lunes, 2 de junio de 2014

"VIVA LA LIBERTAD": FARSA TOMADA EN SERIO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Viva la libertà DIRECCIÓN: Roberto Andò GUIÓN: Roberto Andò, Angelo Pasquini (basado en la novela homónima del primero) MÚSICA: Goffredo Gibellini FOTOGRAFÍA: Maurizio Calvesi MONTAJE: Clelio Benevento REPARTO: Toni Servillo, Valerio Mastandrea, Valeria Bruni Tedeschi, Michela Cescon, Gianrico Tedeschi, Eric Nguyen


   La sátira política, para resultarlo, para escarbar en la herida, para molestar, debe ser necesariamente inmisericorde, inconveniente, incorrecta, no amagar sin dar, pero también precisa de buenas dosis de equilibrio para no despeñarse por la pendiente de lo grosero, lo chusco, lo innecesario, lo grotesco, lo obvio, evitando también lo excesivamente local, lo muy concreto, lo que sólo es conocido por unos pocos o, en caso contrario, no logra trascender, ser comprensible, extrapolable a otras latitudes (eso no implica que nace en cierto lugar y en un momento concreto y que es ahí donde encuentra su caldo de cultivo, su inspiración, su realidad, su cauce correcto y pertinente, su censura al poder –Quevedo se lo dijo muy clarito al Conde Duque de Olivares, pero sus versos, por desgracia, nunca perderán vigencia y el destinatario ha ido cambiando a lo largo de los siglos-). Italia ha sido siempre muy proclive a la comedia protagonizada por políticos, la astracanada, lo bufo, lo tremendo, lo esperpéntico ha aparecido primero en los periódicos, en los medios de comunicación, la ficción se queda corta ante la capacidad de sus dirigentes para ejecutar casi sin solución de continuidad saltos mortales (con red, o al menos lo procuran) que dejan chiquitos los precedentes en el tiempo; por otro lado, su cine más popular, a veces ciertamente ínfimo, basado en el chiste facilón, en la mueca, en el coqueteo con lo pornográfico, siempre ha recurrido (es su esencia) a lo elemental, a lo reconocible, a los lugares comunes, a las chanzas de barra de bar, a la humillación más descarnada, a un todo vale que sólo en su contención, dosificado con inteligencia ha conseguido obras mayores que, al final, son las que verdaderamente socavan los cimientos (frágiles por definición aunque suelan olvidar tal circunstancia los que se ven sobre el pedestal o refugiados en la ley que los ampara por el cargo –que no servicio público, visto lo visto- que ocupan –lo de desempeñar viene grande a más de dos-), las que recuerdan que los ciudadanos están vigilantes y conviene escucharles, que los artistas, los intelectuales, los profesionales en cualquier actividad, los que pelean cada día para llegar a fin de mes están atentos y no pueden atenuar sus sentimientos con complacencias (por mucho que se hagan bien las cosas, no se debe bajar la guardia, no hay que relajarse) –de los paniaguados, de los que rinden pleitesía, de los sacan tajada por ser cómodos y acomodarse, hablaremos otro día-.

   Y el caso es que, en medio de la enésima turbulencia, al borde del caos (situación que es el pan suyo de cada día), ocupando una vez más el foco de atención por su sempiterna estabilidad, por su abracadabrante sucesión de gobiernos, llega desde Italia (da igual que esté rodada en 2013, podría decirse que es de ayer mismo) una película plena de ironía, disección implacable, una frenética y plausible impertinencia que se regodea en meter el dedo en múltiples llagas, en dar palos a diestra y siniestra (permítase el cambio para hacer más significativo el guiño, para resaltar la etimología de las palabras), en abochornar a unos y otros, da igual el apellido, la nomenclatura, la ideología de los personajes, las líneas que sigan los partidos: son intercambiables porque lo que importa, en lo que se incide, aquello en lo que Roberto Andò quiere poner el acento es en la farsa que algunos (los que la consienten, propician, diseñan o ejecutan) llaman política y lo hace con un tono muy medido, sorprendentemente pausado, sin abusar de lo humorístico, refrenando lo burlesco, rozando lo caricaturesco (y sólo en lo que es necesario para que la historia eche a andar), conformando un filme que satisface por lo en serio que se toma su labor de zapa, su deconstrucción de los núcleos duros en los que se deciden los destinos de las naciones, una cinta que apabulla por su ácida inteligencia y su mordiente sin paliativos.

   Sin duda, el máximo acierto de Viva la libertad es recaer sobre los hombros de uno de los intérpretes más solventes y portentosos que estén en activo, poseedor de unos recursos ilimitados para conmover, divertir, sorprender, desde lo hierático, desde un gesto casi inmutable, variando casi imperceptiblemente tonos, actitudes, intenciones, sin exagerar jamás, adecuándose a las necesidades de su rol, cómico o trágico cuando conviene sin llegar a los extremos, manteniéndose en un término medio al que otorga la entidad necesaria: Toni Servillo empezó a estar en boca del público internacional (el italiano ya le conocía por su amplia y espléndida faceta teatral –como hace poco se ha podido comprobar en Madrid-) gracias al modo en que se transmutó en Giulio Andreotti en Il divo (2008), cinta desaforada de un cineasta –Paolo Sorrentinio- enfermo de autoría, filme excesivo y grandilocuente al que sólo su protagonista aportaba cordura, gravedad, contención, sin contagiarse del innecesario subrayado, de la caricatura excesiva con que la cámara impregnaba cada secuencia, del abuso de un sarcasmo reducido a su mínima expresión, destinado a los que ya iban con su opinión forjada desde casa, esos que sólo buscan el refrendo de sus opiniones, película de código restringido que dejaba fuera a los que no estuvieran en su onda (o no conocieran hasta lo desconocido acerca del personaje central). Tras haber llegado a lo más alto gracias a La gran belleza (2013), uno de los títulos de mayor consideración crítica de los últimos tiempos, beneficiándose sin duda de su presencia, de su mirada, de su prodigiosa interpretación para haber constituido el éxito que ha sido, cualquier trabajo de Toni Servillo despierta interés y, por el momento, jamás decepciona y responde a las expectativas: en esta ocasión encarna a dos hermanos gemelos y es un prodigio cómo los hace diferentes, cómo varía su manera de moverse, la forma de hablar, cómo sirve con suma facilidad el viejo truco de sustitución de uno por otro, cómo lo innova, le da nuevos bríos, acumula capas sin que eso se traduzca en algo torpe o demasiado grotesco, sobrecarga que haga perder la verosimilitud. Su capacidad de sorprender al espectador no tiene límites y eso coadyuva a que el guión se desarrolle sin esfuerzo, con fluidez, centrado en los recovecos del alma del hombre hastiado que decide huir y en la lúcida locura del extravagante, quien aprovecha el ser imprescindible para cambiar todo lo que no le gusta; una farsa que da mucho en que pensar sin imponer su criterio, sin caer en lo críptico, sin nada más que ingenio, control, mesura y perfecta mezcla de ingredientes (y que resulta envidiable porque, sin Azcona, Berlanga o Pilar Miró vivos, uno encuentra muy difícil que en España pudiera afrontarse de igual manera la realidad política).

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