TÍTULO ORIGINAL: Grace of Monaco DIRECCIÓN:
Olivier Dahan GUIÓN: Arash Amel MÚSICA: Christopher Gunning FOTOGRAFÍA: Eric
Gautier MONTAJE: Olivier Gajan REPARTO: Nicole Kidman, Tim Roth, Frank
Langella, Parker Posey, Geraldine Somerville, Nicholas Farrell, Robert Lindsay,
Paz Vega
Desde
que aquel interminable culebrón mexicano convirtiese en aforismo popular lo de
“los ricos también lloran” (aunque ya seguíamos con avidez los avatares de los
Ewing, los Carrington y los Gioberti, pero ahí eran más importantes las
perversiones, las perfidias, las triquiñuelas de sus protagonistas con tal de
no perder sus posesiones y, en realidad, nos alegraba ver sufrir al personaje
bueno que, la mayoría de las veces, resultaba ciertamente tonto, mientras que
el malvado –y muy especialmente las malvadas- poseía un carisma y atractivo
innegables), se invoca la frase del título como sustituta de aquella otra que
afirma “el dinero no da la felicidad”, actuando un poco al modo de la zorra de
la fábula con las uvas, porque si bien es cierto que el rey Midas sirve como
escarmiento en cabeza ajena (y nos lo inculcan desde niños) y que cualquiera
con dos dedos de frente sabe/comprende/ha experimentado que los momentos de
efervescencia son sólo eso (y conviene aprovecharlos porque, por definición,
son efímeros) y que la mera posesión de cuantiosos caudales no los garantiza,
no lo es menos que, tal y como está el panorama (tal y como ha estado siempre),
es muy lícito soñar con tener las necesidades básicas cubiertas y un remanente
para ir concediéndose caprichos y vivir con cierta tranquilidad/estabilidad
económica y que, con este tipo de sentencias o de ejemplos que buscamos en el
día a día, intentamos conformarnos con aquello de “para estar así de mal, casi
mejor con lo poco o nada que tengo” (inoculación perversa donde las haya en el
imaginario común propiciada por los que no piensan repartir/renunciar/rechazar
privilegios). El caso es que desde tiempos inmemoriales, no hay más que
analizar los cuentos de hadas (invoquémoslos, puesto que es el terreno en el
que vamos a movernos) o confirmar las ventas de la revista ¡Hola!, se tiende a
querer ver sufrir, depuesto, arruinado al poderoso (esa alegría que siempre
provoca el fracaso del otro, esa tendencia casi natural y patológica a la
envidia, ese anhelo iconoclasta por derribar que, por desgracia, suele
concretarse y hacerse patente contra personas que se ganan su puesto gracias a
su esfuerzo y entrega), pero hay auténtico fervor por conocer los palacios, las
villas, los chalets, las casas de ensueño que poseen (y su armario, tocador,
parque automovilístico, yates y demás posesiones) e incluso el periodismo que
luce bandera de progresía, democracia e igualdad dedica muchas páginas (bien
pagadas en la mayoría de los casos) a estilo, decoración, moda, belleza,
lugares con encanto que sólo pueden permitirse los bolsillos más holgados y
repletos y, precisamente por todo ello convenientemente mezclado y aderezado,
no es extraño que la mayor permanencia de Grace Kelly como mito cinematográfico
se deba en realidad al que fue su destino cuando decidió abandonar Hollywood en
el momento en que se encontraba en la cresta de la ola (había ganado un Oscar,
gozaba del favor de un director como Alfred Hitchcock, tenía estatus de
estrella con apenas siete películas y todo en poco más de dos años), es decir,
su reconversión en Princesa de Mónaco, su vida posterior, esa en la que era
llamada Gracia Patricia, ejemplo vivo de cómo el cuento de hadas puede hacerse
realidad.
Hace
unos años, el Victoria and Albert Museum londinense presentaba una de sus
sorprendentes y divertidas exposiciones en torno a diferentes iconos de moda,
una de esas muestras que permiten acercarse algo mejor a mitos como The
Supremes, a personalidades del mundo del espectáculo cuyo estilismo ha roto
moldes y traspasado fronteras, que han marcado una época e incluso han dado
nombre a una manera de vestir; a pesar de que la exhibición convocaba bajo los
auspicios de la estrella (“Grace Kelly”), lo cierto es que de su época en
Hollywood había unos cuantos modelos, no demasiados, y la mayor extensión la
ocupaban los trajes, sombreros, bolsos y demás complementos con los que ha
pasado a la posteridad como ejemplo de virtudes angelicales, de mujer entregada
a su obligación, de esposa y madre abnegada que lo dejó todo por su familia y
su título. Precisamente la película que hoy nos ocupa comienza con la vista de
Alfred Hitchcock (un acertado Roger Ashton-Griffiths) a Mónaco para intentar
convencer a la ahora Princesa de que regrese a la gran pantalla para
protagonizar la que en España conocemos como Marnie, la ladrona (1964) y con ese punto de partida, tomándolo
como epicentro, va desgranando los diferentes acontecimientos que motivaron su
renuncia definitiva a los focos y cómo se ganó a propios y extraños dando
entidad propia a Mónaco, otorgándole brillo, presencia en los medios como
destino ideal, estrellas, preocupación por los necesitados, propiciándole el
mejor lavado de cara que podía soñarse y consiguiendo ser valorada y respetada,
mejor considerada que el mismo Rainiero, erigiéndose como el auténtico baluarte
por el que el pequeño principado conservó sus privilegios, su autonomía,
haciéndolo atractivo y cita ineludible. Con estos mimbres, un guionista con la
ironía y fineza de Peter Morgan hubiera podido sacar auténtico oro, es decir,
otra La reina (2006), siempre que su
libreto hubiese caído en manos de un director como Stephen Frears, dispuesto a
llegar a las últimas consecuencias, equilibrando perfectamente los diferentes
tonos, dosificando el vitriolo pero sin refrenarlo, ejemplificando a la
perfección el viejo adagio italiano se
non è vero, è ben trovato, puesto que su modo de tratar a los personajes,
su manera de insertar momentos vistos a través de la televisión, su perfecto
conocimiento y estudio de la realidad provocó que, a la hora de contar los
acontecimientos que se reflejaban en el filme, a veces se recurra a sus
imágenes, llenas de verosimilitud. Olivier Dahan, por fortuna dejando atrás la
pirotecnia y anhelo artístico con que lastró y condenó La vida en rosa (2007), un abstruso engendro en que nada tenía
sentido más allá de la prodigiosa interpretación de Marion Cotillard, vuelve a
dar muestras de su incapacidad para inyectar vigor, tensión, interés, emoción,
garra a una historia que, de por sí, las tiene y por arrobas, más preocupado en
esta ocasión por los colores, las telas, los sillones, el envoltorio, los
vestidos, todo lo que define el momento, lo que explica en parte a los
personajes, escenario que tiene su importancia pero sin conseguir eliminar el
velo de artificiosidad, de falsedad, de mera reproducción en que se queda el
conjunto (por no hablar del momento sonrojante en que Grace conduce alocada,
perdida, dolida por las carreteras en las que tendría lugar el fatal accidente
que provocaría su muerte, y en lugar de, como sería deseable e incluso
pertinente, evocar Atrapa a un ladrón (1955),
la cámara da extraños virajes, como si fuese el destino implacable que ya está
agazapado, uno de los muchos momentos en que la brocha gorda que maneja el
cineasta se hace más patente).
Aunque nunca ha sido una de las actrices favoritas del que suscribe,
Nicole Kidman es una intérprete con más recursos y valía que aquella a la que interpreta
(con un Oscar por La angustia de vivir (1954)
que le sigue viniendo enorme –y todo sin recordar que era candidata y a priori
segura ganadora la gran Judy Garland por su monumental Ha nacido una estrella (1954)-, tuvo la fortuna de que Hitchcock le
diese tres grandes películas en las que ofrecer la imagen que la hizo inmortal
en la pantalla –aunque virtudes interpretativas sólo demostró en Atrapa a un ladrón, en las otras es,
como en el resto de su filmografía, un aditamento de color y belleza, para
quien guste de una mujer de ese tipo-); sin parecerse a ella, sin pretenderlo,
Kidman logra evocar a Grace Kelly en gestos, miradas, tonos de voz, imprimiendo
veracidad y seriedad a un guión que no funciona ni como comedia, esperpento o
disparate (podría haber sido una opción, pero tampoco se la plantean y se
quedan en tierra de nadie), consiguiendo algunos momentos de verdadera emoción,
de gran actriz, aunque encuentra poca o ninguna respuesta en todo lo que le
rodea (y eso que, al menos, el filme es más entretenido y menos fatuo que ese
estrepitoso fracaso llamado Diana (2013),
aburrida y plúmbea como pocas cintas que ahora podamos recordar). Precisamente
por esa desubicación, por esa falta de concreción, Tim Roth resulta a ratos
demasiado paródico, una caricatura mal escrita que sólo en ocasiones le permite
demostrar su categoría actoral, Frank Langella da la impresión de estar en otra película, Parker Posey abandona su envaramiento habitual
pero su participación queda en absurda porque le toca bregar con la parte peor
narrada, con un mero esquema mal trenzado que naufraga en el maniqueísmo más
básico y torpe (una lástima desperdiciar de ese modo las intrigas palaciegas a
las que se enfrentó Grace), Geraldine Somerville intenta salir airosa del
trance de aparecer en los momentos que, sin pretenderlo, más carcajadas
provocan, André Penvern compone un meritorio Charles de Gaulle aunque reducido
a la mínima expresión, se desperdicia clamorosamente a Derek Jacobi y las posibilidades que su personaje plantea y, sí, también sale Paz Vega (corramos un tupido velo).
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