martes, 12 de agosto de 2014

ROBIN WILLIAMS: ¡OH, CAPITÁN, MI CAPITÁN!



  



 Desde el momento en que empezó a hablarse de la supuestamente legendaria interpretación del Joker llevada a cabo por Heath Ledger en El caballero oscuro (2008), es decir, desde el rodaje (estaba bendecido de antemano y las declaraciones de componentes del equipo artístico y técnico así lo avalaban), poco podía decirse en su contra, te miraban mal, incluso aunque tan sólo recordases que habría que esperar al estreno para expresar una verdadera opinión (es que los hay que piensan la crítica días, meses, años antes y no cambian ni una palabra); el caso es que después nos sorprendió la terrible noticia de su temprana muerte y la glorificación rebasó cualquier paroxismo imaginable, llegando a escucharse exageraciones de un calibre descomunal incluso entre aquellos (ahí está la hemeroteca) que le habían negado el pan y la sal hasta ese momento, especialmente entre los que habían aupado la sobrevalorada Brokeback Mountain (2005) a los altares del romanticismo (sin captar ni un ápice de la dureza, de la denuncia, del patetismo que destila el magnífico relato de Annie Prouxl que le sirvió de base –y mira que Ang Lee hizo todo lo que pudo por ensombrecer el desastroso guión-) y su esforzada y estática interpretación en el epítome del amante atormentado (en realidad, un cobarde, un mezquino, alguien que, por puro miedo, se comporta perversamente consigo mismo y con los que le rodean –si exceptuamos su breve pero decisiva intervención en Monster´s Ball (2001), podría decirse que, con arritmias y notándosele el truco en algunos momentos, ésta fue su mejor actuación, aunque lo batiesen una doliente y conmovedora Michelle Williams y un esplendoroso Jake Gyllenhaal-). Lo peor llegó con los premios de crítica del año en los que arrasó póstumamente, haciendo lo propio en Baftas, Globos de Oro y cuanto se le puso por delante (Oscar incluido, por supuesto –estaba decidido desde hacía tiempo, cuanto más como homenaje y rendición absoluta a su talento, puestos en pie y dejándose las manos en el aplauso aquellos que hasta el momento jamás le habían considerado digno de tal distinción (imagino que allí donde estén reunidos le hicieron fiesta Cary Grant, Deborah Kerr, Judy Garland, Montgomery Clift, tantos que jamás ganaron una estatuilla dorada en competición)-) porque, si osabas hacer un análisis de lo que no te gustaba en su interpretación (exageración, rimbombancia, desmesura –todo exacerbado, además, por la supuesta grandeza, más bien grandilocuencia, que siempre acompaña a Christopher Nolan-), si destacabas los méritos de sus oponentes en los diferentes galardones, en definitiva, si exhibías tu propio criterio en medio del consenso establecido, siempre había quien te miraba con los ojos casi fuera de las órbitas y te decía algo así como “¡pero ten corazón! ¡Que está muerto!”; vamos a ver: ni bailaba sobre su tumba ni me alegraba por su muerte (fue un mazazo, no podía sentirse de otra manera) ni nada de nada, tan sólo afirmaba que no me gustaba demasiado antes ni lo iba a hacer ahora por el modo desgraciado en que salió de escena excesivamente pronto (por esa regla de tres, no sé por qué muchos de los que me censuraban esta actitud, despotrican sobre James Dean, por poner un ejemplo claramente similar, con lo joven que murió). Dicho lo cual, si alguien piensa que esta larguísima introducción significa que voy a hablar mal de Robin Williams, está muy equivocado: sencillamente, voy a ser fiel a lo que he pensado durante mucho tiempo porque mi manera de juzgarle es exactamente la misma que la que mantenía hasta ayer.
   Vaya por delante que me quedé sin palabras ante la sorprendente, inesperada, puñetera noticia de su muerte, puesto que es uno de esos nombres que lleva muchos años, se quiera o no, formando parte de un imaginario en constante expansión, el mío propio, y, además, porque su edad no hacía pensar en un final tan precipitado y abrupto, todo lo contrario (dejemos para los buitres las especulaciones, los lamentos a deshora, los discursitos llenos de moralina, lo único que a uno volvió a rasgarle por dentro fue esa realidad trágica del que reparte risas, algarabía, felicidad, pero no saber guardarse una ración abundante); e, inmediatamente salido del shock, como no podía ser de otra forma, fueron apareciendo en mi ánimo, en mi memoria, como si las tuviese delante de los ojos, muchas secuencias que no olvidaré, momentos que, por una razón u otra, se me han quedado dentro y están vinculados al rostro de este actor de mil registros, mil voces, mil muecas, estruendoso, explosivo, nervioso, desopilante, en ocasiones estridente, imparable, recargado, ampuloso, por momentos (muchos) genial, por otros (demasiados) irritante y reiterativo. Pero jamás olvidaré lo que supuso El club de los poetas muertos (1989) en mi evolución personal, en mi manera de seguir entendiendo el mundo, en el modo en que, aún más, me volqué en la literatura, en la poesía, en la palabra, como tabla de salvación, como permanente enriquecimiento, como necesidad perentoria, como oxígeno imprescindible, como manera de comprender aún más lo que esos pocos a los que puedo llamar maestros hicieron por mí y como referente para saber identificar y valorar a los que vendrían (sin ir más lejos, ese año sufríamos la dictadura de una señora que no sabía transmitir el amor por los libros, todo lo contrario, que imponía su criterio o el de aquellos estudiosos que le parecían adecuados, que no consentía que te desviases ni un ápice de lo que ella decía en clase, que nos hizo sangrar para imponer la letra, dictando la única interpretación válida, que espantó lectores, que decidió hacer un examen sobre cerca de veinte títulos y lo avisó como mucho un mes antes, una inepta llamada Milagros Arizmendi que, de no tener callo como lector, hubiese podido hacerme odiar a Torrente Ballester, Rosa Chacel, Eduardo Mendoza, Ignacio Aldecoa y otros tantos): su interpretación del profesor Keating es prodigiosa, es de esas que crece con el paso del tiempo y que aún valoras más con las revisiones porque destila humanidad y humanismo, porque dosifica sus recursos admirablemente, porque parece fácil, porque diríase que los actores que van vida a sus alumnos están mucho mejor (es lógico pensarlo a esa edad y lo cierto es que tanto Robert Sean Leonard como Ethan Hawke alcanzaron cimas, despertaron expectativas que quedaron en agua de borrajas), porque sabe crear un aura que se va apoderando de la pantalla y de los que la miran, porque pocas veces su mirada ha sido más honda, más honesta, más inspiradora, porque nos metió en las venas a Walt Whitman, porque es inevitable experimentar un cosquilleo cuando nos impele a vivir, porque el momento pasa, no deja de hacerlo, y hay que aprovecharlo antes  alma, porque no hay que desperdiciar ni un minuto, porque no sabemos cuándo parará la implacable cuenta atrás.
   Frente a esta imagen icónica, podría pensarse que todo lo demás palidece, pero el caso es que, al margen de esos filmes en que nadie le sujetaba, en que se repetía de manera lamentable, en que perdía el enorme olfato de comediante demostrado tantas veces, en que era un triste remedo de sí mismo, Robin Williams fue dejando aquí y allá momentos irrepetibles e inolvidables y, por supuesto, son con los que me quedo; no puedo compartir el que parece es general entusiasmo (ahora, no puede decirse lo mismo del momento en que se estrenó) por su participación en Hook (1991) porque, aunque pasé algunos buenos ratos (con Dustin Hoffman y Bob Hoskins), es uno de los filmes más irregulares y decepcionantes del maestro Spielberg, especialmente en lo que hace referencia a su elección como un Peter Pan adulto, inadecuado y sin fuelle, tontorrón y simple ni, aunque es lo más sobrio y contenido de la un tanto disparatada El indomable Will Hunting (1997), esa película escrita con plantilla, el supuesto descubrimiento de unos guionistas (¡Galardonados con el Oscar!) que con el tiempo se han convertido en el meritorio y a ratos estupendo actor Matt Damon y el estupendo director Ben Affleck, la demostración más palpable de que Gus Van Sant no es más que un imitador, encontré acertado su premio de la Academia como mejor actor secundario, totalmente obvio, diseñado para ello, sin gracia ni garra por mucho que él demostrase oficio, porque Greg Kinnear hubiese debido redondear el tributo al insuperable trío que alienta la no menos maravillosa Mejor imposible (1997). El destrozo cometido con La jaula de las locas y que se llamó en España Una jaula de grillos (1996) es imperdonable (y no se salva ninguno de los involucrados –aunque después de sufrir lo que hizo Joaquín Kremel con el rol adjudicado a Williams cuando el musical se representó en Madrid, fui algo más benévolo-), al igual que la melaza y blandenguería con la que inundaron la pantalla para pervertir hasta límites denunciables el relato de Isaac Asimov que dio pie a El hombre bicentenario (1999) –no otra cosa es posible con Chris Columbus a los mandos, pero sí esperaba mayor tino en Robin Williams-. Y aunque fui con muchas ganas, nunca he gustado demasiado de El rey pescador (1991), historia terriblemente alargada por Terry Gilliam, quien consintió al actor todo su repertorio de muecas, guiños, efectismos (especialmente cuando comparte secuencia con Amanda Plummer), lo que no impidió que Jeff Bridges y Mercedes Ruehl dejasen clara su categoría, por mucho que la mayoría de los parabienes fuesen para Williams (pero el Oscar fue a manos de la gran actriz, quien por desgracia apenas ha tenido continuidad en la gran pantalla). Y de lo de Señora Doubtfire (1994) prefiero acordarme poco, habiendo disfrutado con Mi querida señorita (1972), Con faldas y a lo loco (1959) o ¿Víctor o Victoria? (1982).
   Pero como, por fortuna, hay mucho bueno a lo que regresar, no puedo olvidar las lágrimas de emoción al verle dar vida a Adrian Cronauer en Good morning, Vietnam (1987): por esos azares del destino, la vi tiempo después de su estreno, cuando ya había probado las mieles de la radio, cuando era una de mis pasiones, cuando sabía lo que se sentía al sentarse frente al micrófono y ver cómo se encendía la luz roja, y la viví con gran intensidad, regocijándome, asintiendo, agradeciendo ese despliegue vocal, esa personalidad arrolladora. ¿Y qué decir de su encarnación del genio de Aladdin (1992)? Uno de sus trabajos más completos, más totales, inventando el personaje más allá del dibujo, pleno de facultades, divirtiendo, encandilando, ayudando a soñar –nunca olvidaré que al salir del cine empecé a decir como un bobo “¡Quiero un genio como regalo de Reyes!” a todos los que venían conmigo y a cualquiera que quisiese aceptar mi petición-. También me cautivó en Despertares (1990), en la que demostró una contención muy emocionante, alejado de la afectación de su compañero de reparto (un Robert De Niro ofreciendo lo peor de sí mismo, dejándose llevar por las posibilidades histriónicas de su rol), interpretación por la que hubiese merecido, cuando menos, una candidatura al Oscar, pero ya se sabe que estos personajes poco agradecidos, como en segunda fila, no son valorados por los miembros de la Academia que votan en esta categoría (es decir, los actores); fue un fantástico hombre desenfocado en Desmontando a Harry (1996) y dejaba literalmente sin aliento en la estremecedora Retratos de una obsesión (2002), prueba palpable de una versatilidad que no siempre fue bien entendida ni aprovechada por cineastas e, incluso, por él mismo. Pero, por encima de todo, queda su intensidad, su vibrante energía, su capacidad para hacernos reír, su indudable bonhomía, su modo de introducirse en nuestras vidas para quedarse y rasgarnos en lo más profundo al constatar que “mi capitán está sobre la cubierta, /caído muerto y frío” (pero el de la pantalla está más vivo que nunca).     

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