TÍTULO ORIGINAL: The Young and
Prodigious T. S. Spivet DIRECCIÓN: Jean-Pierre Jeunet GUIÓN: Jean-Pierre
Jeunet, Reif Larsen, Guillaume Laurant (basado en la novela homónima del
segundo) MÚSICA: Denis Sanacore FOTOGRAFÍA: Thomas Hardmeier MONTAJE: Hervé
Schneid REPARTO: Helena Bonham Carter, Judy Davis, Kyle Catlett, Callum Reint
Rennie, Jakob Davies, Niamh Wilson
El estilo de un artista puede ser indefinible, estar, precisamente, en
la ausencia de uno concreto, en su capacidad camaleónica, en su manera de
reinventarse o utilizar códigos, esquemas, motivos, otros estilos existentes y
adecuarlos a sus preferencias, pasarlos por su tamiz, reorganizarlos, pero
manteniéndose en un segundo plano que ha dado brillantes muestras de talento
aunque a veces resulta difícil valorarlas si nos quedamos en una lectura
superficial sólo atenta a lo más evidente, a lo que en realidad puede ser mera
ostentación, grandilocuencia, manierismo desaforado; también puede darse el
caso de aquel que no pugna por crear una voz propia, sencillamente la va
desarrollando según los embates de la inspiración o necesidades de expresión,
pero impregna sus obras de un algo distintivo, tal vez inasible, por momentos
inapreciable, un aire reconocible para el seguidor, para el espectador que
conoce su trayectoria. En esa vocación de estilo que cualquiera anhela (aunque
no constituya su mayor preocupación, siempre se tiende, se pretende, se ansía),
los hay que terminan prisioneros de ella, enredados en lo prescindible o falto
de emociones, y los hay que logran desarrollarla con pericia para, una vez
alcanzados ciertos objetivos, encadenarse de por vida a esa manera de narrar,
repitiendo una y mil veces sus virtudes primigenias, sin evolucionar, sin
arriesgar, sin lanzarse a crear, más pendientes del beneficio económico, de lo
que se espera de ellos (no hay que olvidar que el público, en muchas ocasiones,
no tolera ninguna perturbación en la imagen que idolatran y menosprecian
auténticas obras maestras porque el artista osó salirse de lo pautado, de su
imagen establecida, buscar nuevos caminos); el caso es que tanto admiramos a
gente que responde en la mayoría de sus manifestaciones a una manera de hacer
que es la que nos satisface y no les exigimos que se transformen a cada paso (lo
que no implica que sus obras sean intercambiables, como hay quien denuncia por
ahí –sí, también los hay que dan siempre el mismo gato llamándolo liebre, pero
ahora queremos referirnos a los que no se conforman con el mero remedo-) como a
aquellos que son capaces de seguir sorprendiendo, todo depende del ánimo de
cada espectador, del talento (o falta del mismo) del creador y de la obra
resultante en cada momento. Bajo este punto de vista, sería muy sencillo reducir
a Jean-Pierre Jeunet a la expresión de “director que hace siempre la misma
película”, falsa y reduccionista etiqueta que se queda en la superficie, en lo
meramente visual, en el reconocimiento de quién está detrás de la cámara con
apenas una secuencia, pero eso sería tan sacrílego como afirmar que todos los
cuadros de Van Gogh son exactos o que leída una novela de Saramago leídas todas:
la utilización de determinados recursos, el gusto por ciertos colores, la
primacía que el montaje, el storyboard, lo estético tienen en todos sus filmes
no impide que cada historia tenga su propio desarrollo, sus propias
consecuencias, su propio aliento, aunque quede muy clara cuál es la firma al
término de la misma.
Jeunet dejó ojipláticos a los espectadores con su ópera prima, firmada
junto a Marc Caro, esa desopilante y portentosa Delicatessen (1991), en la que el desbarre, desenfreno,
abigarramiento, esperpento, carácter caricaturesco que acompañaba a cada
secuencia estaba perfectamente equilibrado, integrado en un conjunto que
funcionaba como un preciso mecanismo de relojería que medía los tiempos (y,
sobre todo, el tempo, dónde terminaba un gag y empezaba el siguiente, dónde
contener para abrir a continuación la espita sin control) con mano de pulso
firme. Tras este inmenso éxito, su siguiente colaboración, La ciudad de los niños perdidos (1995), pecó de todos los excesos
que en la anterior estaban justificados, tropezando con estrépito en el error
de pensar que todo estaba permitido con tal de evocar a su antecesora,
acumulando efectismos, trapisondas, estrépitos, brusquedades (lo que no era
óbice para que el concepto visual regalase algunos momentos impagables, pero el
edificio se venía abajo porque, una vez apartado el envoltorio, se encontraban
demasiadas burbujas que estallaban sin dejar rastro). Jeunet retomó su carrera
en Hollywood, haciéndose cargo de la cuarta entrega de la saga de Alien –Alien resurrección (1997)-, derrochando
más brío y energía que David Fincher, quien había llevado a cabo una tercera parte
mortecina y cansina, pero quedándose a medio gas, sin tener muy claro qué
hacer, sintiéndose extraño en un ambiente que, a priori, le era absolutamente
propicio; sería Amelie (2001) la
película que le devolviese a lo más alto del podio, un enorme éxito
internacional, en que todos sus hallazgos visuales se ponen al servicio de la
historia, plena de ritmo, con momentos para lo emotivo, para lo divertido, para
lo misterioso, pero sin olvidar jamás el dibujo de las personalidades, de los
personajes, de las personas que aparecen en pantalla (estrambóticas, insólitas,
esperpénticas pero reconocibles, reales, con sentimientos y contenido, jugando
el papel que les corresponde con acierto), una cinta poliédrica en la que cada
pieza encaja a la perfección con el resto, puede que un tanto pagada de sí
misma, pero que transmite gozo y sorpresa casi ininterrumpidos. Pero, por esa
injusticia de la que antes hablábamos de reducir al artista a su estereotipo o
al esquema que creemos tener claro y que no intentamos cambiar, Largo domingo de noviazgo (2004), el
filme que vino a continuación, fue recibido casi desde antes de su estreno como
otra vuelta de tuerca en torno al “universo Jeunet”, ese tan caleidoscópico en
el que convivían los supervivientes de un apocalipsis, un gnomo de jardín
viajero, un coleccionista de fotos desechadas, una joven parisina e incluso un
Alien, pero que se redujo a su mínima expresión para pasar por encima de una
obra compacta, apasionada, melodrama bien entendido, de hondura psicológica que
pide a gritos una revisión y restitución como espléndida película.
Tras enrocarse en sí mismo con Micmacs
(2009) (puede que el fracaso de Largo
domingo de noviazgo le llevase a tomar el camino fácil y plagiarse –aquí sí-
sin recato), El extraordinario viaje de
T. S. Spivet nos devuelve al mejor Jeunet, al permanentemente inspirado, al
que sabe dibujar la secuencia y llenarla de contenido, el que nos dibuja una
sonrisa durante todo el metraje pero también sabe arañarnos el corazón, el
polifónico, el demiurgo que establece sus propias reglas del juego pero que es
honesto a la hora de mostrarlas, el estilista que integra con sencillez los
escenarios, los decorados, la dirección artística, el envoltorio en el
contenido, el que rueda en 3D sin primarlo todo a ese efecto, el que filma con lo mejor de la tradición, presentando un todo compacto, homogéneo con tendencia a lo
heterogéneo (puede sonar extraño, pero los conocedores de Jeunet, cualquiera
que se asome a la peripecia de T. S. Spivet, lo comprenderá), un cúmulo de
ocurrencias que, dadas forma por el director, demuestran y ejecutan sus
potencialidades, no quedándose en lo hueco, en lo coyuntural, en la sorpresa
que se desvanece al poco. El halo de ingenuidad con que Jeunet sabe recubrir al
talentoso y tremendamente inteligente protagonista ayuda a que la narración se
siga con interés, empatía, comprensión, sustentada en el magnífico hacer de
Kyle Catlett, quien transmite fragilidad, desasimiento, desubicación, pero
también ingenio, velocidad mental, perspicacia, todo sin remarcar, valiéndose
de una mirada poderosa y repleta de significados y de una facilidad
abracadabrante para transformar lo absurdo en lo que otros llamarían “normal”;
junto a él, Helena Bonham Carter puede despojarse del personaje de Tim Burton
al que parece haber dado vida en casi todas sus últimas apariciones en pantalla
y recuperar su aliento de gran actriz, sin necesitar alharacas ni maquillajes
para llegar hasta la médula de las emociones que debe encarnar, y la inmensa
Judy Davis vuelve a demostrar sus inagotables dotes para la comedia, un dominio
absoluto para no caer en el ridículo sabiendo llevar hasta el límite necesario
las características más disparatadas de su rol, consiguiendo una de sus
creaciones más apabullantes y regocijantes.
Jeunet da vida al texto de Reif Larsen (escrito a partir de los
estímulos recibidos durante la visión de Amelie
y pensando en el cineasta como única opción posible para adaptarlo),
trabajando el guión con él y con la colaboración de Guillaume Laurant, bebiendo
lo mejor de una prosa llena de meandros, de un libro lleno de anotaciones,
dibujos, párrafos que hay que leer en posición distinta a la convencional, en
definitiva, todo un torrente de acicates, de provocaciones, de posibilidades,
que cobra radiante realidad en una película jubilosa que jamás cae en el
adoctrinamiento, en la moralina, pero que nos habla sobre seres humanos y nos
hace replantearnos muchas cosas, una experiencia que se salda con un agradable
cosquilleo que no nos abandona cuando las luces de la sala se encienden y
reconocemos al Jeunet que nos gusta, que no necesita repetirse, el que
demuestra tener personalidad, voz propia, manera concreta de ver las cosas y de
mostrarla (Amelie y T. S. emparentan por muchas razones, pero no porque sus
historias, sus películas, sean intercambiables porque cada una tiene su propia
forma de expresión, su propio desarrollo, su idiosincrasia).
No hay comentarios:
Publicar un comentario