DIRECCIÓN: Daniel Sánchez Arévalo
GUIÓN: Daniel Sánchez Arévalo MÚSICA: Josh Rouse FOTOGRAFÍA: Juan Carlos Gómez
MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Antonio de la Torre, Quim Gutiérrez,
Verónica Echegui, Roberto Álamo, Miquel Fernández, Patrick Criado, Sandra
Martín, Arantxa Marín
Y llegó esta película para que los hombres de las cavernas, los que no
se cansan de denostar, insultar, minusvalorar, atacar inmisericordemente el
cine español (incluso alardeando de no verlo, pero dándole en cualquier línea
de flotación que se les ocurra), los que sólo interpretan cualquier aspecto de
la vida según lo conveniente que resulte a su labor catequizante, a sus
intereses fanáticos, a su causa, hablen de que se rompe un tabú ideológico al
aparecer la nacionalidad en el título (uno desconocía este detalle, será porque
tampoco lo hacen el resto de cinematografías a no ser que sea necesario:
¿Esconde algo el hecho de que un filme no se llame La vida de los otros alemanes (porque si decimos La vida alemana de los otros podría
pensarse que es la continuación de la obra maestra de Alejandro Amenábar)? ¿Debería
reivindicarse lo mismo en el resto de países y, de este modo, reestrenar La vida italiana es bella (ironía pura,
sorna a la enésima potencia con todo lo que tienen ahora mismo encima), Los visitantes franceses… ¡No nacieron ayer!
(una realidad: llevan muchos años viniendo de turismo) o El lado bueno de las cosas estadounidenses (a
ver si son capaces de verlo a pesar de lo que están viviendo)? Y, en todo caso,
¿por qué no reclamar ese alarde de patrioterismo a la inolvidable cinta de
Fernando Palacios cuyo título ésta de ahora evoca? Pues mira tú por dónde, a
pesar de nacer con un objetivo claro y conducida desde la oficialidad (hay que
dar hijos al país, los que Dios mande serán bienvenidos –casi como ahora que el
Gobierno recorta en todo pero prevé mantener los privilegios económicos de las
familias numerosas casi hasta la jubilación de los beneficiarios-), La gran familia (1962) sólo se llamó así
porque era lo lógico, y ahora, al margen del posible guiño y de no mover a
equívocos (y tal vez por asuntos de propiedad), se trata de enmarcar la
historia, de hacer referencia a lo que (de nuevo) aquellos del principio
utilizaron como arma arrojadiza, manipularon e ideologizaron, cuando sólo era
la expresión de una unión ficticia y momentánea, de una explosión de júbilo (podría
decirse de aborregamiento) que en este país sólo consigue el fútbol: nadie se
hizo preguntas, sencillamente sacó su alegría a pasear porque (lo nunca visto)
la selección española de fútbol llegaba como favorita a la final de un Mundial
y, encima, conseguía el triunfo.
Es una lástima que Daniel Sánchez Arévalo tome el camino más fácil, el
mismo que lleva transitando desde que su ópera prima, Azuloscurocasinegro (2006), le colocase en el disparadero, es
decir, el de la comedia más trillada, torpe y plagada de tópicos; la cinta que
le hizo merecedor del Goya a la mejor dirección novel basculaba entre
diferentes tonos, no siempre con igual fortuna, pero hacía albergar ciertas
esperanzas sobre el narrador oculto tras la cámara (aunque los parabienes que
recibió resultasen un tanto exagerados), quien comprobando que las partes
cómicas (con un Raúl Arévalo que jamás ha vuelto a resultar tan natural y
vivaz) funcionaban muy bien, decidió centrarse en ese género con Gordos (2009) –muy irregular, con
algunos aciertos y fallos de casting clamorosos, quedándose en la superficie de
lo que prometía su sinopsis- y Primos (2011)
–otro ejemplo de esas películas que se califican como “gamberras para adultos”
y que, sobre todo si vienen desde Hollywood, gozan de gran predicamento entre
los que se les ponen los pelos como escarpias ante cualquier comedia popular,
simple, exitosa, en la que todo les resulta casposo, trasnochado, ofensivo,
ordinario, grosero, hiriente, insultante y no sé cuántos epítetos más-. Y no
hay nada nuevo en La gran familia
española, nada sorprendente, nada inteligente, ni un ápice de ironía –se nota
que no quiere ofender a los que sólo invaden las calles con banderas (que, por
cierto, son de todos, nadie tiene la exclusiva de su uso) cuando unos señores
que cobran millones por dar patadas a un balón (o por estar sentados en un
banquillo) se limitan a hacer bien su trabajo-, hay una falta palmaria del esperpento
del bueno (o sea, del verdadero –lo que así se llama es, en la mayoría de los
casos, un despropósito caótico sin orden ni concierto, una patente de corso que
se concede el director-guionista para intentar que comulguemos con ruedas de
molino y todo valga-); y aunque alguien pueda esgrimir el argumento de que una
comedia debe divertir y punto, servir como evasión (totalmente cierto), no
conviene olvidar que lo mejor del género, lo que lo apuntala y da
trascendencia, lo que lo convierte en realmente grande, es que, sin notarse,
tenga en el sustrato una crítica, que desde la carcajada consiga la reflexión,
que pasen los años y quede como referente, como reflejo de la sociedad del
momento que retrata -y es algo fácilmente rastreable en títulos como la propia
y original gran familia o la maravillosa Atraco
a las tres (1962) o la gran comedia negra Los palomos (1964), eso por no recordar al maestro Berlanga,
experto en sortear a esa señora que sólo se fija en lo obvio y que no entiende
de sutilezas, es decir, la censura con joyas como Plácido (1961) o la incombustible ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953)-.
Sabiendo enganchar con el público (eso no se puede dudar, comprobando la
juerga en el patio de butacas y la respuesta de la taquilla), Sánchez Arévalo
se limita a reunir unos cuantos personajes estereotipados y planos, cuya gracia
se supone está más en los actores que los encarnan que en el guión, presencias
habituales que aún dejan más a las claras lo inane de la propuesta al carecer
de recursos cómicos que suplan las carencias de origen: Antonio de la Torre (al
que el director supo extraer su mejor momento dramático en Azuloscurocasinegro, recompensado con un merecido Goya como actor
secundario), aunque dejando a un lado sus histrionismo e infatuación habituales
en los últimos tiempos, vuelve a querer dar intensidad a cada frase, a cada
mirada, a cada momento, agotando al espectador; Quim Gutiérrez (descubrimiento
de Sánchez Arévalo en su ópera prima y Goya al actor revelación un tanto precipitado)
está muy por debajo de lo que ha demostrado en alguna ocasión, ya que su rol es
en realidad una excusa, una presencia, y parece haber perdido el magnetismo que
ha destilado en otros momentos; Roberto Álamo (uno de esos nombres con un
prestigio desmesurado e inmerecido, sólo por formar parte de Animalario –sólo
Alberto San Juan ha sabido quitarse de encima esa losa en la estupenda Horas de luz (2004)-) hace pensar que lo
que pareció apuntar sobre las tablas fue un espejismo, ya que no hay más que
recordar su espantoso Stanley Kowalski (ese Un
tranvía llamado Deseo que supuso uno de los grandes errores de Mario Gas) o
cómo repite hasta la saciedad tonos, gestos, composiciones (cierras los ojos,
intercambias fotogramas y no sabes si le estás viendo en La piel que habito (2011)); Miquel Fernández, conocido como gritón
desaforado en algún espectáculo musical de probado éxito –y en un fracaso como
la reposición de Jesucristo Superstar-,
deja claro que lo de la interpretación tampoco es lo suyo; Verónica Echegui,
actriz que necesita una buena dirección para estar atinada, no tiene demasiadas
dificultades para erigirse en lo más destacado, gracias a su naturalidad;
Patrick Criado es un actor joven al que, al menos, se entiende perfectamente y,
comparado con el resto de sus hermanos cinematográficos, sale airoso del
encargo que recibe, puesto que es la verdadera columna vertebral del filme y
consigue que sus secuencias con Sandra Martín y Arantxa Marín respiren cierta
veracidad, a pesar de lo ridículo de las frases que deben pronunciar (aunque si
revisamos la cartelera actual, la palma en cuanto a diálogos estúpidos y que
serían censurados de pertenecer a otra película se la lleve Las brujas de Zugarramurdi (2013), a la
que llegaremos en su momento).
P.D.: Parece que esta vez me ha quedado una crítica muy en primera
persona (no es que las demás no lo sean, pero los lectores habituales saben que
intento no marcar demasiado mi presencia y huir del “yo” para camuflarme en el “uno”),
pero hay momentos en que uno (o sea, yo) no puede aguantar ante tanta
gazmoñería, bien sea para aplaudir o para defenestrar, bien para acusar a los
demás sólo porque expresen su opinión a favor o en contra de algo, argumentando
y exponiendo, no cacareando. Si Daniel Sánchez Arévalo sigue por este camino,
que le aporta éxito y reconocimiento, serán muy de temer sus próximas entregas.
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