TÍTULO ORIGINAL: Viva la libertà DIRECCIÓN:
Roberto Andò GUIÓN: Roberto Andò, Angelo Pasquini (basado en la novela homónima
del primero) MÚSICA: Goffredo Gibellini FOTOGRAFÍA: Maurizio Calvesi MONTAJE:
Clelio Benevento REPARTO: Toni Servillo, Valerio Mastandrea, Valeria Bruni
Tedeschi, Michela Cescon, Gianrico Tedeschi, Eric Nguyen
La
sátira política, para resultarlo, para escarbar en la herida, para molestar,
debe ser necesariamente inmisericorde, inconveniente, incorrecta, no amagar sin
dar, pero también precisa de buenas dosis de equilibrio para no despeñarse por
la pendiente de lo grosero, lo chusco, lo innecesario, lo grotesco, lo obvio,
evitando también lo excesivamente local, lo muy concreto, lo que sólo es
conocido por unos pocos o, en caso contrario, no logra trascender, ser
comprensible, extrapolable a otras latitudes (eso no implica que nace en cierto
lugar y en un momento concreto y que es ahí donde encuentra su caldo de
cultivo, su inspiración, su realidad, su cauce correcto y pertinente, su
censura al poder –Quevedo se lo dijo muy clarito al Conde Duque de Olivares,
pero sus versos, por desgracia, nunca perderán vigencia y el destinatario ha
ido cambiando a lo largo de los siglos-). Italia ha sido siempre muy proclive a
la comedia protagonizada por políticos, la astracanada, lo bufo, lo tremendo,
lo esperpéntico ha aparecido primero en los periódicos, en los medios de
comunicación, la ficción se queda corta ante la capacidad de sus dirigentes
para ejecutar casi sin solución de continuidad saltos mortales (con red, o al
menos lo procuran) que dejan chiquitos los precedentes en el tiempo; por otro
lado, su cine más popular, a veces ciertamente ínfimo, basado en el chiste
facilón, en la mueca, en el coqueteo con lo pornográfico, siempre ha recurrido
(es su esencia) a lo elemental, a lo reconocible, a los lugares comunes, a las
chanzas de barra de bar, a la humillación más descarnada, a un todo vale que
sólo en su contención, dosificado con inteligencia ha conseguido obras mayores
que, al final, son las que verdaderamente socavan los cimientos (frágiles por
definición aunque suelan olvidar tal circunstancia los que se ven sobre el
pedestal o refugiados en la ley que los ampara por el cargo –que no servicio
público, visto lo visto- que ocupan –lo de desempeñar viene grande a más de
dos-), las que recuerdan que los ciudadanos están vigilantes y conviene
escucharles, que los artistas, los intelectuales, los profesionales en
cualquier actividad, los que pelean cada día para llegar a fin de mes están
atentos y no pueden atenuar sus sentimientos con complacencias (por mucho que
se hagan bien las cosas, no se debe bajar la guardia, no hay que relajarse) –de
los paniaguados, de los que rinden pleitesía, de los sacan tajada por ser
cómodos y acomodarse, hablaremos otro día-.
Y el
caso es que, en medio de la enésima turbulencia, al borde del caos (situación
que es el pan suyo de cada día), ocupando una vez más el foco de atención por
su sempiterna estabilidad, por su abracadabrante sucesión de gobiernos, llega
desde Italia (da igual que esté rodada en 2013, podría decirse que es de ayer
mismo) una película plena de ironía, disección implacable, una frenética y
plausible impertinencia que se regodea en meter el dedo en múltiples llagas, en
dar palos a diestra y siniestra (permítase el cambio para hacer más
significativo el guiño, para resaltar la etimología de las palabras), en
abochornar a unos y otros, da igual el apellido, la nomenclatura, la ideología
de los personajes, las líneas que sigan los partidos: son intercambiables
porque lo que importa, en lo que se incide, aquello en lo que Roberto Andò
quiere poner el acento es en la farsa que algunos (los que la consienten, propician,
diseñan o ejecutan) llaman política y lo hace con un tono muy medido,
sorprendentemente pausado, sin abusar de lo humorístico, refrenando lo
burlesco, rozando lo caricaturesco (y sólo en lo que es necesario para que la
historia eche a andar), conformando un filme que satisface por lo en serio que
se toma su labor de zapa, su deconstrucción de los núcleos duros en los que se
deciden los destinos de las naciones, una cinta que apabulla por su ácida
inteligencia y su mordiente sin paliativos.
Sin
duda, el máximo acierto de Viva la
libertad es recaer sobre los hombros de uno de los intérpretes más
solventes y portentosos que estén en activo, poseedor de unos recursos
ilimitados para conmover, divertir, sorprender, desde lo hierático, desde un
gesto casi inmutable, variando casi imperceptiblemente tonos, actitudes,
intenciones, sin exagerar jamás, adecuándose a las necesidades de su rol, cómico
o trágico cuando conviene sin llegar a los extremos, manteniéndose en un
término medio al que otorga la entidad necesaria: Toni Servillo empezó a estar
en boca del público internacional (el italiano ya le conocía por su amplia y
espléndida faceta teatral –como hace poco se ha podido comprobar en Madrid-)
gracias al modo en que se transmutó en Giulio Andreotti en Il divo (2008), cinta desaforada de un cineasta –Paolo Sorrentinio-
enfermo de autoría, filme excesivo y grandilocuente al que sólo su protagonista
aportaba cordura, gravedad, contención, sin contagiarse del innecesario
subrayado, de la caricatura excesiva con que la cámara impregnaba cada
secuencia, del abuso de un sarcasmo reducido a su mínima expresión, destinado a
los que ya iban con su opinión forjada desde casa, esos que sólo buscan el
refrendo de sus opiniones, película de código restringido que dejaba fuera a
los que no estuvieran en su onda (o no conocieran hasta lo desconocido acerca
del personaje central). Tras haber llegado a lo más alto gracias a La gran belleza (2013), uno de los
títulos de mayor consideración crítica de los últimos tiempos, beneficiándose
sin duda de su presencia, de su mirada, de su prodigiosa interpretación para
haber constituido el éxito que ha sido, cualquier trabajo de Toni Servillo
despierta interés y, por el momento, jamás decepciona y responde a las
expectativas: en esta ocasión encarna a dos hermanos gemelos y es un prodigio
cómo los hace diferentes, cómo varía su manera de moverse, la forma de hablar,
cómo sirve con suma facilidad el viejo truco de sustitución de uno por otro,
cómo lo innova, le da nuevos bríos, acumula capas sin que eso se traduzca en
algo torpe o demasiado grotesco, sobrecarga que haga perder la verosimilitud.
Su capacidad de sorprender al espectador no tiene límites y eso coadyuva a que
el guión se desarrolle sin esfuerzo, con fluidez, centrado en los recovecos del
alma del hombre hastiado que decide huir y en la lúcida locura del extravagante,
quien aprovecha el ser imprescindible para cambiar todo lo que no le gusta; una
farsa que da mucho en que pensar sin imponer su criterio, sin caer en lo
críptico, sin nada más que ingenio, control, mesura y perfecta mezcla de
ingredientes (y que resulta envidiable porque, sin Azcona, Berlanga o Pilar Miró vivos, uno encuentra muy difícil que en España pudiera afrontarse de igual manera la realidad política).
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