su mejor momento dramático en Azuloscurocasinegro, recompensado con un merecido Goya como actor secundario), aunque dejando a un lado sus histrionismo e infatuación habituales en los últimos tiempos, vuelve a querer dar intensidad a cada frase, a cada mirada, a cada momento, agotando al espectador; Quim Gutiérrez (descubrimiento de Sánchez Arévalo en su ópera prima y Goya al actor revelación un tanto precipitado) está muy por debajo de lo que ha demostrado en alguna ocasión, ya que su rol es en realidad una excusa, una presencia, y parece haber perdido el magnetismo que ha destilado en otros momentos; Roberto Álamo (uno de esos nombres con un prestigio desmesurado e inmerecido, sólo por formar parte de Animalario –sólo Alberto San Juan ha sabido quitarse de encima esa losa en la estupenda Horas de luz (2004)-) hace pensar que lo que pareció apuntar sobre las tablas fue un espejismo, ya que no hay más que recordar su espantoso Stanley Kowalski (ese Un tranvía llamado Deseo que supuso uno de los grandes errores de Mario Gas) o cómo repite hasta la saciedad tonos, gestos, composiciones (cierras los ojos, intercambias fotogramas y no sabes si le estás viendo en La piel que habito (2011)); Miquel Fernández, conocido como gritón desaforado en algún espectáculo musical de probado éxito –y en un fracaso como la reposición de Jesucristo Superstar-, deja claro que lo de la interpretación tampoco es lo suyo; Verónica Echegui, actriz que necesita una buena dirección para estar atinada, no tiene demasiadas dificultades para erigirse en lo más destacado, gracias a su naturalidad; Patrick Criado es un actor joven al que, al menos, se entiende perfectamente y, comparado con el resto de sus hermanos cinematográficos, sale airoso del encargo que recibe, puesto que es la verdadera columna vertebral del filme y consigue que sus secuencias con Sandra Martín y Arantxa Marín respiren cierta veracidad, a pesar de lo ridículo de las frases que deben pronunciar (aunque si revisamos la cartelera actual, la palma en cuanto a diálogos estúpidos y que serían censurados de pertenecer a otra película se la lleve Las brujas de Zugarramurdi (2013), a la que llegaremos en su momento).

   P.D.: Parece que esta vez me ha quedado una crítica muy en primera persona (no es que las demás no lo sean, pero los lectores habituales saben que intento no marcar demasiado mi presencia y huir del “yo” para camuflarme en el “uno”), pero hay momentos en que uno (o sea, yo) no puede aguantar ante tanta gazmoñería, bien sea para aplaudir o para defenestrar, bien para acusar a los demás sólo porque expresen su opinión a favor o en contra de algo, argumentando y exponiendo, no cacareando. Si Daniel Sánchez Arévalo sigue por este camino, que le aporta éxito y reconocimiento, serán muy de temer sus próximas entregas.     

No hay comentarios:

Publicar un comentario