TÍTULO ORIGINAL: Quai d´Orsay
DIRECCIÓN: Bertrand Tavernier GUIÓN: Christophe Blain, Abel Lanzac MÚSICA:
Philippe Sarde FOTOGRAFÍA: Jerôme Alméras MONTAJE: Guy Lecorne REPARTO: Thierry
Lhermitte, Raphäel Personnaz, Niels Arestrup, Bruno Raffaelli, Julie Gayet,
Anaïs Demouster
El arte, como el periodismo, debería estar siempre muy atento a lo que
hace el poder para rebatirlo, cuestionarlo, vigilarlo, amonestarlo, lo que no
implica fomentar un permanente estado de crispación, de negatividad, de
enfrentamiento, sino potenciar, motivar, promover la dialéctica, el necesario e
inacabable debate, no darlo todo por sabido, no depender de amiguismos,
prebendas, pesebres, fanatismos, tender a la ecuanimidad, a la libertad, como
reclamaba el clásico (o sea, Quevedo), “¿No ha de haber un espíritu valiente? /
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se
siente?”, que por mucho que cada cual tenga su ideología, sus preferencias, sus
referentes, sus intereses, los árboles no impidan ver el bosque y no terminemos
en la crítica descarnada sin base ni sentido, sólo como polo opuesto, como
frente dispuesto al ataque inmisericorde sea cual sea la situación concreta, o
en la excesiva complacencia, en el palmoteo en la espalda, en la defensa
numantina sólo porque sentimos a unos como “nuestros” y como “los otros” a
todos los demás, en la irracionalidad de un extremo o de otro, en abonar el
lamentable y actual estado de las cosas para que todo siga igual sin que se
haya intentado cambiarlo primero. Mientras que, por desgracia, parece que el
periodismo ha perdido la partida, las ganas, el empuje, su esencia, su honor,
su ética, incluso su nombre al caer en manos de expertos en el halago que sólo
ven pajas en ojos ajenos, mendaces que reinventan la Historia a su antojo,
cínicos que cuentan los hechos a su modo, a conveniencia de aquellos a los que
rinden pleitesía, de los que extienden cheques, de los que aseguran un puesto
de trabajo mientras el paniaguado no se desmande y sea la voz de su amo que
éste desea, ultraortodoxos a sueldo de templo y cuchillo, embusteros
patológicos capaces de negar evidencias, imágenes, palabras propias sin alterar
un músculo, vendidos al mejor postor, al sol que más caliente en cada momento,
chaqueteros profesionales a fuerza de resultar hueros, estómagos muy
agradecidos que se pasan por el arco del triunfo cualquier deontología excepto
la que les marca su dependencia (siempre encuentran justificaciones,
manteniendo la actitud que denuestan en los demás si son de diferente signo),
la cual en ocasiones tratan de negar enfangando aún más el panorama (al menos,
hay por ahí algún honesto que, en este sentido, no tiene reparo en confesar su
filiación, su amistad, sus privilegios), mientras la realidad periodística es
tan lamentable (y no se salva ni un solo medio, editorializando en cada palabra,
posicionándose sin medida, apuntalando a los suyos y poniendo en almoneda el
prestigio ganado, la confianza recibida por parte de los lectores/oyentes/espectadores,
sangría permanente de profesionales que no quieren seguir estas reglas del
juego, inquisición activa contra cualquiera que se atreva a alzar la voz que no
quiere ser oída, castigo para el que osa seguir reclamando y practicando el
ejercicio democrático de enarbolar su propia libertad de expresión), cada vez
más invadida por intrusos, comisarios políticos, dedazos y demás
interferencias, cabe esperar que los artistas, los intelectuales, los creadores
se mantengan al margen y permanezcan como la única conciencia lúcida y
verdaderamente crítica, sin subvenciones ni pasteleos, sin incondicionalidades
abstrusas y obscenas, sin decir digo donde ayer decían Diego, sin ser veletas
al albur de la dirección de los vientos, sin caer en los mismos errores
denunciados más arriba. Son muy pocos los nombres que se salvan, que se
convierten en auténticos referentes por su honestidad, su preocupación, su
labor, su entrega, su virulencia contra las injusticias, su conducta ejemplar,
sus palabras meditadas, llenas de contenido, guía más allá de consignas, soflamas,
argumentos inanes que sólo sirven para quedar bien (o pretenderlo, “ese mismo
bolero lo escuché tantas veces”), son pocos los que hablan desde su obra,
manteniendo su voz, mostrando sus simpatías pero sin someter su creatividad,
sin adoptar un tono sectario o excluyente, usándolas como motor para narrar,
para crear, para innovar, para hacer avanzar el mundo, pero, por fortuna,
todavía quedan algunos a los que recurrir, a los que inquirir, de los que
esperar un aporte que va más allá del aspaviento, de la inquina, de hacer
perder sentido y contenido a las palabras a fuerza de repetir los mismos
eslóganes, esos que, con sencillez, naturalidad e integridad, enriquecen el
mundo al no dejar de preguntarse qué puede mejorarse.
Y tras la diatriba (hay días que uno se harta, sobre todo cuando se duda
de la capacidad de alguien a quien admira, sólo porque no deja patente su activismo
al modo rutinario y redundante en que algunos lo comprenden), llega el momento
de centrarse en la figura de un cineasta que, con aciertos y desaciertos (lógicos
en una carrera que acaba de cumplir cuarenta años –dirigió su primer
largometraje en 1974-), ha buscado en cada momento el género, el estilo, la
forma de expresión adecuada para narrar una historia y, desde ella, con suma
elegancia, con una exquisitez que no está reñida con su modo de escarbar en las
heridas, en sacar los colores a quien corresponda, sin alharacas ni
grandilocuencias, con una distancia que aún le implica más y que resulta mucho
más lapidaria, más cruel, más impresionante por sutil, por imperceptible, por
cómo teje las imágenes para que atrapen, asfixien, revuelvan, provoquen, golpeen,
con aparente facilidad, con apariencia leve, sabe crear la atmósfera necesaria,
hablando al espectador sin intelectualizaciones ni obligarle a llevar una
lección aprendida de casa, defendiendo en todo momento los derechos y
libertades básicos y elementales, esos que son casi permanentemente vulnerados
desde las altas instancias que, en teoría, están ahí para ser garantes de las
mismas. Bertrand Tavernier siempre ha dado voz a los desfavorecidos, a los
expulsados, a los empobrecidos, a las víctimas, a los utilizados, a los
alienados, a los oprimidos, da igual que se centre en lo que sucede en una guardería
de una pequeña ciudad francesa a finales del siglo XX –la estremecedora e
implacable Hoy empieza todo (1999)-,
en el frente de los Balcanes durante los estertores de la I Guerra Mundial –la tajante
y desmitificadora Capitán Conan (1996)-,
en el París de la década de los 50 del siglo XX que agasaja a los intérpretes
de jazz por su talento sin atender al color de su piel –la necesariamente
crepuscular, dolorosa y demoledora Alrededor
de la medianoche (1986)- o en esa misma ciudad unas décadas después para
reproducir un terrible hecho real que extrajo de los periódicos –la asfixiante La carnaza (1995)-. En el caso que ahora
nos ocupa, en su por el momento último título, Tavernier lanza su dedo acusador
directamente hacia el Ministerio de Asuntos Exteriores francés, tomado como
metáfora y símbolo de lo que es habitual e incluso sabido en la política de los
considerados países del primer mundo, esos que deciden sobre el destino de los
demás, esos que se mantienen imperturbables por muchos escándalos que se
destapan, por muchas leyes que se vulneren, por muchos derechos que se
denieguen, esos que fingen estupor, indignación, dolor durante diez minutos y,
cuando se apagan los flashes de los fotógrafos, cuando las cámaras de
televisión no están, vuelven a las andadas con total impunidad.
Lo más inteligente de la apuesta es huir de lo obvio, de lo excesivo, de
la lógica indignación, para orquestar el filme a ritmo de vodevil, territorio
muy propicio para la comedia al modo francés, especialmente teniendo como
escenario principal el Quai d´Orsay, ese inmenso palacio lleno de habitaciones,
escaleras, recovecos, despachos, puertas, laberinto en que perderse, lo que
favorece la sorpresa, lo inesperado, el encuentro no deseado; pero en manos de
Tavernier un vodevil no cae en el burdo, en lo grueso, en lo ridículo, sino que
potencia la velocidad de réplicas, acelera el tono sin perder el control,
coreografiando los movimientos, las muecas, lo estrambótico, rozando lo
caricaturesco, coqueteando con el esperpento pero sin despeñarse por lo manido,
por el chiste fácil, por lo evidente. Es un inmenso placer asistir, una vez
más, a la lección de gran comediante que ofrece Thierry Lhermitte, a su
control, a cómo no transforma al ministro en un monigote, en alguien
guiñolesco, sino que le dota de entidad, de verismo, reproduce a la perfección
ese tipo tan abundante de persona fatua que dicta (supone él) lecciones
permanentes a los que le rodean, asesores, secretarios, expertos, directores de
departamento, aquellos que subsanan sus errores, corrigen sus derivas,
contienen su permanente tendencia a adoptar la posición más incómoda, menos
favorecedora, más incendiaria, menos conveniente; junto a él, Raphäel Personnaz,
con sobriedad y arrobas de encanto personal, contrapunto perfecto de cualquiera
de los estupendos actores que le rodean, compone un personaje que, a pesar de
sus reticencias, de su inteligencia, de su preparación, no puede evitar verse
abducido intentando paliar los desmanes de su superior, pensando que eso es lo
correcto (una de las muchas cargas de profundidad de un guión que deja clara la
perspicacia de sus autores y que fue galardonado en el Festival de San
Sebastián: ¿Sostenemos a este inútil para que el país no salga perjudicado o le
dejamos con el culo al aire para que quede clara su estupidez? –porque ni
siquiera es malvado o conscientemente ignominioso, lo que aún lo hace más
peligroso-); Niels Arestrup, quien obtuvo el Cesar al mejor actor secundario,
imprime categoría, excelencia y grandeza interpretativa a cada una de sus
apariciones, diciendo más con sus hombros, con su voz fatigada, con sus ojos
perdidos, con su andar cansino, que con las certeras palabras escritas para su
rol (“Pasamos más tiempo explicando lo que hacemos que trabajando”).
Ver a esos considerados intelectuales que sólo buscan un Goncourt, una
mención, un vdiploma, un título, un mérito que no merecen y que les permitiría
vivir de las rentas (esos falsos prestigios que tanto se regalan y que llegan a
resultar inexpugnables), verlos arrastrarse, considerarse imprescindibles,
babeando, riendo las gracietas, aplaudiendo supuestas ocurrencias, es una
venganza que Tavernier sirve en plato frío (y que a buen seguro habrá hecho
torcer el hocico a más de uno en el país vecino y debiera hacerlo en cualquiera
en que sea proyectada); escuchar sentencias como “estamos transformando la
democracia en un simulacro y nosotros nos morimos de hambre” remueve, atenaza
los intestinos, pone alerta (o debería); asistir a cómo un discurso se
estructura al modo de una de las aventuras de Tintin (uno de los pocos momentos
en que Tavernier subraya la acción con la cámara para dejar clara su intención)
o a las maratonianas jornadas de trabajo en las que dar cauce a los caprichos del ministro, en las que llegar a conclusiones que sirvan para concretar sus indicaciones contradictorias, ver a estas personas aceptar como inevitable el mando de un inútil y que uno no abandone la sonrisa en ningún momento habla de la sabiduría de un
cineasta ecléctico que a veces con más puntería, con mejor tino, pero siempre
con destreza, no pierde de vista su implicación con la sociedad y no deja de
buscar nuevas dianas hacia las que dirigir sus dardos.
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