viernes, 1 de agosto de 2014

"EL EXTRAORDINARIO VIAJE DE T. S. SPIVET": CON TODO EL EQUIPAJE




TÍTULO ORIGINAL: The Young and Prodigious T. S. Spivet DIRECCIÓN: Jean-Pierre Jeunet GUIÓN: Jean-Pierre Jeunet, Reif Larsen, Guillaume Laurant (basado en la novela homónima del segundo) MÚSICA: Denis Sanacore FOTOGRAFÍA: Thomas Hardmeier MONTAJE: Hervé Schneid REPARTO: Helena Bonham Carter, Judy Davis, Kyle Catlett, Callum Reint Rennie, Jakob Davies, Niamh Wilson

   El estilo de un artista puede ser indefinible, estar, precisamente, en la ausencia de uno concreto, en su capacidad camaleónica, en su manera de reinventarse o utilizar códigos, esquemas, motivos, otros estilos existentes y adecuarlos a sus preferencias, pasarlos por su tamiz, reorganizarlos, pero manteniéndose en un segundo plano que ha dado brillantes muestras de talento aunque a veces resulta difícil valorarlas si nos quedamos en una lectura superficial sólo atenta a lo más evidente, a lo que en realidad puede ser mera ostentación, grandilocuencia, manierismo desaforado; también puede darse el caso de aquel que no pugna por crear una voz propia, sencillamente la va desarrollando según los embates de la inspiración o necesidades de expresión, pero impregna sus obras de un algo distintivo, tal vez inasible, por momentos inapreciable, un aire reconocible para el seguidor, para el espectador que conoce su trayectoria. En esa vocación de estilo que cualquiera anhela (aunque no constituya su mayor preocupación, siempre se tiende, se pretende, se ansía), los hay que terminan prisioneros de ella, enredados en lo prescindible o falto de emociones, y los hay que logran desarrollarla con pericia para, una vez alcanzados ciertos objetivos, encadenarse de por vida a esa manera de narrar, repitiendo una y mil veces sus virtudes primigenias, sin evolucionar, sin arriesgar, sin lanzarse a crear, más pendientes del beneficio económico, de lo que se espera de ellos (no hay que olvidar que el público, en muchas ocasiones, no tolera ninguna perturbación en la imagen que idolatran y menosprecian auténticas obras maestras porque el artista osó salirse de lo pautado, de su imagen establecida, buscar nuevos caminos); el caso es que tanto admiramos a gente que responde en la mayoría de sus manifestaciones a una manera de hacer que es la que nos satisface y no les exigimos que se transformen a cada paso (lo que no implica que sus obras sean intercambiables, como hay quien denuncia por ahí –sí, también los hay que dan siempre el mismo gato llamándolo liebre, pero ahora queremos referirnos a los que no se conforman con el mero remedo-) como a aquellos que son capaces de seguir sorprendiendo, todo depende del ánimo de cada espectador, del talento (o falta del mismo) del creador y de la obra resultante en cada momento. Bajo este punto de vista, sería muy sencillo reducir a Jean-Pierre Jeunet a la expresión de “director que hace siempre la misma película”, falsa y reduccionista etiqueta que se queda en la superficie, en lo meramente visual, en el reconocimiento de quién está detrás de la cámara con apenas una secuencia, pero eso sería tan sacrílego como afirmar que todos los cuadros de Van Gogh son exactos o que leída una novela de Saramago leídas todas: la utilización de determinados recursos, el gusto por ciertos colores, la primacía que el montaje, el storyboard, lo estético tienen en todos sus filmes no impide que cada historia tenga su propio desarrollo, sus propias consecuencias, su propio aliento, aunque quede muy clara cuál es la firma al término de la misma.
   Jeunet dejó ojipláticos a los espectadores con su ópera prima, firmada junto a Marc Caro, esa desopilante y portentosa Delicatessen (1991), en la que el desbarre, desenfreno, abigarramiento, esperpento, carácter caricaturesco que acompañaba a cada secuencia estaba perfectamente equilibrado, integrado en un conjunto que funcionaba como un preciso mecanismo de relojería que medía los tiempos (y, sobre todo, el tempo, dónde terminaba un gag y empezaba el siguiente, dónde contener para abrir a continuación la espita sin control) con mano de pulso firme. Tras este inmenso éxito, su siguiente colaboración, La ciudad de los niños perdidos (1995), pecó de todos los excesos que en la anterior estaban justificados, tropezando con estrépito en el error de pensar que todo estaba permitido con tal de evocar a su antecesora, acumulando efectismos, trapisondas, estrépitos, brusquedades (lo que no era óbice para que el concepto visual regalase algunos momentos impagables, pero el edificio se venía abajo porque, una vez apartado el envoltorio, se encontraban demasiadas burbujas que estallaban sin dejar rastro). Jeunet retomó su carrera en Hollywood, haciéndose cargo de la cuarta entrega de la saga de Alien –Alien resurrección (1997)-, derrochando más brío y energía que David Fincher, quien había llevado a cabo una tercera parte mortecina y cansina, pero quedándose a medio gas, sin tener muy claro qué hacer, sintiéndose extraño en un ambiente que, a priori, le era absolutamente propicio; sería Amelie (2001) la película que le devolviese a lo más alto del podio, un enorme éxito internacional, en que todos sus hallazgos visuales se ponen al servicio de la historia, plena de ritmo, con momentos para lo emotivo, para lo divertido, para lo misterioso, pero sin olvidar jamás el dibujo de las personalidades, de los personajes, de las personas que aparecen en pantalla (estrambóticas, insólitas, esperpénticas pero reconocibles, reales, con sentimientos y contenido, jugando el papel que les corresponde con acierto), una cinta poliédrica en la que cada pieza encaja a la perfección con el resto, puede que un tanto pagada de sí misma, pero que transmite gozo y sorpresa casi ininterrumpidos. Pero, por esa injusticia de la que antes hablábamos de reducir al artista a su estereotipo o al esquema que creemos tener claro y que no intentamos cambiar, Largo domingo de noviazgo (2004), el filme que vino a continuación, fue recibido casi desde antes de su estreno como otra vuelta de tuerca en torno al “universo Jeunet”, ese tan caleidoscópico en el que convivían los supervivientes de un apocalipsis, un gnomo de jardín viajero, un coleccionista de fotos desechadas, una joven parisina e incluso un Alien, pero que se redujo a su mínima expresión para pasar por encima de una obra compacta, apasionada, melodrama bien entendido, de hondura psicológica que pide a gritos una revisión y restitución como espléndida película.
   Tras enrocarse en sí mismo con Micmacs (2009) (puede que el fracaso de Largo domingo de noviazgo le llevase a tomar el camino fácil y plagiarse –aquí sí- sin recato), El extraordinario viaje de T. S. Spivet nos devuelve al mejor Jeunet, al permanentemente inspirado, al que sabe dibujar la secuencia y llenarla de contenido, el que nos dibuja una sonrisa durante todo el metraje pero también sabe arañarnos el corazón, el polifónico, el demiurgo que establece sus propias reglas del juego pero que es honesto a la hora de mostrarlas, el estilista que integra con sencillez los escenarios, los decorados, la dirección artística, el envoltorio en el contenido, el que rueda en 3D sin primarlo todo a ese efecto, el que filma con lo mejor de la tradición, presentando un todo compacto, homogéneo con tendencia a lo heterogéneo (puede sonar extraño, pero los conocedores de Jeunet, cualquiera que se asome a la peripecia de T. S. Spivet, lo comprenderá), un cúmulo de ocurrencias que, dadas forma por el director, demuestran y ejecutan sus potencialidades, no quedándose en lo hueco, en lo coyuntural, en la sorpresa que se desvanece al poco. El halo de ingenuidad con que Jeunet sabe recubrir al talentoso y tremendamente inteligente protagonista ayuda a que la narración se siga con interés, empatía, comprensión, sustentada en el magnífico hacer de Kyle Catlett, quien transmite fragilidad, desasimiento, desubicación, pero también ingenio, velocidad mental, perspicacia, todo sin remarcar, valiéndose de una mirada poderosa y repleta de significados y de una facilidad abracadabrante para transformar lo absurdo en lo que otros llamarían “normal”; junto a él, Helena Bonham Carter puede despojarse del personaje de Tim Burton al que parece haber dado vida en casi todas sus últimas apariciones en pantalla y recuperar su aliento de gran actriz, sin necesitar alharacas ni maquillajes para llegar hasta la médula de las emociones que debe encarnar, y la inmensa Judy Davis vuelve a demostrar sus inagotables dotes para la comedia, un dominio absoluto para no caer en el ridículo sabiendo llevar hasta el límite necesario las características más disparatadas de su rol, consiguiendo una de sus creaciones más apabullantes y regocijantes.
   Jeunet da vida al texto de Reif Larsen (escrito a partir de los estímulos recibidos durante la visión de Amelie y pensando en el cineasta como única opción posible para adaptarlo), trabajando el guión con él y con la colaboración de Guillaume Laurant, bebiendo lo mejor de una prosa llena de meandros, de un libro lleno de anotaciones, dibujos, párrafos que hay que leer en posición distinta a la convencional, en definitiva, todo un torrente de acicates, de provocaciones, de posibilidades, que cobra radiante realidad en una película jubilosa que jamás cae en el adoctrinamiento, en la moralina, pero que nos habla sobre seres humanos y nos hace replantearnos muchas cosas, una experiencia que se salda con un agradable cosquilleo que no nos abandona cuando las luces de la sala se encienden y reconocemos al Jeunet que nos gusta, que no necesita repetirse, el que demuestra tener personalidad, voz propia, manera concreta de ver las cosas y de mostrarla (Amelie y T. S. emparentan por muchas razones, pero no porque sus historias, sus películas, sean intercambiables porque cada una tiene su propia forma de expresión, su propio desarrollo, su idiosincrasia).

No hay comentarios:

Publicar un comentario