Desde el momento en que empezó a hablarse de la supuestamente legendaria
interpretación del Joker llevada a cabo por Heath Ledger en El caballero oscuro (2008), es decir,
desde el rodaje (estaba bendecido de antemano y las declaraciones de
componentes del equipo artístico y técnico así lo avalaban), poco podía decirse
en su contra, te miraban mal, incluso aunque tan sólo recordases que habría que
esperar al estreno para expresar una verdadera opinión (es que los hay que
piensan la crítica días, meses, años antes y no cambian ni una palabra); el
caso es que después nos sorprendió la terrible noticia de su temprana muerte y
la glorificación rebasó cualquier paroxismo imaginable, llegando a escucharse
exageraciones de un calibre descomunal incluso entre aquellos (ahí está la hemeroteca)
que le habían negado el pan y la sal hasta ese momento, especialmente entre los
que habían aupado la sobrevalorada Brokeback
Mountain (2005) a los altares del romanticismo (sin captar ni un ápice de
la dureza, de la denuncia, del patetismo que destila el magnífico relato de
Annie Prouxl que le sirvió de base –y mira que Ang Lee hizo todo lo que pudo
por ensombrecer el desastroso guión-) y su esforzada y estática interpretación
en el epítome del amante atormentado (en realidad, un cobarde, un mezquino,
alguien que, por puro miedo, se comporta perversamente consigo mismo y con los
que le rodean –si exceptuamos su breve pero decisiva intervención en Monster´s Ball (2001), podría decirse
que, con arritmias y notándosele el truco en algunos momentos, ésta fue su
mejor actuación, aunque lo batiesen una doliente y conmovedora Michelle
Williams y un esplendoroso Jake Gyllenhaal-). Lo peor llegó con los premios de
crítica del año en los que arrasó póstumamente, haciendo lo propio en Baftas,
Globos de Oro y cuanto se le puso por delante (Oscar incluido, por supuesto –estaba
decidido desde hacía tiempo, cuanto más como homenaje y rendición absoluta a su
talento, puestos en pie y dejándose las manos en el aplauso aquellos que hasta
el momento jamás le habían considerado digno de tal distinción (imagino que
allí donde estén reunidos le hicieron fiesta Cary Grant, Deborah Kerr, Judy
Garland, Montgomery Clift, tantos que jamás ganaron una estatuilla dorada en
competición)-) porque, si osabas hacer un análisis de lo que no te gustaba en
su interpretación (exageración, rimbombancia, desmesura –todo exacerbado,
además, por la supuesta grandeza, más bien grandilocuencia, que siempre
acompaña a Christopher Nolan-), si destacabas los méritos de sus oponentes en
los diferentes galardones, en definitiva, si exhibías tu propio criterio en
medio del consenso establecido, siempre había quien te miraba con los ojos casi
fuera de las órbitas y te decía algo así como “¡pero ten corazón! ¡Que está
muerto!”; vamos a ver: ni bailaba sobre su tumba ni me alegraba por su muerte
(fue un mazazo, no podía sentirse de otra manera) ni nada de nada, tan sólo
afirmaba que no me gustaba demasiado antes ni lo iba a hacer ahora por el modo
desgraciado en que salió de escena excesivamente pronto (por esa regla de tres,
no sé por qué muchos de los que me censuraban esta actitud, despotrican sobre
James Dean, por poner un ejemplo claramente similar, con lo joven que murió). Dicho
lo cual, si alguien piensa que esta larguísima introducción significa que voy a
hablar mal de Robin Williams, está muy equivocado: sencillamente, voy a ser
fiel a lo que he pensado durante mucho tiempo porque mi manera de juzgarle es
exactamente la misma que la que mantenía hasta ayer.
Vaya por delante que me quedé sin palabras ante la sorprendente,
inesperada, puñetera noticia de su muerte, puesto que es uno de esos nombres
que lleva muchos años, se quiera o no, formando parte de un imaginario en
constante expansión, el mío propio, y, además, porque su edad no hacía pensar
en un final tan precipitado y abrupto, todo lo contrario (dejemos para los
buitres las especulaciones, los lamentos a deshora, los discursitos llenos de
moralina, lo único que a uno volvió a rasgarle por dentro fue esa realidad
trágica del que reparte risas, algarabía, felicidad, pero no saber guardarse
una ración abundante); e, inmediatamente salido del shock, como no podía ser de
otra forma, fueron apareciendo en mi ánimo, en mi memoria, como si las tuviese
delante de los ojos, muchas secuencias que no olvidaré, momentos que, por una
razón u otra, se me han quedado dentro y están vinculados al rostro de este
actor de mil registros, mil voces, mil muecas, estruendoso, explosivo,
nervioso, desopilante, en ocasiones estridente, imparable, recargado, ampuloso,
por momentos (muchos) genial, por otros (demasiados) irritante y reiterativo.
Pero jamás olvidaré lo que supuso El club
de los poetas muertos (1989) en mi evolución personal, en mi manera de
seguir entendiendo el mundo, en el modo en que, aún más, me volqué en la
literatura, en la poesía, en la palabra, como tabla de salvación, como permanente
enriquecimiento, como necesidad perentoria, como oxígeno imprescindible, como
manera de comprender aún más lo que esos pocos a los que puedo llamar maestros
hicieron por mí y como referente para saber identificar y valorar a los que
vendrían (sin ir más lejos, ese año sufríamos la dictadura de una señora que no
sabía transmitir el amor por los libros, todo lo contrario, que imponía su
criterio o el de aquellos estudiosos que le parecían adecuados, que no
consentía que te desviases ni un ápice de lo que ella decía en clase, que nos
hizo sangrar para imponer la letra, dictando la única interpretación válida,
que espantó lectores, que decidió hacer un examen sobre cerca de veinte títulos
y lo avisó como mucho un mes antes, una inepta llamada Milagros Arizmendi que,
de no tener callo como lector, hubiese podido hacerme odiar a Torrente
Ballester, Rosa Chacel, Eduardo Mendoza, Ignacio Aldecoa y otros tantos): su
interpretación del profesor Keating es prodigiosa, es de esas que crece con el
paso del tiempo y que aún valoras más con las revisiones porque destila
humanidad y humanismo, porque dosifica sus recursos admirablemente, porque
parece fácil, porque diríase que los actores que van vida a sus alumnos están
mucho mejor (es lógico pensarlo a esa edad y lo cierto es que tanto Robert Sean
Leonard como Ethan Hawke alcanzaron cimas, despertaron expectativas que
quedaron en agua de borrajas), porque sabe crear un aura que se va apoderando
de la pantalla y de los que la miran, porque pocas veces su mirada ha sido más
honda, más honesta, más inspiradora, porque nos metió en las venas a Walt
Whitman, porque es inevitable experimentar un cosquilleo cuando nos impele a
vivir, porque el momento pasa, no deja de hacerlo, y hay que aprovecharlo antes
alma, porque no hay que desperdiciar ni
un minuto, porque no sabemos cuándo parará la implacable cuenta atrás.
Frente a esta imagen icónica, podría pensarse que todo lo demás
palidece, pero el caso es que, al margen de esos filmes en que nadie le
sujetaba, en que se repetía de manera lamentable, en que perdía el enorme
olfato de comediante demostrado tantas veces, en que era un triste remedo de sí
mismo, Robin Williams fue dejando aquí y allá momentos irrepetibles e
inolvidables y, por supuesto, son con los que me quedo; no puedo compartir el
que parece es general entusiasmo (ahora, no puede decirse lo mismo del momento
en que se estrenó) por su participación en Hook
(1991) porque, aunque pasé algunos buenos ratos (con Dustin Hoffman y Bob
Hoskins), es uno de los filmes más irregulares y decepcionantes del maestro
Spielberg, especialmente en lo que hace referencia a su elección como un Peter
Pan adulto, inadecuado y sin fuelle, tontorrón y simple ni, aunque es lo más
sobrio y contenido de la un tanto disparatada El indomable Will Hunting (1997), esa película escrita con
plantilla, el supuesto descubrimiento de unos guionistas (¡Galardonados con el
Oscar!) que con el tiempo se han convertido en el meritorio y a ratos estupendo
actor Matt Damon y el estupendo director Ben Affleck, la demostración más
palpable de que Gus Van Sant no es más que un imitador, encontré acertado su
premio de la Academia como mejor actor secundario, totalmente obvio, diseñado
para ello, sin gracia ni garra por mucho que él demostrase oficio, porque Greg
Kinnear hubiese debido redondear el tributo al insuperable trío que alienta la
no menos maravillosa Mejor imposible (1997).
El destrozo cometido con La jaula de las
locas y que se llamó en España Una
jaula de grillos (1996) es imperdonable (y no se salva ninguno de los
involucrados –aunque después de sufrir lo que hizo Joaquín Kremel con el rol
adjudicado a Williams cuando el musical se representó en Madrid, fui algo más
benévolo-), al igual que la melaza y blandenguería con la que inundaron la
pantalla para pervertir hasta límites denunciables el relato de Isaac Asimov
que dio pie a El hombre bicentenario (1999)
–no otra cosa es posible con Chris Columbus a los mandos, pero sí esperaba
mayor tino en Robin Williams-. Y aunque fui con muchas ganas, nunca he gustado
demasiado de El rey pescador (1991),
historia terriblemente alargada por Terry Gilliam, quien consintió al actor
todo su repertorio de muecas, guiños, efectismos (especialmente cuando comparte
secuencia con Amanda Plummer), lo que no impidió que Jeff Bridges y Mercedes
Ruehl dejasen clara su categoría, por mucho que la mayoría de los parabienes
fuesen para Williams (pero el Oscar fue a manos de la gran actriz, quien por
desgracia apenas ha tenido continuidad en la gran pantalla). Y de lo de Señora Doubtfire (1994) prefiero
acordarme poco, habiendo disfrutado con Mi
querida señorita (1972), Con faldas y
a lo loco (1959) o ¿Víctor o
Victoria? (1982).
Pero como, por fortuna, hay mucho bueno a lo que regresar, no puedo
olvidar las lágrimas de emoción al verle dar vida a Adrian Cronauer en Good morning, Vietnam (1987): por esos
azares del destino, la vi tiempo después de su estreno, cuando ya había probado
las mieles de la radio, cuando era una de mis pasiones, cuando sabía lo que se
sentía al sentarse frente al micrófono y ver cómo se encendía la luz roja, y la
viví con gran intensidad, regocijándome, asintiendo, agradeciendo ese
despliegue vocal, esa personalidad arrolladora. ¿Y qué decir de su encarnación
del genio de Aladdin (1992)? Uno de
sus trabajos más completos, más totales, inventando el personaje más allá del
dibujo, pleno de facultades, divirtiendo, encandilando, ayudando a soñar –nunca
olvidaré que al salir del cine empecé a decir como un bobo “¡Quiero un genio
como regalo de Reyes!” a todos los que venían conmigo y a cualquiera que
quisiese aceptar mi petición-. También me cautivó en Despertares (1990), en la que demostró una contención muy
emocionante, alejado de la afectación de su compañero de reparto (un Robert De
Niro ofreciendo lo peor de sí mismo, dejándose llevar por las posibilidades
histriónicas de su rol), interpretación por la que hubiese merecido, cuando
menos, una candidatura al Oscar, pero ya se sabe que estos personajes poco
agradecidos, como en segunda fila, no son valorados por los miembros de la
Academia que votan en esta categoría (es decir, los actores); fue un fantástico
hombre desenfocado en Desmontando a Harry
(1996) y dejaba literalmente sin aliento en la estremecedora Retratos de una obsesión (2002), prueba
palpable de una versatilidad que no siempre fue bien entendida ni aprovechada
por cineastas e, incluso, por él mismo. Pero, por encima de todo, queda su
intensidad, su vibrante energía, su capacidad para hacernos reír, su indudable
bonhomía, su modo de introducirse en nuestras vidas para quedarse y rasgarnos
en lo más profundo al constatar que “mi capitán está sobre la cubierta, /caído
muerto y frío” (pero el de la pantalla está más vivo que nunca).
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